Cortar la conexión entre el juego y el conflicto
Cada cierto tiempo nos despertamos alterados por casos de violencia vinculados con el mundo del deporte. Hace unos días, la Argentina quedó sobresaltada por uno de estos episodios. Por supuesto que no escapa a nadie que este tipo de situaciones, que hoy se dan con diferentes intensidades en distintas partes del mundo, trascienden los aspectos deportivos y reflejan otras problemáticas de esas sociedades. Sin embargo, es posible mencionar algunos de los elementos que tienden a conectar el deporte con el conflicto y el conflicto con la violencia. Esta conexión se da tanto en adultos como en jóvenes, pero es especialmente con estos últimos con quienes se pone de manifiesto la tragedia que supone la pérdida del papel pedagógico del mundo del deporte.
El deporte se ha convertido en un espacio más para la expresión de la violencia social; en muchos casos, la asistencia a la competencia deportiva es solo una excusa para ejercerla.
La legítima conexión entre deporte y rendimiento económico ha propiciado, por un lado, la construcción de apetitosos negocios que trascienden a la práctica deportiva y por los que reditúa el ejercicio de la violencia. Y, por otro lado, repercute sobre los procesos de formación de jóvenes, que suelen estar más enfocados en la incorporación de destrezas y competencias deportivas que en el desarrollo de habilidades personales vinculadas tanto a aspectos emocionales como deontológicos. Especialmente el tema de la formación se replica de forma dramática en cualquier categoría, con lo que no resulta ya extraño ver conflicto y violencia en partidos de categorías infantiles o juveniles.
Con el objetivo de lograr un mayor grado de adhesión, las preferencias por un club o unos colores se construyen por oposición y exclusión, favoreciendo el paso de la competencia deportiva al conflicto deportivo. Se pierde el principio básico de respeto al contrincante y se sustituye por la lógica de animadversión hacia el adversario. Lo que para algunos adultos puede ser solo objeto de una ocasional chanza o de un sobresalto cardíaco, para otros, especialmente para los jóvenes, se convierte en un motivo de conflictividad y de pérdida del control.
Como el conflicto rebasa el espacio de la competencia deportiva definida por las reglas que constituyen el juego, la confrontación y la violencia condicionan el comportamiento de sujetos que no son los deportistas: padres, entrenadores, directivos, árbitros, instituciones o gobiernos. Así, la actividad en el espacio deportivo viene acompañada de conflictos que se alejan cada vez más de aquello que sucedió en el terreno de juego. Padres que agreden a árbitros, entrenadores que se enfrentan entre sí, aficiones que se "invitan" a pelear, espectadores que conflictúan con la dirigencia de su propio club son ejemplos de la alta capacidad de contagio que tienen los conflictos deportivos.
Frente a estas situaciones, las entidades públicas y privadas tienden a responder desde la exclusión y la retribución. Dar de baja a un jugador, sancionar a los padres que participaron en una pelea, lamentarse de la retirada del árbitro que no quiere volver a arbitrar, prohibir la concurrencia de la afición visitante o sancionar al club por el comportamiento de sus aficionados son, en el mejor de los casos, las respuestas en diferentes partes del mundo.
Sin embargo, quienes nos dedicamos a trabajar sobre estos temas venimos advirtiendo que este tipo de respuestas no pueden por sí solas corregir la tendencia que conecta la competencia con el conflicto y a este con la violencia. Por esta razón, en diferentes clubes y países se ha empezado a desarrollar propuestas restaurativas que permitan corregir este tipo de dinámicas. Palabras como participación, reconocimiento, responsabilización o reparación del daño empiezan a sonar con fuerza en distintas entidades deportivas que buscan corregir este tipo de situaciones. Hay un camino y hay una solución, pero requiere del compromiso de una multiplicidad de sujetos y entidades. El objetivo bien merece la pena.
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