El 6 de abril de 1900 se cumplía el decreto del presidente Roca para concretar la orden del juez Madero: un pelotón fusilaba al carrero italiano condenado por matar a tres bebés; habían sido dados a luz por sus hijastras, a las que violaba habitualmente. Esas mujeres y su madre recibieron sentencia como encubridoras
A las 8 de la mañana del 6 de abril de 1900, una ráfaga de disparos cortó el silencio en el parque interno de la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras, entonces rodeada de casas bajas y, ahora, convertida en un enorme parque que contiene una escuela y está rodeado de altos edificios en el corazón de Palermo. Persistía el eco de las detonaciones cuando, con la respiración agitada, el sargento Emilio Lascano se acercó a paso vigoroso hasta el cuerpo ya sin vida de Cayetano Domingo Grossi. Apoyó el rifle en la cabeza exánime del reo y ejecutó, como ordenaba el protocolo, el tiro de gracia.
Se cumplía, así, la pena capital que había ordenado tiempo antes el juez Ernesto Madero al condenar a Grossi por asesinar al menos a tres de sus propios hijos, dos niñas y un niño, que habían nacido luego de que este inmigrante italiano violara reiterada y sistemáticamente a las mujeres de su propia familia, hijas de su compañera, con la que también había tenido descendencia.
Apenas despuntaba el siglo XX y Grossi se convertía en el primer asesino serial de la historia criminal argentina; precedió a otro Cayetano Santos Godino, a quien las crónicas de sangre inmortalizaron como el Petiso Orejudo, uno de los mayores homicidas sociópatas que conociera el país. Curiosamente, ambos fueron infanticidas, solo que aquel arriero mató a su primera víctima en 1896, el año en que nació el otro, que terminaría sus días en la cárcel del Fin del Mundo.
El día de su fusilamiento, Grossi se levantó cerca de las cuatro de la mañana. Y, según los documentos históricos, a las cinco ya estaba en la capilla junto al padre Macceo, capellán de la Penitenciaría. El 5, Julio Argentino Roca, en el primer tercio de su segundo mandato como presidente de la Nación, había firmado el decreto en el que encomendaba a su ministro de Guerra, Rosendo Fraga, que dispusiera la "fuerza pública necesaria" para que se cumpliera con la ejecución.
Allí, el convicto fumaba un cigarrillo tras otro, sin respiro, consciente de la proximidad de la muerte. Como antesala de la oscuridad última, un altar pequeño, dos sillas de madera, un crucifijo de bronce e imágenes religiosas de madera colgadas en la pared. Nervioso y notablemente enojado por lo que consideraba una injusticia, el reo intentaba esgrimir a los gritos inútiles argumentos para evadir el pelotón que, al mando del capitán Manuel Medrano, ya se alistaba para dar cumplimiento a la sentencia judicial.
Grossi fue acusado de violar a su propia esposa, Rosa de Nicola, y también a sus dos hijastras, Clara y Catalina. Y de haber asesinado a los vástagos que habían sido fruto de las deleznables relaciones incestuosas. Él lo negaba: decía que, en realidad, ellas habían matado a los recién nacidos, criaturas que, sostenía, habían sido fruto de las relaciones que ellas mantenían con sus amantes. Como prueba de que no era un "asesino feroz", sostenía que sus "hijos legítimos", aquellos que había concebido con su primera mujer, vivían sin haber corrido riesgos de su parte.
Increíble y paradójicamente -en un hecho que refleja las condiciones sociales que vivían las mujeres de esa época- las dos hijastras y la esposa del criminal también fueron condenadas como cómplices de su propio victimario en los homicidios de los tres bebés. Tres años de prisión, saldó la Justicia.
Antes del fusilamiento, los hijos biológicos de Grossi, dos varones y una jovencita -otras dos, mujeres, ya habían muerto-, entraron en la prisión para la despedida: el mayor, de 19 años, estaba tranquilo y no mostraba tristeza ni empatía con su padre. Los otros dos, consternados por las acusaciones que eran públicas y asustados por lo que se decía que Grossi había hecho, eludieron el contacto. Lorenzo, el más chico, ni siquiera quiso acercarse. Teresita, devastada, se echó a llorar.
La sucesión de ventanas simétricas, con rejas, que rompía la monotonía de las paredes blancas de la fría capilla de la Penitenciaría Nacional configuraban un paisaje devastador, mientras el sol despuntaba.
"Por muy grandes que hubiesen sido los crímenes de aquel hombre, tal espectáculo, la repugnancia o el miedo que producía a sus hijos inspiraban compasión", escribió el reportero que cubrió el fusilamiento, según publicó Caras y Caretas el 14 de abril de 1900, ocho días después de la ejecución que "la vindicta pública exigía".
A las ocho de la mañana un enfermero se acercó a Grossi para controlarle el acelerado pulso. Dos guardias le ordenaron levantarse y caminar hasta una silla que estaba ubicada a la sombra de un árbol chato, pequeño, entre algunos pastos verdes, crecidos. Finalmente, el párroco vendó los ojos del reo y dijo las últimas palabras que oiría; Grossi expulsó con fuertes bocanadas el humo de las últimas pitadas a su cigarro y lo apoyó en un banco de madera, aún encendido, como si esperara poder seguir fumándolo.
Dos miembros del Servicio Penitenciario le ataron los pies y las manos para evitar que corriera. Y el convicto dijo, entonces, sus últimas palabras: "Yo recibo con resignación la pena que se me ha impuesto, pero soy inocente. Yo no soy culpable de la muerte de esas criaturas, porque las culpables son esas mujeres que me han acusado de asesino de sus hijos. Yo no soy el padre de las víctimas; los padres de esos niños eran los amantes de las mujeres Nicola. Si yo fuera un asesino tan feroz, yo hubiera muerto a mis hijos con la madre. ¿Cómo es posible que una madre haya permitido que yo asesinara sus propios hijos? ¿Por qué no me acusaron ante la policía cuando yo salía a la calle las madres de las víctimas? No siento morir y hago esta declaración por el amor a mis hijos legítimos".
Luego de eso, tres agentes del piquete conducido por el capitán Madero descargaron una salva de sus rifles contra aquel hombre de cuerpo flaco, resignado. Grossi se ladeó apenas hacia su derecha; se acercó el sargento Lascano y terminó la faena encomendada.
El expediente judicial sumó la foja de clausura con el informe del jefe del pelotón de tiradores, Madero: "Al Señor Juez del Crimen, Doctor Ernesto Madero. Pongo en conocimiento de V. S. que el día 6 del corriente siendo las ocho a.m. y dando cumplimiento a la orden que el Señor Jefe de Estado Mayor me comunica con fecha 5 del mismo, pasé por las armas al individuo Cayetano Grossi". Era el final.
Los tres homicidios
Casi dos años antes del fusilamiento, cuando los detectives llegaron a la habitación oscura de la vieja pensión de inmigrantes en la que Grossi vivía con su familia, encontraron un bebé envuelto en mantas, muerto, dentro de una caja de lata, debajo de una cama. El 10 de mayo de 1898 salió detenido por la puerta principal del inmueble ubicado en la Calle de las Artes al 1400, lo que hoy es Carlos Pellegrini.
A este carrero italiano nacido en 1854 en Bonifati, provincia de Cosenza, lo buscaban como sospechoso de la muerte de dos niñas recién nacidas que habían aparecido descuartizadas en un basural cercano al Río de la Plata.
Grossi llegó a la Argentina solo, desde Italia. En Europa dejó una familia, mujer e hijos. Rápidamente comenzó a trabajar en el barrio de Retiro. Sus ocupaciones informales como afilador o botellero lo tenían todo el día en las calles. Luego, comenzó a jalar de un carro y reciclar elementos que otras personas descartaban.
Fue justamente en uno de los basurales que frecuentaba este criminal adonde, el 29 de mayo de 1896, otro cartonero encontró el brazo de una beba. La prensa prestó gran atención al "caso de la niña descuartizada", cuya investigación inicialmente se estancó. Sin embargo, dos años después, el 5 de mayo de 1898, y en el mismo sitio, apareció otro bebé recién nacido con el cráneo destrozado y sus extremidades mutiladas.
Distintos interrogatorios condujeron a los policías hacia el vecindario de Grossi. Ambos cadáveres habían aparecido envueltos en ropas que pertenecían a personas pobres, como sacos remendados con hombreras gastadas.
Los vecinos lo señalaron como una persona agresiva, y manifestaron que todos en la zona sabían que abusaba de sus hijastras. Una de ellas, Clara, había dado a luz poco antes de la detención del criminal. Ella declaró que había tenido dos hijos con Grossi y que él mismo los había sacado vivos de la vivienda: decía que los llevaría a un orfanato.
Grossi dijo que nada sabía de los partos de sus hijastras. Pero las pruebas lo arrinconaron. La Justicia dio por acreditados tres infanticidios. Se le imputó haber incinerado a otra media docena de chicos. Eso nunca se pudo probar.
Tres momentos
Terrible hallazgo
- Restos en la quema: El 29 de mayo de 1896 la policía encontró los restos de un recién nacido dentro de una bolsa; les habían fracturado el cráneo. Dos años después, en el mismo lugar, se repitió el hallazgo
Pistas certeras
- Tras el rastro de las ropas: La policía identificó, a partir de prendas viejas, qué carro había llevado la basura a la quema donde apareció el bebe muerto; la pista los condujo a la casa donde vivían Grossi y su familia
Pena de muerte
- Frente al pelotón: Grossi negó los crímenes y dijo que sus hijastras habían dado a luz a esos bebés, fruto de relaciones con sus amantes, y que los habían matado por la "deshonra"; no le creyeron
Cayetano Grossi (carrero italiano)
- Nacido en Bonifati, Cosenza, en 1854, y con 24 años llegó a Buenos Aires. En Italia había dejado mujer y dos hijos. Rápidamente encontró trabajo en el transporte de cargas en carro en la zona del puerto. Convivió con Rosa Ponce de Nicola, las dos hijas mayores de la mujer (Clara y Catalina) y tres hijos menores
- El 10 de mayo de 1898 fue detenido. La policía llegó hasta él siguiendo la pista de las prendas de vestir que envolvían los restos mutilados de un recién nacido. Rápidamente se lo acusó del homicidio de al menos otros dos neonatos, concebidos por sus hijastras
- Fue condenado a muerte y fusilado en la vieja Penitenciaría Nacional de Las Heras
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