Basado en un régimen violento, fragmentado e impune, el narcotráfico mostró en Rosario su capacidad para desafiar el poder del Estado
Estaba agachado y abrazaba a su novia, la consolaba. Era la hermana del hombre que hacía pocos minutos acababan de acribillar dentro de un BMW blanco, donde iba con su pareja y su hija bebé. A ellas no les rozó ninguna bala.
Claudio Cantero, en ese momento el líder de Los Monos, miraba la escena del crimen como si estuviese en otro lugar. Vestía una chomba piqué gris con rayas negras y un jean gastado. Su pelo oscuro enrulado, herencia de su padre, estaba como siempre, domado con antifrizz.
Pájaro estaba ahí y casi nadie lo había percibido, a unos tres metros del cadáver de su cuñado, que se presume que Los Monos, su banda, había mandado a ejecutar con dos sicarios. Se lo veía aplomado, tratando de dar tranquilidad a su pareja, después de que acribillaran a Martín Pazese 8 de setiembre de 2012 en el macrocentro de Rosario.
El único rasgo que rompía ese perfil infranqueable no era su mirada, que parecía remontarse más allá del cuerpo que yacía dentro del auto, sino el gesto de morderse el labio en silencio, como si las palabras sobraran.
La escena mostraba por primera vez las cicatrices que iba a dejar el narcotráfico en las calles de Rosario, una ciudad donde la sangre fue el único árbitro para ordenar un negocio millonario como la venta de drogas, cuyos dividendos no quedan en los suburbios donde se libran las batallas, sino que se multiplican en fondos de inversión, bonos, dólares blue, bolsas de billetes y ladrillos.
Ese rasgo era novedoso y a la vez despiadado, porque hasta la aparición de Los Monos los que habían mandado en el negocio de la droga nunca se habían manchado con sangre. Los Monos habían cambiado el negocio y desafiaban al propio Estado con una violencia implacable que se valía de algo simple: un chico subido a una moto que disparaba, mataba y huía. Cuántos querían ser ese pibe rabioso que liberaba su bronca con una pistola 9 milímetros contra alguien que ni sabía quién era.
La muerte del Fantasma Paz se inscribía como prólogo de una guerra que se había declarado en ese instante aunque nadie fuera consciente de ello, ni siquiera el policía que le pidió aquella tarde soleada al líder de Los Monos que firmara como testigo el acta de la pericia balística, que se adjuntaría al expediente 913/12, que llevó a sus hermanos a la cárcel.
Luis Paz, el papá del muerto, recuperó entre la ropa ensangrentada de su hijo una libretita que contenía nombres y montos de dinero que le daban indicios claros sobre a quiénes tenía que cobrar las acreencias que había generado su hijo narco y prestamista. Hacía unos años Paz había intentado encarrilar al Fantasma. Lo mandó al campo de un pariente en Pueblo Esther para alejarlo de ese mundo.
La imagen de su hijo destrozado a balazos garantizaba que ni la penitencia ni los consejos habían funcionado para nadie, ni para su hijo ni para él. Porque esa libretita se transformaría para el exmanager de box en el pasaporte para convertirse en uno de los narcos más pesados y desatar una guerra que aún no terminó.
Pájaro Cantero está sepultado en una tumba en el cementerio de Villa Gobernador Gálvez. Lo asesinaron ocho meses después en la puerta de un boliche. Como ocurrió con el crimen del Fantasma, la justicia nunca detectó a los autores del asesinato del líder de Los Monos. La propia familia se encargó de matar a todos aquellos sobre los que tenía una mínima sospecha. Familias enteras, como los César o los Bassi. El Pájaro no pudo disfrutar los beneficios de la construcción de ese imperio, ni sus hermanos Guille y Monchi, que estarán presos por décadas. Paz también está en la cárcel, lejos de Rosario, en Rawson. Pero la sangre corre igual que siempre, alimentada por el "orden" que aplican las balas. La muerte perdió valor hasta para vengarse. Se hizo banal.
Ocho años después del crimen del Fantasma Paz, que podría servir como un mojón en la historia reciente del narcotráfico en Rosario, la violencia es lo único estable. Esa élite que comandaba el negocio se derramó en "emprendedores" armados. Jóvenes nacidos y criados con autos lujosos y una pistola 9 milímetros en la cintura se consagran como el molde del triunfador que tiene el poder fragmentado y momentáneo, pero que en su pequeño territorio es el que manda frente al "gil" –como lo llaman–, aquel que trabaja, por ejemplo, en una obra de construcción, señala el psicólogo Horacio Tabares, de la fundación Vínculos.
Ese protagonista manda de manera efímera porque su vida es corta. La carrera termina de manera abrupta en la cárcel o con la muerte.
La política entra de prestado en los territorios dominados por el narcotráfico. El rol del antiguo puntero mutó en el narco que es hoy quien habilita el ingreso pacífico al barrio
La historia de Jorgelina Selerpe es un caso testigo. Junto a su exnovio Alan Funes, ambos procesados por asociación ilícita y tráfico de drogas, se ajustan a ese perfil. Chipi, como la llaman, es la tercera generación Selerpe en el narcotráfico. Su abuelo y su padre fueron pioneros en la instalación de las cocinas de cocaína en Rosario. Allí trabajaba su tío Domingo y también Rosa, la madre de esta joven que se crió junto a los bidones de ácidos clorhídrico y sulfúrico, éter y acetona, los precursores químicos que usaban en esa casa para transformar en cocaína la pasta base que les llegaba de Bolivia. Esta nueva generación de narcos tiene otra matriz que sus antecesores. No vivieron en la pobreza ni la marginación. La herencia es seguir siendo el más malo del barrio. Y mostrar ese poder con violencia. El Estado es débil para competir con ese submundo que salió de las sombras de la clandestinidad.
La política entra de prestado en los territorios dominados por el narcotráfico. El rol del antiguo puntero mutó en el narco que es hoy quien habilita el ingreso pacífico al barrio, teje acuerdos de convivencia con la policía y controla parte del tejido social. La investigadora mexicana Lilian Paola señala en Las fronteras de la narcocultura que "el narco" no es solo una imagen identificada por el conjunto social, sino que pasó a ser una categoría social objetiva. Esta relación aparece en un escenario de impunidad e ilegalidad, que se configura en un orden paralelo al poder legitimado. "La mezcla de impunidad, armas de fuego y sensación de poder generan contextos de transgresión inadmisibles", advierte.
La relación entre el narcotraficante y puntero Daniel Celis con el exintendente de Paraná Sergio Varisco muestra cómo esa relación detectada por la justicia federal, que terminó con la condena al dirigente radical a seis años y seis meses de prisión, envuelve ese vínculo por fuera del esquema de un negocio criminal y alcanza otros horizontes, como el despliegue territorial de la política. El peligro radica en que en este esquema ambos se necesitan.
El Estado llega con dinero a través de programas sociales, pero no tiene capital propio ni decisión para enfrentar un problema que trasciende una cuestión de seguridad pública. Asoma así la mirada de que romper ese esquema hoy puede generar más tensiones que soluciones, sobre todo en conurbanos populosos como Buenos Aires, Rosario y Córdoba.
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