No queda nadie tras las rejas por el asesinato del reportero gráfico, ocurrido en enero de 1997, en Pinamar, en un golpe de la policía bonaerense y Alfredo Yabrán contra el periodismo
El gobernador Eduardo Duhalde era –quizás aún lo es– fanático de la pesca; cada vez que podía, iba a la laguna Salada Grande, o la de los Horcones, en General Madariaga. Por eso, cuando la información llegó a sus oídos, y superó el primer impacto y la estupefacción, su primera conclusión fue: "Me tiraron un muerto". Ese muerto era José Luis Cabezas, el fotógrafo de la Revista Noticias, asesinado la madrugada del 25 de enero de 1997 de dos tiros en la cabeza y hallado dentro de su auto, carbonizado, en una cava a la altura del kilómetro 385 de la ruta 11, a un palmo de la entrada principal a Pinamar.
El crimen de Cabezas fue un punto de inflexión para la historia política del país y la farragosa investigación del homicidio desnudó el nepotismo de la época y dejó expuesto al hombre que representaba el máximo poder detrás del poder: Alfredo Enrique Nallib Yabrán.
También terminó de dinamitar a la que el propio Duhalde había definido como "la mejor del mundo": la policía bonaerense. El homicidio del fotógrafo llevó al gobernador a desarticular la fuerza y dividirla en 18 partes, en un intento de atomizar para reducir su poder omnívoro, capaz de los hechos más abyectos.
A Cabezas, justamente, lo mató un policía: el subcomisario Gustavo Prellezo, que entre bambalinas trabajaba para Gregorio Ríos, jefe de la custodia de Yabrán, el poderosísimo empresario que se ufanaba de controlar todas las entradas y salidas del país, el hombre que odiaba a los periodistas, que quería ser invisible y que afirmaba que, para él, que le sacaran una foto era como si le dieran "un tiro en la cabeza". Fue un karma: así ejecutaron a José Luis, y así acabaría con su vida este entrerriano hijo de libaneses el 20 de mayo de 1998, cuando una partida policial iba a buscarlo a una de sus estancias, cerca de su Larroque natal, para detenerlo como ideólogo del homicidio del reportero que, con su teleobjetivo, le había revelado su rostro a la Argentina, en febrero de 1996.
Aquel verano de 1997, Cabezas era uno de los enviados de Noticias a Pinamar, que esos años rivalizaba con Punta del Este como epicentro de la presencia del poder político y económico, lo que justificaba la presencia masiva de los equipos periodísticos más importantes del país. No era solo la presencia del público y la frivolidad: en el balneario también se decidía el presente y el futuro de la Argentina.
El 25 de enero era una de esas ocasiones especiales: Oscar Andreani, poderoso empresario telepostal, cumplía años. El festejo era uno de los eventos de la temporada, con 200 invitados. Y allí fueron Cabezas y su compañero, Gabriel Michi, el mismo que un año antes había obtenido los datos necesarios para encontrar a Yabrán en una caminata por la playa con su esposa, María Cristina Pérez. José Luis se quedó casi hasta el final. Pasadas las 4.30 sonó su radiomensaje; poco después, salió de la mansión con la cámara Nikon F4 colgada del hombre y las llaves del Ford Fiesta blanco que les había alquilado la editorial para moverse en la cobertura. Afuera, en vehículos y puntos estratégicos, varios hombres esperaban y acechaban. Eran Prellezo y cuatro bribones de la localidad platense de Los Hornos a los que el policía les iba a encargar unos "trabajos": Sergio González, José Luis Auge, Horacio Braga y Héctor Retana.
Pasadas las 5.10, cuando Cabezas llegaba a la casa donde lo esperaban su esposa, Cristina Robledo, y la pequeña Candela, de 2, cuatro tipos lo sorprendieron, le pegaron y lo metieron en el asiento trasero del Fiesta; al volante se colocó González, mientras Braga apuntaba al fotógrafo con un revólver calibre 32 y lo amenazaba: "Esto es por meterte con la cana". Enseguida arrancaron detrás del Fiat Uno en el que habían llegado al lugar donde tenían previsto ejecutar el secuestro, en el que iban los otros tres.
Ya aclaraba cuando la caravana salió a la ruta 11 y giró hacia el norte. En el mojón del kilómetro 385 giraron a la izquierda y se internaron en el camino rural. Siguieron campo adentro, hasta que vieron una pickup y decidieron doblar en U. A los 600 metros encontraron la cava. Allí ejecutarían el escarmiento.
El propio Prellezo bajó el Fiesta para dejarlo dentro de la excavación. Nunca se sabrá con certeza, pero no es difícil imaginar ese minuto o dos en el que Cabezas, resignado y aterrorizado, solo podía esperar que todo eso no fuese más que una bestial amenaza, una pesadilla que se acabaría cuando saliera el sol del verano. Pero no. Uno de los Horneros le entregó al subcomisario un par de esposas y el 32; le ordenaron al fotógrafo arrodillarse y mirar al piso. Un tiro. Otro. Y pájaros que se espabilaron más allá del alambrado y de los pajonales.
Los movimientos se aceleraron, había que terminar la faena. Los Horneros, meses después, dirían que Prellezo hizo casi todo, excepto encender el combustible con el que el policía ya había rociado el Ford Fiesta en el que José Luis Cabezas había sido colocado, ya muerto, en el asiento del acompañante. El coche ardió, y rápidamente la columna de humo negro se elevó en el cielo celeste. El más conmocionante crimen del fin del siglo en la Argentina estaba consumado.
Rápidamente, la bonaerense hizo lo que mejor sabía hacer en esos tiempos: buscar perejiles a los que atribuirles el crimen, tratar de cerrar rápido el caso y salir lo más limpios posible. ""
Fue un golpe demoledor para el país. También para los periodistas, que en aquellas primeras semanas en Pinamar se movían en grupo en la cobertura del caso. La indefinición del móvil del crimen no podía ocultar que, cualquiera fuese el ideólogo, a Cabezas lo habían matado por hacer su trabajo. Las empresas de medios asignaron al seguimiento de las alternativas del caso recursos humanos y económicos que ya no volverían a volcar, al menos no en semejante volumen y extensión de tiempo.
Rápidamente, la bonaerense hizo lo que mejor sabía hacer en esos tiempos: buscar "perejiles" a los que atribuirles el crimen, tratar de cerrar rápido el caso y salir lo más limpios posible. Enseguida le cayeron encima a Margarita Di Tullio, alias "Pepita la pistolera", mote que se había ganado cuando mató a tres ladrones que entraron a su casa en Mar del Plata; junto con la mujer a la que manejaba cabarets en las zonas turbias del balneario cayeron otros rufianes de poca monta: Sergio Pedro Villegas, Flavio Steck, Juan Domingo Dominichetti y Luis Martínez Maidana, el Uruguayo, en cuya casa, dentro de una caja de zapatos, apareció el revólver calibre 32 que rápidamente los investigadores policiales señalaron como el arma homicida.
Pero mientras la bonaerense intentaba encandilar al juez José Luis Macchi y a la opinión pública con la variopinta Banda de los Pepitos y la teoría de un crimen ordinario, cerca de La Plata, el testigo Rubén de Elía escuchaba de boca de los "horneros" Auge y Retana la tremenda confesión: ellos habían participado del homicidio del fotógrafo bajo las órdenes de Prellezo.
Los hechos se precipitaron: se encontró el nexo entre el policía y Gregorio Ríos, el jefe de la custodia de Yabrán; el Excalibur, sistema informático que permitía realizar precisos entrecruzamientos de llamadas, no solo precisaría esos contactos sino, además, un vínculo que el gobierno de Carlos Menem se afanaba en negar: aparecieron cientos de comunicaciones entre el magnate telepostal y Elías Jassan, ministro de Justicia. También se supo que el propio jefe de la comisaría de Pinamar, Alberto "la Liebre" Gómez, había "liberado la zona" para que Prellezo y Los Horneros ejecutaran su diabólico plan. Otros policías, como Sergio Camaratta y Aníbal Luna, también quedaron dentro del círculo de los acusados.
Gregorio Ríos fue la puerta a través de la cual la investigación se enfocó en Yabrán. Indagado en octubre de 1997, ya no gozó más del halo de invisibilidad del que se jactaba y perdió también cualquier posibilidad de cobertura judicial o política de alto nivel. En mayo del año siguiente el juez Macchi ordenó su detención. El poderoso cartero se convirtió en el prófugo más buscado de la Argentina hasta que, rodeado, se descerrajó un tiro de escopeta en la boca en una de sus estancias de Entre Ríos.
Al resto los condenaron a todos: Ríos y todos los policías recibieron la pena de prisión perpetua; los Horneros también, aunque luego les bajaron el monto a cumplir. Salvo Retana, que murió en prisión, el resto salió de la cárcel uno tras otro. Ya no queda nadie tras las rejas por el homicidio de José Luis Cabezas, el hombre que fotografió al poder.
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