Análisis criminológico. Qué dicen la forma, el lugar y el contexto sobre las motivaciones del asesino del chico de 14 años en Córdoba
La escena del hecho aparece como “preseleccionada”, pues ofrecía la presencia de “armas de oportunidad” que pudieron ser usadas para concretar el homicidio; la cantidad de golpes denota un componente emocional de descarga de furia; la hipótesis del ataque por celos u odio, y todas sus derivaciones
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La escena del crimen siempre les “habla” a los investigadores. El cuerpo de la víctima, su posición, las heridas, también. El conmocionante caso del homicidio de Joaquín Sperani, un chico de solo 14 años asesinado a golpes en una casa abandonada de Laboulaye, una ciudad de la zona agroproductora del sur de Córdoba, presuntamente a manos de su mejor amigo, de 13 años, no escapa a esa lógica.
En este hecho la escena del crimen impresiona como preseleccionada, especialmente por el tipo de armas de oportunidad que habitualmente pueden ser halladas allí: pedazos de hormigón y una barra de hierro.
Muchas veces las víctimas son llevadas bajo engaño. Cuando el victimario es más bajo, eventualmente espera a que la víctima se agache o esté de espaldas; en este último caso, la dirección de los golpes, de abajo hacia arriba, se combina con lesiones rectas y más potentes porque ya está dominada y sometida en el suelo.
En el caso de Laboulaye, L. era no solo más chico que Joaquín, sino físicamente más pequeño; además, la víctima practicaba artes marciales, lo que implicaba que tenía rudimentos como para defenderse de un ataque franco y de frente, y la relación de amistad de larga data que los unía hacía evidente que el victimario sabía que no tendría posibilidades. En situaciones así, el factor sorpresa y la traición juegan un papel preponderante para vulnerar a las víctimas.
Las 18 lesiones en el cráneo de la víctima –sin importar el tipo de arma utilizada para producirlas–, hablan de un exceso en el propósito de matar, van más allá y reflejan un componente emocional de descarga de ira, furia u odio hacia el sujeto del ataque. La calidad y cantidad de las lesiones traducen un enojo directo, cercano y personal. Muchas veces, los autores de hechos violentos se llevan una pertenencia de la víctima a modo de trofeos para rememorar el hecho en el futuro.
L. se llevó consigo el celular de su amigo; lo advirtió el propio padre de la víctima, que lo reconoció en un video de los últimos minutos de vida de su hijo. Ese teléfono, además, puede contener alguna otra clave para desentrañar la motivación homicida.
Las motivaciones pueden variar entre las hipótesis de celos, envidia o de ver a la víctima como una “carga”, sea por la relación de amistad que mantenía con el victimario o por la molestia ante la posibilidad de ser, también, humillado por otros en un eventual contexto de bullying.
Según pudo saberse en la presente investigación, L. era objeto de comparaciones con Joaquín, al que todos describían como “callado e introvertido”, pero básicamente “bueno”. Su familia sostuvo que era sometido a situaciones de bullying en la escuela, y eso quizás explique que haya comenzado a practicar taekwondo para aprender a defenderse. En ese sentido debe entenderse, en el análisis, la posibilidad de que el victimario sintiera que él podía pasar a ser víctima del hostigamiento, en lugar de su amigo.
Asimismo, la hipótesis de los celos por enamoramiento tendría que presentar signos en la posición final del cadáver colocado por el o los victimarios; en esos casos habitualmente se “teatraliza” una pose artificial, pero con connotación sexual y denigrante.
Se sabe que Joaquín y L. eran mejores amigos, compañeros de toda la vida, y que hacían casi todo juntos. Ellos compartían tiempo con una chica, y por eso les decían “los tres mosqueteros”. También trascendió que en las últimas semanas algo ocurrió entre aquellos dos varones adolescentes, que dejaron de sentarse juntos. Ahí hay una posible clave.
El secreto de sumario que el juez de menores impuso en la causa impide, en este análisis criminológico, evaluar la vestimenta con la que el presunto homicida regresó a la escuela: eventuales manchas de sangre, el color de la ropa que usaba –que, de ser oscura, podría haber hecho que los hipotéticos rastros hemáticos pasaran desapercibidos–, que se hubiera sacado la campera o la hubiera intercambiado por otra guardada en la mochila. Tampoco se conocen públicamente datos detallados de la operación de autopsia o de estudios complementarios anatomopatológicos. Son datos cruciales para la interpretación.
¿Más sospechosos?
Aunque los investigadores cordobeses están convencidos de que el homicidio de Joaquín Sperani fue obra de un asesino solitario, no se descarta la posibilidad de cómplices.
Ausencias inesperadas o aún inexplicadas en horas que coincidan con los sucesos criminales bajo análisis, en especial, de aquellos que eventualmente solían hostigar a la víctima, deben ser un llamado de atención. Probablemente, los investigadores puedan levantar rastros de huellas dactilares de fuentes o personas desconocidas y cotejarlos, es decir, compararlos con las huellas digitales de personas identificadas con las suyas en los conocidos “pianitos” donde dejamos impresiones de las huellas de los dedos.
Si la casa abandonada en la que apareció el cadáver del chico era un lugar donde, según los vecinos de la zona, los adolescentes se adentraban habitualmente, sea en plan de diversión o con otros fines, es probable que haya un exceso de huellas. Por eso, el cruce de esa información con otra relativa a la víctima y a su círculo más cercano podría ser crucial y merecerá una pesquisa más profunda.
La experiencia entrevistando a personas recluidas de su libertad por crímenes violentos me ha demostrado que, a veces, incluso siendo más bajo de estatura y con un profundo vínculo afectuoso de amistad, alguien puede degollar a otro con un simple cuchillo de cocina y con un solo corte sin retomas o múltiples intentos, porque la fuerza por ira por venganza puede ser tan enorme que esas escenas presentaban un cadáver más afín al de un caso de decapitación.
Las víctimas de bullying u hostigamiento en cualquiera de sus formas (insultos, humillaciones, vacíos, rumores maliciosos o apodos ofensivos por parte de sus pares en la escuela) pasan por procesos de estrés crónico, tristeza, depresión, frustración y vergüenza por sus rasgos evidentes e inmutables, sumado al aislamiento social. Llegan, incluso, a autoexcluirse de las redes sociales por temor a que lo que padecen se prolongue en el ciberbullying y su sufrimiento se magnifique en el ciberespacio, pasando a ser chicos retraídos y casi invisibles, salvo cuando son hostigados. Otra vez, quizás la práctica de artes marciales haya sido, para Joaquín Sperani, un salvavidas, más que un pasatiempo.
La gravedad de estas conductas antisociales pareciera resultar indiferente en algunos establecimientos escolares que, por acción u omisión, deciden no activar protocolos o reprender a los hostigadores, generando una especie de apoyo social a esta agresión sostenida en el tiempo, como si estuviesen alentándola frente a los otros.
Hay países donde, como corresponde, se las considera una problemática seria y se recurre a diversas propuestas restaurativas, entre las que está la del criminólogo australiano John Braithwaite sobre la “vergüenza reintegrativa”, en la que, como consecuencia de sus actos, a los hostigadores se les hace sentir que entre sus pares esta conducta es vergonzosa y reprochable, sin condenarlos a ellos como personas, porque las personas aprenden del error y cambian, mucho más a esa edad.
Porque es “reintegrativa”, la propuesta es volver a integrar de un modo conciliatorio, fomentando la empatía con los sentimientos de las personas y humanizándolas, fortificando los lazos sociales y aprendiendo a respetar lo que perciben como diferente, evitando caer en la “vergüenza desintegrativa” y destructiva que el propio bullying trae aparejado.