A todo o nada. Sin perspectiva de futuro, los delincuentes juveniles quieren vivir a lo grande el día a día y no temen apretar el gatillo
En las zonas más deprimidas de los grandes centros urbanos, el negocio del delito y de la muerte se convirtió en un camino para precoces criminales
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“Si la muerte llega, bienvenida sea”, es una de las máximas de Luciano Jesús González. A los 18 años, su impudicia a la hora de definirse como un ladrón, el desprecio por la vida ajena con la que actúa para conseguir ya lo que quiere, convierte en un oxímoron la ternura que podría provocar su apodo de Lucianito. Por estas horas está escondido en algún lado, mientras la policía bonaerense lo busca como autor del homicidio del poderoso empresario agropecuario Andrés Blaquier.
Seguramente no sabía quién era el hombre que, acompañado por su esposa, circulaba por la Panamericana, a la altura de Pilar. Solo le interesaba tener la moto en la que iba la pareja, una BMW de más de 40 mil dólares. Su medio para poseerla no fue el esfuerzo, sino la violencia: no dudó en dispararle en el pecho al conductor de la moto. Tirar a matar para obtener lo que quería.
La historia de Lucianito resume la de muchos adolescentes que, volcados al delito, salen hoy a todo o nada. Lo que quieren, lo quieren ya, y a cualquier costo. Las vidas de los demás, en ese camino, son para ellos simplemente un obstáculo. No buscan planificar un futuro, construir una carrera, la contención de una familia. El estudio, el trabajo formal, no forman parte de su menú de herramientas formales. Prefieren vivir a lo grande el día a día, sin mirar allá lejos, donde no ven que haya nada interesante o valioso para ellos.
En un contexto del país en el que la pobreza alcanza al 42% de la población, en el que las expectativas de progreso son inciertas, en el que el mundo del estudio y del trabajo se vuelve ajeno para una amplísima franja de jóvenes, el delito se convierte tanto en un medio como en un fin, en un escenario de presente eterno. Vivir rápido, tener todo ya y no temer a la muerte es el terrible paradigma que han comenzado a abrazar menores y adolescentes atraídos por la riqueza instantánea que les provee el poder del arma en sus manos y el estatus que eso les granjea en entornos dominados por el crimen mínimamente organizado.
Ese arquetipo de “pibe chorro” que vive “rápido y furioso”, para quien “volverse viejo” es una idea que no forma parte, en absoluto, de sus expectactivas, es una daga clavada en las entrañas de la sociedad. Es lo que se ve, hoy, en vastas zonas del conurbano en las que el Estado formal es una entelequia. Es lo que se ve, por ejemplo, en Rosario y su periferia, atravesadas por la sangrienta actividad de las bandas narcos que fueron formadoras de “soldaditos” y de “sicarios” que, atraídos por el dinero fácil, se ofrecen como mano de obra (a veces, incluso barata) para todo tipo de actividad criminal: amenazas, atentados, crímenes.
Allí, en Rosario, como en las zonas más pesadas del Gran Buenos Aires, el negocio de la muerte se convirtió en una salida laboral; el crimen organizado abre sus brazos a contingentes de pibes pobres, sin estudios y sin expectativas de construirse un futuro.
En un reciente artículo del periodista Germán de los Santos, Horacio Tabares, psicólogo que desde hace más de dos décadas estudia el fenómeno del consumo de drogas y violencia, reflexionaba: “Estos jóvenes son instrumentos del narco, que busca chicos con escasa formación, pobres, marginales, que muchas veces no tienen ni siquiera capacidad para evaluar una situación de riesgo extremo y cuya expectativa de vida no supera los 25 años”.
Tabares, que dirige la ONG Vínculos y es autor de varios libros –entre ellos, Vulnerabilidades, orden social y consumos–, concluyó: “Es un error pensar el problema narco sin observar el fenómeno cultural que genera, con jóvenes que aspiran a tener un arma y una moto que los prestigia en esos ámbitos absorbidos por el negocio de la droga”.
La visión del psicólogo e investigador, enfocada en la dramática realidad rosarina, es extrapolable. “Ladrón yo, papi”, posteó Lucianito sobre una foto suya, en la que aparece sobre una moto enduro, con una pistola; posó en otra, con su torso desnudo, el tatuaje del signo $ en su costal izquierdo y dos pistolas calzadas a la cintura de su pantalón de jogging. Imágenes que declaman un estilo de vida. El de tantos que, como él, viven para el hoy, a lo grande, y sin dudar en apretar el gatillo.
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