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Sin pedir permiso, mi teléfono me envía (con música de fondo incluida) un álbum de recuerdos que arma azarosamente (o no tanto) para mí, a partir de las infinitas fotos que tengo almacenadas. Hay que admitir que aplica ciertos criterios. Suele acertar en la elección de caras que reconoce como amigas, de mascotas y ni hablar de las extensas recopilaciones de viajes cuando en medio del calor porteño me seduce con un “Roma, 2022″ y me muestra enfundada en una campera con gorro de lana siendo feliz en pleno Foro romano. Otras veces, también con una intuición algorítmica envidiable, me trae recuerdos de las últimas cinco o seis fotos que tengo con mi padre o de nuestra gatita Jackie, que murió hace algunos años, y en el mismo instante que las veo me hace sonreír y llorar. Indefectiblemente.
¿Dónde han quedado los viejos álbumes familiares? ¿Esos pesados y gruesos que se agrupaban uno junto al otro en las bibliotecas y que salían de sus estantes ocasionalmente para espiar el pasado, para reconstruir las historias? Es que hubo un tiempo en el que se los podía encontrar casi como norma en cada biblioteca o en la mesa del living.
En una publicación académica de cultura y estética, una experta de la Universidad de Copenhague confirma una vieja sospecha sobre el asunto: “El contenido de las fotos familiares estaba dominado por ocasiones de celebración, como bodas, cumpleaños y vacaciones. Pocas familias se proponen registrar el aspecto de la vida cotidiana, como las cocinas desordenadas o las camas deshechas. Menos aún hicieron registros visuales de momentos emocionalmente difíciles o utilizaron la cámara para autoestudio psicológico o terapia”.
¿Cómo se veía mi cuarto de la infancia desordenado? ¿Cómo fue la cara de mi madre cuando se enteró de la muerte de su padre? Hay cosas que requieren que apelemos a la memoria, no hay fotos de eso. ¿Seguirá todo ahí?
Más adelante, la experta se pregunta si podemos hablar de una estética que agrupe a estos álbumes de fotos, si es posible hallar una continuidad desde sus comienzos en el siglo 19 hasta su pico de popularidad entre las décadas del sesenta y del ochenta, continuidad que los antropólogos llaman “Cultura Kodak”.
Los míos deben estar en alguna caja que fui llevando conmigo en sucesivas mudanzas; ya no ocupan su lugar en una biblioteca. Algunos están completos y en otros fui arrancando a mi conveniencia fotos que quise copiar o mostrar en otro marco (literalmente a veces) o simplemente prohibir. Mi padre, que clasificaba cuidadosamente los negativos anotando fecha, número y lo que contenía el rollo, nunca se ocupó de armar un álbum con las fotos que sacaba. Aunque todos teníamos una, fue mi padre con su Nikon con teleobjetivo (que le permitía lograr esos fondos fuera de foco que tanto me gustaban) el que se convirtió en fotógrafo oficial. Me gustaba su cámara, que permitía una metralla de disparos, y también cuando me indicaba con su mano sobre la mía cómo lograr el foco; ver a través de la lente con sus líneas negras y su círculo en el medio y creerme que entendía ese idioma visual de los grandes. Mi cámara de fotos de bolsillo, mucho más rudimentaria, apenas marcaba el encuadre con unas líneas blancas y hacía un ruidito medio plástico cuando disparaba.
Salvo por unas pocas fotos suyas jugando al rugby o posando con su auto nuevo, y a pesar de su interés por la fotografía, mi padre llegó a nuestra vida familiar sin álbumes de fotos. Mi madre, contaba con cajas de cientos de fotos sueltas en blanco y negro de su infancia y juventud.
En cambio yo fui la encargada de armar los álbumes de familia, que eran más bien una reconstrucción de nuestra historia tal como yo la entendía. Desde muy chica fui organizando nuestra vida juntos sin criterio temático ni orden cronológico. Sin embargo, por si algún día el paso del tiempo me conducía al olvido, coloqué con cuidado los nombres de los protagonistas, las fechas (salvo en aquellos papeles fotográficos que ya de por sí imprimían año y mes) y dejando asentados los lugares en que habían sido tomadas. Así, hay páginas con fotos que llevan leyendas del tipo Bautismo Carola, Mala mala – safari Sudáfrica, primer día de clases Doll’s House. Esta última me muestra en delantal cuadriculado blanco y celeste con mi nombre bordado, posando en la puerta de casa. En la mano llevo una valijita de lata en las que seguramente hay una chocolatada y unas galletitas Manon para el recreo. Se entremezclan otras fotos en blanco y negro del casamiento por civil de mis padres que titulé Casamiento Toti y mamá con letra cursiva en lapicera azul sobre pequeños papelitos rayados que recorté y pegué debajo de cada imagen.
No me entretienen esas reflexiones acerca de cómo la modernidad y las tecnologías modificaron nuestra vida. En nuestra cultura post Kodak debe haber padres e hijos que reconstruyen la historia familiar sin importar si es una carpeta con miles de archivos .jpg o cajas de fotos sueltas que incluyen polaroids descoloridas. Siempre va a llegar ese momento en el que, con más o menos nostalgia, necesitamos espiar y ordenar el pasado.
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