Los especialistas advierten que las redes pueden servir para escaparse de nuestro mundo interior y tapar vacíos; la importancia de encontrar un equilibrio saludable
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Son escenas que se repiten a diario en nuestros hogares. Livings tomados por adolescentes tirados en sillones hipnotizados con Tik Tok. Padres e hijos cenando con celulares en la mesa. “En casa estamos todos juntos, pero solos. Cada uno sumergido en su pantalla”, reconoce Juliana madre de tres adolescentes. “Me la paso diciendo apagá la computadora, soltá el teléfono. Pero también me lo digo a mí misma. Puedo ser viciada”.
Habitamos un mundo transformado por la revolución digital. La tecnología y su uso crece a un ritmo exponencial. Un usuario medio pasa siete horas por día conectado, el 42% del de su jornada (descontando la noche).
Las pantallas se colaron sin pedir permiso en la cena familiar, en la cama conyugal, en las reuniones con amigos. En todos lados. Estamos hiperconectados. ¿Pero de verdad comunicados?
Existe una riqueza inmensa en internet. “Las redes en pandemia fueron una fuente de encuentro valiosísima para cada uno de nosotros”, explica Paola Delbosco, presidenta de la Academia Nacional de Educación. “Con el Whatsapp obtenemos inmediatez y ahorramos tiempo. Los zooms laborales en muchas áreas y tareas efectivizan el trabajo. Ganamos horas al no trasladarnos, y somos capaces de construir una inteligencia colectiva con compañeros de distintos países comunicados en red”, agrega Alejandra Ordoñez, facilitadora de Axialent y coach.
Ni hablar del impacto positivo que tienen gestos inspiradores que se viralizan en las redes, como por ejemplo la fotografía de un niño de 6 años en Bucha (Ucrania) el año pasado, acercando comida a la tumba de su madre, que había fallecido de hambre y estrés. Imagen que conmovió al mundo y generó una oleada de ayuda humanitaria para esa familia y tantas otras.
Sin desconocer este enorme potencial positivo, los especialistas advierten sobre el riesgo en salud mental y vincular que conlleva el excesivo uso de los dispositivos. Del cual no se salva nadie. Y que repercute negativamente en nuestra calidad de vida al restarle tiempo a otras experiencias vitales que nos nutren. “La tecnología se apoderó de su dueño. Nos sentimos más poderosos manejando varias pantallas a la vez, sin darnos cuenta que hemos perdido libertad y autodominio”, dice Delbosco, quien reconoce que en sus investigaciones por la web se distrae con información poco relevante. Lo que la lleva a perder tiempo y profundidad.
Pausa y reflexión
El desafío –dicen- está en animarnos a pensar cuánto nos acercan y cuánto nos alejan. En encontrar ese famoso término medio. “Ni la tecnofobia, ni la tecnoidolatría. La tecnosabiduría”, sintetiza Ordoñez. “Valorar todo su potencial y volvernos protagonistas. Elegir cuándo contestar un mensaje y cuándo no. El jefe inoportuno que envía notificaciones a las 10 de la noche va a estar siempre”, agrega.
Reconocer que la excesiva exposición a nuestras pantallas genera distracción conspirando con nuestra comunicación, concentración y productividad, ya es un primer paso. Así como también preguntarnos a qué responde la obsesión de mirar nuestros dispositivos a cada rato.
¿Ansiedad, compulsión? Matías Muñoz, psicólogo especializados en vínculos y autor de “El cambio está en la mirada” y Juan Pablo Berra, profesor en filosofía y miembro de la Fundación Vincular, explican lo que hay detrás de esa sensación malsana de urgencia e instantaneidad que nos hace correr tras un espejismo: la necesidad de estar presentes en todo lo que ocurre para no quedarnos afuera sin saber bien de qué. Patología que ya tiene nombre propio: FOMO (Fear of missing out o temor a perderse algo). Una adicción a la adrenalina, a la novedad que produce un efecto placentero. Que siempre pide más.
Escapismos
Pero existe otro peligro quizás mayor: que lo virtual sirva de escapismo para desconectarnos de nuestro mundo interno, allí donde anidan sentimientos tal vez amenazantes. De los cuales rajamos. “Sin conexión con uno tampoco habrá intimidad con el otro. Vivimos contestando mensajes, poniendo likes. Nos volcamos afuera en vez de bucear adentro. A quienes nos cuestan expresar las emociones, las pantallas son una excusa perfecta para no hablar, escuchar, sentir o mirar”, dice Muñoz. Sustrayendo el cuerpo que con sus abrazos, caricias y miradas puede comunicar más que mil palabras.
Las redes pueden colaborar también a tapar nuestros vacíos e insatisfacciones más profundas porque no sabemos qué hacer con ellas. Mejor ignorarlas. Tampoco nos permiten aburrirnos. “Queda trunca la auténtica creatividad que brota del aburrimiento”, señala Christian Plebst, psiquiatra de adultos e infantojuvenil.
Según un estudio de Stadista, WhatsApp se colocó como la red social preferida por los internautas argentinos, con cerca del 95% de los usuarios de internet. Le siguieron Instagram y Facebook como las redes sociales más populares en la Argentina, ambas con una participación de más del 85%.
Muchas veces estas apps pueden arrastrarnos a mirar compulsivamente la vida de otros para no ver la propia. Y a buscar reconocimiento a través de seguidores. ¿Por qué y para qué? En definitiva, para ser tenidos en cuenta. Queremos amigos pero cosechamos contactos. “Todos los seres humanos tenemos una tremenda necesidad de cultivar vínculos profundos que no se miden por la extensión, cantidad o rapidez. La experiencia de encuentro es una danza tranquila donde dos se mueven al compás de la escucha y la palabra”, añade Berra. Que bien podría darse en un zoom aunque siempre estará ausente la riqueza que añade el cuerpo: percibir, tocar, o mirar a los ojos.
Desafíos
Pero si vivimos más conscientes de cuánto ganamos con la virtualidad y cuánto perdemos por estar hiperconectados podremos surfear la ola. Y salir fortalecidos. Encontrando un equilibrio y posibles caminos de transformación. Siendo protagonistas, eligiendo cómo utilizarlas. Y estableciendo pautas de higiene: en el hogar, acordar dónde, cuándo y cuánto usarlas. No en la mesa, no en la cama matrimonial, no en el auto. Reeducando la curiosidad poco fecunda. Ejercitar la espera que puede implicar conversar con un hijo en la sala de espera de un consultorio soltando el celular. Y poner creatividad: en el trabajo, dejar los aparatos en una canasta al comenzar una reunión con el fin de estar plenamente presentes. U organizar un retiro laboral “détox” (tecnología cero).
Ni hablar si nos animamos a algo tan contracultural como proponer en la casa domingos (o medio día) sin pantallas. Apuesta que intentaron Josefina e Ignacio, padres de cuatro chicos. “A veces lo logramos, otras veces no. Pero en el intento ganamos todos, jugamos más a las cartas, leemos y las sobremesas se alargan”. El reto es importante, pero está a nuestro alcance. Y vale la pena intentarlo. Podemos convertirnos en amos de nuestros celulares y no en sus esclavos.
Para estar atentos
- Un usuario medio pasa 7 horas por día conectado, o sea el 42 % de su día despierto.
- Las plataformas de redes sociales casi triplicaron sus usuarios en la última década, pasando de 970 millones en 2010 a 381.000 millones en 2020 (Global Web Index)
- Las redes sociales crecen a un ritmo del 15% anual: hay 1.3 millones de nuevos usuarios por año.
- Un usuario medio tiene 8 cuentas en diferentes redes, un 83% más que las que hace ocho años (5 cuentas).
- Si bien la recomendación de Unicef es que los niños de 0 a 2 no usen pantallas en absoluto, el 54% las utilizan.
- En nuestros hogares el 34% de padres e hijos usan las pantallas merendando; un 24% cenando y un 21% desayunando.
Brecha generacional
Dentro de la complejidad que supone analizar el buen y mal uso de las redes se impone una realidad: la brecha generacional. Para quienes superamos los 40, el uso constante y permanente de Twitter o Instagram, es vivido como un empobrecimiento en la calidad de la comunicación. “Para los nativos digitales no. Son su medio natural y espontáneo para comunicar casi todo: lo que piensan, lo que los hace vibrar, emocionar, entristecer o alegrar”, reflexiona Ordoñez.
Como adultos tenemos dificultad para comprender el mundo (externo e interno) de nuestros niños y adolescentes. “Al no sentirse representados por padres y educadores, se encierran en sus aparatos”, afirma Plebst. No encuentran sentido a la currícula de la escuela. O no experimentan una verdadera validación en la casa. Deconectados de sus referentes; y se hiperconectan con sus pantallas. Toda una paradoja.
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