El silencio profundo nos conecta con la energía divina que habita en lo más hondo nuestro y ayuda a sanar
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Podríamos llamarlo el Ser con mayúscula, la fuente o nuestra esencia originaria. Alejarse de la rutina por una semana, apagar definitivamente el celular y sumergirse en una experiencia de profundo silencio y contemplación, rodeada de hectáreas de árboles pelados y hierbas secas que agita el viento nos conecta sí o sí con esa No hay manera de que no. ¿Cuál es el poder restaurador que tiene el silencio externo que se transforma, con el correr de los días, en uno interno más elocuente y potente?
Hace muchos años intento, no siempre con éxito, resguardar siete días al año para realizar ejercicios espirituales en comunidad en una bellísima residencia ubicada en Luján. Cuesta en el arranque apagar el móvil, no tener en la mesa de luz mi libro (no está permitido llevar lecturas), y sobre todo: no hablar. Durante unas horas, uno padece el molesto síndrome de abstinencia que con el correr del tiempo se va aplacando. Somos 60 personas que no nos conocemos y que hemos llegado hasta allí con el único fin de hacer una pausa prolongada, entrar y conectar, a través de la meditación y la percepción, con esa fuente divina donde reside nuestra esencia; nuestra mejor versión. Aunque auténticos desconocidos nos sabemos en un mismo barco y nos sentimos acompañados aun sin mediar palabra. Suena extraño. La consigna diaria de nuestra acompañante es ubicarnos en círculo, en una acogedora capilla de madera, para orar de manera contemplativa durante horas, sentados en banquitos o en sillas con la espalda erguida y salir de manera intercalada, varias veces en la jornada, a percibir la naturaleza. Desayunamos, almorzamos y cenamos en silencio, que se quiebra únicamente cuando cae el sol, y en ronda, se abre un espacio de compartida grupal. Habla el que lo desea; nadie interrumpe. Y al finalizar, volvemos a acallarnos.
El objetivo de esta semana es reconectar con lo divino que nos habita donde reside nuestra luz y bondad originaria. Recordar lo que en esencia somos. Ese núcleo sagrado donde también se alojan las heridas de la infancia que claman por salir.
A través de la meditación y la percepción corporal, nos ejercitamos en estar presentes en el aquí y ahora, y decidimos, deliberadamente, no poner el foco en los 55.000 pensamientos (de la vieja personalidad) que tenemos por día (¡sí, tantos!), esa mente rumiante que nos aturde. Cuando vienen, no nos enganchamos. Volvemos al cuerpo. No es tiempo de reflexionar. Sino de percibir. Posar la atención una y otra vez en la respiración hace que despertemos nuestra consciencia espiritual, aquella que observa la mente y las emociones pero que no se identifica con ella.
¿Por qué me resulta crucial dedicar una semana al año a esta práctica? Quizás porque como ninguna otra me permite darme tiempo y espacio para llorar lo que necesita ser sanado (está comprobado que tantas horas de meditación con una postura determinada libera el inconsciente). Pero aún más. Me regala la posibilidad de percibir el latir de la vida (la verdadera) que corre por mis venas, mi existencia “sagrada” y la de ese otro que tengo a mi lado. Reconozco que hay ratos de ansiedad donde está la tentación de salir corriendo (encontrarse con la sombra incomoda), pero prima la consolación, porque tomar contacto con nuestra esencia hace que la realidad se expanda y se dilate llena de amor. Los árboles, las hojas y mi propia vida. Son horas para atesorar, para abrazar a esa niña herida que reclama atención; y para disfrutar de ser y existir. Pues las exigencias del hacer y el tener pierden peso.
El tomar contacto con lo divino dentro, sana. Me gusta llamarlo directamente Dios. Aquel que me ama sin razones ni condiciones, y al que soy capaz de escuchar únicamente cuando me silencio. Me habla al oído en un tenue susurro con palabras llenas de consuelo y amor. Solo tengo que parar, callar, abrirme y vaciarme de juicios estériles, de creencias que me achican o de pensamientos negativos que me intoxican porque están llenos de culpa y exigencias. Esas voces que me aturden y me sacan de eje. Y que felizmente con los días de quietud se disuelven y dan lugar a algo nuevo. ¿Qué? Un vacío, un estado donde la energía se sutiliza y aparecen registros de dolor pero también de abundancia y gratitud; donde las tristezas pueden drenar con tranquilidad; donde puedo ver la realidad de siempre con mayor nitidez y color; agrandada, en 3D diría.
De regreso a mi hogar, entiendo que para sostener este estado de presencia y amorosidad requiero de disciplina. De sentarme cada mañana 20 minutos en el banquito a meditar; tomar contacto con mi cuerpo y con esa energía divina. Solo así soy capaz de transitar mis días conectada a la fuente y no a mi torpe ego. Si no pierdo la constancia puedo vivir despierta a seguir mi intuición, mi corazón; y no mi razón. Por supuesto que atravieso momentos de turbación; forma parte del camino de purificar el inconsciente. Mi anhelo es sanarme; ser lo que de verdad soy y no las mil máscaras con las que me defendí; escuchar la vida que corre por lo profundo y fluir con ella sin forzarla, desplegando a cada paso el don que traje para compartir con el mundo. Todo un desafío.
La buena noticia es que, si lo sostengo, me experimento más feliz y liviana. Hago menos, escucho más. Entiendo que lo que vibra dentro de mí, es lo que se materializa afuera en mi vida. Y esto me lleva a vivir con mayor responsabilidad.
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