Una empresa da cursos a sus empleados en los que experimentan las limitaciones que sufren las personas a las que cuidan
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Julenny Martínez trata de abrocharse los botones de la camisa de cuadros. Sus movimientos son torpes, las manos están temblorosas. Necesita tiempo. Un hombre la apremia: “Apurate, que tengo que hacer un montón de cosas”. Otro le dice: “Pero abrochalo bien, podés hacerlo sola”. Ella se va poniendo nerviosa por momentos. “Qué poca paciencia tenés hoy”, responde. Es auxiliar en una residencia. Lleva unos guantes que le provocan espasmos. Simulan Parkinson. Los dos hombres a su lado son formadores en un curso de empatía y ética. El objetivo es que ella y otros 15 compañeros se pongan en la piel de los mayores con dependencia a los que atienden cada día, aunque sea solo por unas horas.
El curso arranca a las nueve de la mañana y termina a las tres de la tarde. Los asistentes experimentan las limitaciones con las que conviven muchos mayores. Gafas para simular problemas de visión, tapones que dificultan la audición, unos auriculares que recrean la sensación de un ruido constante en el oído, y distintas férulas: un dolor de rodilla por aquí, rigidez de espalda por allá, problemas de cervicales, para andar.
Los casi 5.000 trabajadores de la empresa Vitalia participarán entre este año y el que viene en una jornada de este tipo. A lo largo de seis horas abordarán buenas prácticas y exacerbarán las malas, contarán que han sentido frustración, tristeza, impotencia, aislamiento, incluso algún impulso de agresividad. Habrán experimentado la situación desde el otro lado.
La cita es en una residencia de Madrid. Entre los 16 asistentes solo hay dos hombres. La mitad son auxiliares, los que se encargan de levantar a los mayores, de su aseo, de que coman, de su cuidado más directo. También hay dos directoras de residencia, dos trabajadoras de lavandería, una supervisora, una psicóloga y un empleado de mantenimiento.
Elena Maroto, subdirectora en un centro, comienza la jornada en una silla de ruedas, con un chaleco abdominal que la sujeta al respaldo. Durante las presentaciones, muchos asistentes dicen que lo que más les gusta del trabajo es ayudar a los demás. Cuentan algo personal, que el resto no sepa: hay una apicultora, una hipocondríaca, un fan de los Beatles... Los formadores son Fran Martínez y Alberto Jiménez, dos fisioterapeutas en residencias del grupo, además de Gustavo García, quien asesora a la empresa en temas de calidad y formación.
“Con la camisa sentía mucha impotencia, es algo que hago habitualmente y no podía hacerlo, y más con ayudantes como ustedes, que no ayudan. Si me presionan, me pongo nerviosa”, explicaba Julenny Martínez tras el ejercicio. Fran Martínez respondía: “La persona al primer y segundo día lo intenta pero a lo mejor al tercero baja los brazos para que le abrochen la camisa”.
Minutos antes, Patricia González, directora en un centro, había volcado un vaso de agua cuando intentó tomar mientras tenía puestos los guantes. “Mira cómo me los pusiste”, le había dicho Martínez, el formador. Poco después aclaraba: “A lo mejor quiere intentarlo, y yo no la estoy haciendo sentir bien”.
En el curso hay poca teoría, los formadores van repartiendo limitaciones durante toda la jornada. De vez en cuando se escucha “no oigo” o alguien acerca la silla al televisor para poder ver algo. Mari Carmen Luque, auxiliar, lleva unas gafas, los auriculares, unas calzas que generan inseguridad al pisar, un peso en uno de los tobillos y otro en una de las muñecas, que hacen más difícil la movilidad, un collarín, un chaleco con pequeños pinchos en la espalda y una férula igual en la rodilla. De golpe se sumaron unas cuantas décadas y unos cuantos problemas. Avanza con dificultad. “Por favor, señorita”, llamá a una auxiliar, metida en su papel.
En un momento dado, la tiran al suelo. Se cayó. Dos participantes van a levantarla y la ayudan a sentarse, primero en una silla de ruedas. Poco después, la trasladan a una silla normal. “Sentí una tristeza inmensa”, afirma Luque. Le preguntan cómo se sintió cuando movieron la silla de ruedas sin avisarle. “No me gustó. Me asusté. Me acababa de relajar al venir de una situación agresiva y me enfrenté a otra agresión”.
Poco antes, Ana Belén Albújar, supervisora en una residencia, también experimentó todas esas limitaciones a la vez. Dos compañeras la atendieron, una tenía la tarea de ser “la buena” y otra, “la mala”. Así se lo explicaba Gustavo García a esta última: “Vos no la llames por su nombre, que si cariño pa’rriba, cariño pa’bajo, no le avises lo que vas a hacer, ni le preguntes si quiere hacerlo, habla como si no estuviera delante”. Dicho y hecho. La “mala” la llevó al baño y allí comentaba, mientras la levantaba de la silla de ruedas junto a otro compañero, sus planes del fin de semana. La llevaba en la silla de ruedas sin darse cuenta de que se le había quedado un pie atrapado entre las dos ruedas. “Viví la auténtica realidad, lo que veo muchas veces: vos querés una cosa, pero te llevan a otro lado. Siempre trato de ponerme en su lugar, y ahora más”, afirma la supervisora tras acabar el ejercicio.
“No lo veo todos los días porque intento que no pase, pero es verdad que a veces ocurre”, agrega. Y sigue: “¿Si no quiere ir al baño, por qué la llevan? Muchos residentes dicen: yo soy un jubilado y esto es un estrés”. Durante la sesión salen ejemplos reales. Como el de una residente que decía ver cucarachas porque tenía delirios. O el de una anciana, que relató Fran Martínez: “Tengo a una residente con gran dependencia, que no habla, no responde a ningún estímulo. Es asturiana, como yo. Un día me agaché, a su altura, y le canté Asturias patria querida mientras hacíamos las movilizaciones. A la tercera vez que le puse la canción, cantó conmigo. Le digo palabras en bable y las repite. Para ella soy el de la música, ya es otra cosa”.
Animan a tratar de conectar con los residentes, por mucho deterioro cognitivo que tengan. “No es lo mismo que yo entre en un salón mirando al suelo, pensando en lo que tengo que hacer, que dar los buenos días. Sé que vamos sin tiempo a todos lados, pero podemos hacer las cosas bien o mal”, explica Martínez. Alude, sin mencionarlo, a uno de los problemas que más recalcan los sindicatos y muchos trabajadores: la necesidad de personal. Una asistente al curso lo dice de otra forma: “Hay que verte en la situación. La teoría es muy fácil”.
Otra cuenta que todo lo que se está hablando “se podría hacer con más personal”, que ella tiene solo siete minutos para levantar y bañar a una persona. Una tercera lo resume así: “Falta tiempo”. Los formadores no eluden los problemas de los trabajadores. Alberto Jiménez les dice que no pretenden “que todo sea perfecto”. Pero piden cambiar ciertos hábitos: “Hay cosas muy fáciles”, señala, “como entrar en una habitación, decir buenos días y preguntar si quieren que se abra la persiana, en vez de abrirla directamente. Ojalá hubiera mayores salarios. Muchas veces no es solo cuestión de tiempo. Queremos que cambie la forma de trabajar y dirigirse a las personas dentro de las posibilidades que hay”.
Gustavo García lo recalca. “Si no sienten cariño, cercanía, proximidad, no somos nada”, afirma. Insiste en la importancia del afecto, de no infantilizar a los mayores, de darles tiempo, conocer su historia y no “exhibir sus penas y limitaciones”. La empatía, dice, “es una actitud y hay que cultivarla”.
Por María Sosa Troya
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