En una entrevista exclusiva con José Del Río, director de contendios de LA NACION, el escritor y periodista escocés, que vive en Londres, reflexiona sobre valores esenciales que afectan nuestra calidad de vida
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Recorre el mundo desde hace más de 17 años enseñando las claves para desacelerar. Carl Honoré es el hombre que hace culto a la lentitud y es la voz global del movimiento slow. Está convencido de que bajar un cambio y vivir el presente es el secreto para ser feliz y tener una vida equilibrada, ¿Cómo lograrlo en un mundo donde reinan la urgencia y la fugacidad en todos los aspectos de la vida, incluidas las relaciones humanas?
Autor del best seller Elogio de la Lentitud y del libro Elogio de la Experiencia, profundiza sobre cuáles son los temas relevantes a la hora de priorizar la calidad de vida y el bienestar.
-Usted es reconocido en el mundo por defender la lentitud. ¿Por qué es tan difícil frenar?
-Somos adictos a la velocidad, a la prisa, a la estimulación: es casi una adicción física, química. Si nos quitan esa distracción y velocidad no lo festejamos. Por el contrario, nos entra una desesperación -un pánico- y hasta podemos sentir síntomas de abstinencia. Al mismo tiempo, es algo cultural que está muy arraigado en nuestra sociedad: lento es sinónimo de aburrido, estúpido, vago, improductivo y de muchas cosas negativas. Este tabú hace que aún cuando sentimos en los huesos que nos haría bien pisar el freno no lo hacemos, por miedo, vergüenza y culpa. Pero este comportamiento de vivir en fast forward nos genera muchos problemas.
-¿Qué nos estamos perdiendo en la locura vertiginosa?
-Pagamos un precio muy alto cuando nos quedamos atrapados en el arte de la prisa, sacrificamos muchas cosas: la salud, la alegría, la felicidad, y también productividad, creatividad, las relaciones humanas e incluso el cuidado por el medio ambiente. Muchos de nosotros estamos acelerando la vida en lugar de vivirla.
-¿Por qué después del Elogio a la Lentitud empezó a elogiar la experiencia?
-Descubrí que todos mis libros nacen a partir de una pequeña crisis existencial. En este caso estaba jugando un torneo de hockey y metí un golazo. De la nada, me enteré de que era el jugador más viejo del campeonato (tenía 48 años) y esto me sacudió en lo más íntimo. De repente me dije: No, no puedo seguir, no debería estar aquí jugando, la gente se ríe de mi. Esta crisis me hizo reflexionar: ¿por qué mi edad cronológica debería impactarme tanto y delimitarme? Fue así como empecé a investigar el proceso de envejecer y el “edadismo”, es decir la cultura que existe alrededor de este proceso.
- ¿Y qué descubrió en el camino?
-Aprendí algo brillante y luminoso: envejecer no es una etapa de puro declive; hay muchas cosas que permanecen iguales con la edad y algunas incluso mejoran. Es necesario abrazar el proceso de envejecer y, al hacerlo sin añorar el pasado, podemos vivir mejor que nunca. Es un momento dorado para envejecer. Tenemos vidas más largas y mayor capacidad para vivir plenamente.
-En este contexto, ¿qué importancia hay que darle a las redes sociales?
-Me encantan las redes sociales, las uso, estoy presente ahí pero en general creo que son un arma de doble filo que depende totalmente de cómo las usamos. Si estamos constantemente monitoreando y mirando las redes sociales y si vivimos cada experiencia a través de su filtro, pasan a ser un problema. Pero si las usamos como lo hago yo, en momentos fijos después de la experiencia, creo que pueden convertirse en una herramienta mágica tanto en el trabajo como en la vida personal, porque pueden ser una manera de profundizar la comunicación, de escuchar a los demás, de conocer gente y de exponerse a nuevas ideas.
-En relación a la lentitud y el consumo, ¿esta nueva tendencia va a afectar la manera de comprar?
-Estamos llegando a un punto de inflexión en el consumo: existe una diferencia fundamental entre consumir y experimentar. Consumir es algo que se puede acelerar. Pero no podés experimentar en forma más rápida, por más prisa que tengas: no se puede amar o enamorarse de una persona más rápidamente ni tampoco acelerar una puesta de sol porque tiene su propio tiempo.
Yo veo un cambio tectónico en el consumo. Las experiencias toman protagonismo, sobre todo en las nuevas generaciones que tienen mucho menos interés en comprar y acumular cosas. Lo que buscan son experiencias. Y esto es una necesidad humana básica.
Nadie se encuentra en su lecho de muerte mirando hacia atrás y diciéndose: ojalá hubiera comprado más cosas en Amazon. Lo que sí dicen es: “Ojala hubiera pasado más tiempo con mis hijos” u “ojalá hubiera mirado más puestas de sol, viajado más, descubierto más cosas o experimentado más”.
Porque para mí, en el fondo, experimentar es sinónimo de vivir. Y esta es la piedra angular del movimiento slow: reinvindicar el arte de vivir plenamente. Y esto sólo se hace a través de experiencias. Es decir, experimentar profundamente y plenamente las cosas a la velocidad correcta, lo cual con mucha frecuencia significa bajar las revoluciones y reconectar con la tortuga interior.
-¿Qué elogio le dejó la pandemia y qué aprendizaje cree que nos deja a la humanidad?
-Es un gran recordatorio de que todos estamos conectados y que somos más fuertes cuando estamos unidos. La edad trae cierta vulnerabilidad a las enfermedades pero todos estamos en lo mismo. Es un buen momento para “resetear” un poco las relaciones entre las generaciones. Una sociedad es más sana, solidaria, productiva e innovadora cuando las generaciones se mezclan. Hay que cuidar al otro, más allá de la edad.
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