Como le ocurre a muchas mujeres, mis embarazos fueron cuatro de los momentos más felices de mi vida. Abstraída de las pequeñas frustraciones cotidianas, me sentía como una brillante supernova biológica en explosión; en parte por el abundante baño hormonal que deben haber recibido mis neuronas, y en parte por el privilegiado pedestal de deidad mitológica en el que me ubicaba el resto de la familia.
En esos años -hace aproximadamente dos décadas- la tradición indicaba que una mujer en gestación no sólo debía ser alimentada apropiadamente, sino también preservada de todo trastorno, tanto físico como psicológico, más que nunca en su existencia. Ahora, al parecer, la ciencia viene a coincidir con esa intuición espontánea: según indica Sharon Begley en un reciente artículo de la revista Newsweek, existen pruebas de que nuestra salud en la adultez está en gran medida determinada por las condiciones existentes en el útero materno.
Según Begley, el puntapié inicial de esta nueva manera de ver las cosas lo dio el doctor David Barker, de la Universidad de Southampton, Inglaterra, intrigado ante el hecho de que, alrededor del 1900, en ciertas regiones de su país eran altas las tasas tanto de mortalidad neonatal como de muerte por enfermedades cardiovasculares. ¿Cómo podía ser que ambas condiciones convivieran en la misma área, si una estaba indisolublemente unida a la pobreza y la otra era una patología de la abundancia?
Después de localizar, con la ayuda de un historiador, los registros médicos de 13.249 hombres nacidos en esas zonas, el doctor Barker y su equipo descubrieron que quienes pesaban menos de 2,360 kilogramos al nacer tenían un 50% más de posibilidades de fallecer de enfermedad cardíaca.
Desde ese estudio en adelante, diversas evidencias parecen dar cuenta de la relación que existe entre la vida intrauterina y numerosas enfermedades crónicas. Un estudio de la Escuela de Medicina de Harvard concluyó que las niñas que pesaban 2,360 kilogramos al nacer tenían la mitad del riesgo de sufrir cáncer de mama antes de los 50 años, comparadas con las que pesaban casi 4 kilos.
Según otra hipótesis, las madres desnutridas en el primer trimestre del embarazo engendran niños más propensos a absorber todas las calorías de las que disponen y, por lo tanto, tienen más posibilidades de ser adultos obesos.
Entre otras cosas, se encontró que habría una relación entre altos niveles de cortisol durante el embarazo -debido a situaciones de stress, ya sean crónicas o agudos- y la hipertensión sanguínea en la edad adulta. Y aquellos que experimentan embarazos de más de nueve meses serían más propensos a sufrir distintos tipos de alergias.
Si esto se confirma, ¿perderá la maternidad su dulce sabor de privilegio caprichoso para adquirir el gusto amargo de la prescripción médica?
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