Entre los 45 y 55 años son habituales los sentimientos de hastío, desgano y las sensaciones de vacío que provocan dudas existenciales
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Sofía Ramírez (52) lo tenía todo. Había trabajado como profesional de la salud en su juventud con mucho entusiasmo y se había casado felizmente con Francisco, 27 años atrás, con quien había elegido tener 8 hijos, hoy jóvenes y preadolescentes. Sin embargo, transitando el 2020, le brotó una angustia desconocida que atribuyó a problemas físicos. Consultó a su clínico quien le indicó una serie de estudios. Para su sorpresa, los resultados le confirmaron que estaba perfectamente sana. Como la tristeza no amainaba, decidió tomarse una semana e internarse en un campo alejado para entender qué le pasaba.
“En soledad pude darme cuenta de que, a partir del momento en que mis hijos habían dejado de precisarme full time, me había encontrado cara a cara conmigo misma y eso me había asustado”, reflexiona. Se dio cuenta de que había llegado a los 50 siendo una buena esposa y madre, pero una gran desconocida para sí misma. Por primera vez tenía tiempo, pero no sabía qué le gustaba, que necesitaba o hacia dónde quería encaminarse. Este pesar y desconcierto fue el puntapié para que comenzara a recorrer un viaje espiritual y psicológico. Criada en una disciplina alemana, su modo de operar había sido ir para adelante contra viento y marea sin cuestionarse las cosas, bloqueando sus emociones. La crisis le permitió hacer un giro de 180 grados, bucear en sus adentros, reconocer sus sentimientos, sanar su historia, priorizarse y elegir qué hacer y cómo. Pudo hacer pie y resignificar su profesión. “Estudié kinesiología para curar el cuerpo, y me aboqué luego a dar talleres de sanación personal y vincular para curar almas. Emprendí un camino de integración que trajo muchos frutos”, resume esta mujer agradecida y más en paz.
Mónica Sapenze también atravesó un tiempo de crisis, algo más joven, a los 48 años. Esta ejecutiva de finanzas que trabajaba de sol a sol en una multinacional, con poco tiempo para compartir con su esposo y sus dos hijos, se encontró en pandemia disfrutando del hogar como nunca antes. Pero al mismo tiempo, exigida y agotada por la virtualidad. Un día que debía enfrentar una intervención quirúrgica a las cinco de la tarde se vio frente a su laptop respondiendo mensajes de directivos un par de horas antes y tuvo un despertar. “Percibí lo desconectada que estaba de mi cuerpo. ¿Cómo era posible que priorizara la reunión de directorio a dos horas de internarme? Vivía en piloto automático, sin ningún registro de mí misma, ni la de mi familia. Se me cayó un telón”, explica.
Vio claramente su excesiva exigencia que la había llevado a descollar profesionalmente, pero a costa de una gran desconexión y bloqueo de su ser. Enseguida aparecieron las preguntas: ¿por qué tenía tan arraigado el mandato de ser exitosa, de planificar todo? Atravesó la operación con una nueva conciencia que le regaló coraje para enfrentar cambios. Al recuperarse, le planteó a su jefe la necesidad de desvincularse y acordó un retiro conveniente que le posibilitó tomarse un año sabático. Fue un tiempo nuevo. Empezó a estudiar, se permitió el ocio, el disfrutar de llevar a sus hijos al colegio sin apuro. “Cambié mi chip, solté el control. Y si bien el nuevo camino que emprendí tiene sus riesgos (aventurarme en coaching sin una segura retribución monetaria), me siento más humana y tranquila”, resume Mónica.
Un quiebre
Las historias de Sofía y Mónica son dos ejemplos entre las muchísimas otras de hombres y mujeres que entre sus 45 y 55 años atraviesan la conocida crisis de la mediana edad. Un momento donde aparece con fuerza el hastío o el desgano. Donde la vida pesa y se pierde el entusiasmo. Donde uno se ve viejo; o constata que su matrimonio entró en una meseta monótona y desgastante. Donde el trabajo de siempre ya no satisface como antes. Donde tal vez, se han cumplido diferentes metas (una buena carrera, casarse, comprar una casa, tener hijos), pero, sin embargo, lo logrado no llena un vacío que es más existencial.
Para Lucila Moreno Ocampo, terapeuta ontológica, el encuentro con ese “agujero” es casi inevitable. “A los 50 te das cuenta de que ni tu familia ni trabajo te llenan del todo. Que hay algo más hondo que necesita ser atendido para vivir más feliz y reconciliado”, afirma. Aspectos negados, emociones sepultadas que quedaron en la sombra. Considera que es un tiempo precioso para plantearnos interrogantes que nos ayuden a reconfigurarnos y crecer. ¿Cómo quiero seguir viviendo? ¿Cómo deseo envejecer?.
Esas preguntas zumbaron en el oído de Ramón Calpagio (55), cuando en un determinado momento, se cansó de su constante estrés y mal humor. Ramón tenía un excelente empleo, una mujer que quería y seguía eligiendo y cuatro hijos, pero había cosas que le pesaban. Como su obsesión por el trabajo, mandatos familiares que lo esclavizaban, la timidez que arrastraba de chico que influía en su incapacidad de poner límites. Un buen día se preguntó en serio: ¿quiero continuar así? “Fue un quiebre. Sentí con todas mis fuerzas la necesidad de emprender otro rumbo movido por una nueva conciencia de finitud y una búsqueda de plenitud. En lugar de permanecer en el afuera, me metí dentro”, explica.
Las circunstancias le permitieron dejar su trabajo en finanzas con una razonable indemnización, estudiar coaching y lograr abrir años más tarde una consultora empresarial. Explorar su interioridad lo llevó a ir sanando su pasado, reconocer sus trabas y liberarse de ataduras. Esto lo impulsó a embarcarse laboralmente en consultoría integral, para asesorar a equipos de trabajo desde lo financiero y lo humano. Está convencido de que las empresas son sistemas de conversaciones que funcionan bien cuando sus integrantes son capaces de comunicarse de verdad. “Estoy entusiasmado. No llegué a ningún lado, sigo en camino y la lucho económicamente. Pero elijo creer que me puede ir bien ganándole al miedo de la incertidumbre. Devine un hombre más vulnerable pero más conectado con mi familia, mis amigos y mis clientes. Esto es maravilloso. Disfruto más y me exijo menos”, comparte.
Los cambios no necesariamente son en el plano laboral: también se puede sumar una nueva actividad impensada antes, que le dé un giro a la vida, como le sucedió a Yanina Bystrowicz, que por fuertes dolores en las rodillas, empezó a patinar en la mediana edad. Ahora, con 50 años, integra la selección femenina de hockey sobre hielo, entrena en Ushuaia y Canadá y se prepara para viajar a Polonia para perfeccionarse en el deporte. “Sigo trabajando de arquitecta, mi profesión, pero cada vez menos. Trato de disfrutar más y definitivamente elijo esta nueva vida”, cuenta Bystrowicz.
El espejismo de la ilusión
El sacerdote Carlos Avellaneda, párroco de la Catedral de San Isidro, explica este cambio de timón que surge rondando los 45. Cree que en la primera mitad, la persona se autoafirma y busca reconocimiento. Se está frente a una etapa repleta de proyectos y sueños que actúan como motores que impulsan a vivir alentados por el deseo de verlos realizados, esperando que las cosas se den como uno las soñó y tal como uno se fatigó para lograrlas.
“Pero tarde o temprano somos puestos a prueba. Constatamos la verdad de que el que se ilusiona se desilusiona”, señala. Pues para él, la ilusión es una construcción del sujeto que proyecta su carencia en una fantasía que debe cumplirse porque así lo necesita. “Pero porque algo le falte y lo desee, no significa que vaya a suceder”, subraya. Este sufrimiento provocado por el choque con la dura realidad, para él, deja secuelas anímicas difíciles de sanar.
Avellaneda piensa que a los 30 ponemos mucha energía en construir un mundo soñado o en cambiar la realidad. Veinte años más tarde, dice, nos damos cuenta de que, no hemos podido lograrlo. En ese momento, para él, es crucial el cambio de paradigma: no pretender revertir el país (tu barrio, tu ciudad, o tu propia familia) sino amarla. No aferrarse a las fantasías sino apostar por lo pequeño, lo que hacemos en el día a día con amor. “Esto es transformador. Quizá uno ya no se ponga eufórico con los éxitos ni se bajonee tanto con los fracasos. Se dedica a sembrar el bien. Uno sigue trabajando para mejorar las cosas, pero lo que cambia es la motivación”, concluye.
El refinado ensayista y poeta Santiago Kovadloff, también hace hincapié en la imperiosa necesidad de despedir –en el segundo tramo de la vida–, las idealizaciones y la omnipotencia de que uno lo puede todo. Cree que enfrentarnos con el límite es doloroso, pero que también conlleva la posibilidad de descubrir nuestra potencia. “No podré ser el padre ideal, pero sí puedo ser un buen padre para mis hijos. No lo sabré todo, pero sí sabré algo, una parte valiosa. Quien descubre su límite descubre su humildad, su necesidad de recurrir al otro en clave de colaboración e intercambio, y no de intolerancia o supremacía”, afirma. Advierte el riesgo que tiene quedar fijado en la sacralización de la juventud. “Somos tiempo en acción. Vemos actuar el tiempo en nosotros en desmedro de nuestro narcisismo”, repite. Para él, es crucial aceptar nuestro deterioro biológico y psicológico para no caer en la falsa simulación (de una eterna juventud). Está convencido de que, en nuestra cultura, envejecer es un defecto o pecado a evitar y eso nos priva de capitalizar la experiencia de los años que regala frutos nuevos. “No en vano las más bellas manifestaciones artísticas e intelectuales alcanzan su madurez expresiva transitando la segunda mitad de la vida”, señala.
La muerte del ego
En su libro La mitad de la vida como tarea espiritual, el monje benedictino Anselm Grun en sintonía con las ideas del psicólogo Carl Jung, afirma que a los 50 muere el ego, el falso yo lleno de máscaras y va surgiendo el sí mismo, más hondo y auténtico. Se alcanza un clímax y comienza el descenso. Escribe que, en la mediana edad, el hombre se desorienta y pierde el equilibrio. Ya no le resuenan los mismos principios con los que se manejó en la primera mitad, donde la consigna era cumplir con las expectativas del mundo. Aparece la necesidad de escuchar nuestra voz interna que nos susurra al oído la verdad de nosotros mismos. Tarea que nos conducirá a aceptar e integrar lo que quedó en sombra (sentimientos y traumas sepultados, aspectos más creativos e intuitivos). Al igual que Avellaneda, sostiene que pasamos de una etapa productiva a una generativa. Despedimos los grandes ideales y centramos nuestra energía en el aquí y ahora. Constatamos que podemos seguir aportando valor, pero desde un lugar más libre y generoso. Que produce bienestar y calma.
Todo esto no ocurre sin dolor. La crisis que irrumpe sin pedir permiso desgarra, pero al mismo tiempo abre un surco de oportunidades. La posibilidad de resignificar el pasado y de abrazar lo que quedó herido o ignorado. “La vida siempre se despliega con novedad. Todo depende de nuestra actitud para seguir avanzando y buscando aquello que nos entusiasma. Nunca es tarde. Sirve el humor: reírse de uno mismo, de lo que a uno le sale mal, pues ya nada resulta tan grave o importante”, reflexiona Moreno Ocampo.
La premisa se resumiría entonces en vivir a fondo mientras estemos vivos. Buscando lo que nos hace vibrar; reconciliándonos con lo vivido, atendiendo los anhelos más profundos que guarda nuestro corazón. Para luego poder plasmarlos con esa necesaria cuota de audacia y creatividad. Sabiendo que, para llegar a lo desconocido deberemos tomar inevitablemente, caminos desconocidos. Y hacia allá, lanzarnos.
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