La capa color azafranado fue realizada con seda de arañas doradas de Madagascar
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Escucho un alarido desde la otra punta de la casa. Levanto la vista de mi libro y miro fijo la pared frente a mi cama. Algo terrible tiene que haber sucedido. Cuando estoy por incorporarme y buscar a mi madre, ella ya viene corriendo por el pasillo, me agarra de la mano e intenta arrastrarme escaleras abajo.
–Nos tenemos que ir. Hay que buscarlo a Sosa.
Se refiere a don Sosa, el portero del departamento de al lado. Mientras bajamos, mi madre me explica que acaba de ver una araña (gigante, según sus propias palabras). Le suelto la mano y aún cuando me dan el mismo terror que a ella, simplemente tengo que subir a verla. Cruzo la puerta de su cuarto, por suerte la luz sigue encendida y en milisegundos mis ojos la encuentran. Es grande, muy, y está quieta junto a la puerta que da al balcón.
Tengo la capacidad, intacta hasta el día de hoy, de detectar la presencia de una araña al entrar a cualquier lugar. Siempre será lo primero que vea, sin importar las dimensiones del espacio. La Enciclopedia Británica tuvo que desmentirme la estadística ficticia, más bien un mito, de que nos tragamos unas ocho arañas al año durante el sueño.
–Voy a buscar a Sosa. Vos quédate vigilándola y asegúrate de que no aparezca otra. Suelen venir de a dos.
Mi madre me deja sola con la araña. Le clavo la vista confiando en el poder hipnótico de la mirada. Me sacude el mero roce de mi pelo sobre la espalda y debo asegurarme de que mis pies (ambos) estén a resguardo, sobre la cama.
Dos hombres de apellido Godley y Peers se encuentran en Madagascar; uno de ellos es un diseñador y emprendedor, el otro, un historiador del arte y experto textil. El último tiene en su estudio una máquina para hilar seda de araña y juntos se empecinan en recrear una técnica no practicada durante más de un siglo.
Si bien todas las arañas producen seda, elegirán para la tarea a las hembras de orbe dorada. Del tamaño de la palma de un niño, son oriundas de Madagascar y su hilo de seda color dorado no se compara a nada que pueda verse sobre la Tierra.
Fue un francés, François Xavier Bon de Saint Hilaire, quien en 1710 mostró por primera vez que podía hilarse la seda de la araña: después de hervir los capullos peinó los hilos y usó el hilado en medias y guantes. Un jesuita en el siglo 19 descubrió que extrayendo la seda directamente de las arañas el resultado era de una calidad aún mayor.
Durante cuatro años, más de un millón de arañas doradas de Madagascar tejieron un hilo de seda tan perfecto que parece salido de un extraño cuento de hadas. Las arañas eran tomadas prestadas del bosque por una noche y devueltas al día siguiente. Con la seda que se extrajo, un grupo de operarias de telares manuales urdieron una tela de seda lo suficientemente grande para diseñar dos prendas. Hacerlo llevó otros cuatro años más.
¿El resultado? Un chal y una suntuosa capa de seda en su color azafranado natural con unos tintes rosados casi imperceptibles. Quienes la han tocado dicen que la capa se ve como oro líquido pero es tan liviana como una tela de araña en el viento, tanto que si alguien nos vendara los ojos y apoyara un trozo del material sobre una de nuestras manos, no podríamos decir a ciencia cierta en cuál está.
“Si no hubiésemos hecho la capa –dice Peers–, esta seda sería telarañas perdidas en el viento. Esa es parte de la magia. Es algo muy efímero y, sin embargo, de alguna manera hemos logrado capturarlo”. En 2012 la capa fue exhibida en el Museo Victoria & Albert de Londres.
De solo pensar en mi cuerpo desnudo cubierto con la telaraña que han tejido pacientemente cientos de miles de arañas lejos de entusiasmarme me deja esa sensación en la boca del estómago como la montaña rusa del Italpark a la que (después de una vez) juré nunca más volver a subirme. A la vez, se manifiesta la extraña fascinación que tienen nuestros miedos, el impulso de abrir esa puerta cerrada, o de caminar descalza por ese rincón oscuro en el que seguro se esconde alguna criatura peluda de ocho patas, con ese andar tan particular que no tienen los bichos de seis. Solo dejo de temerles cuando tienen el exorbitante tamaño de las esculturas de Louise Bourgeois. Ahí ya podrán devorarme entera de un solo bocado, sin el padecimiento de sentirlas trepando por mi pierna.
Un rato después don Sosa aparecerá en la escena armado con un escobillón. Mi madre se mantiene alejada y hace señas para que vaya con ella. Don Sosa le da escobazos y la araña corre desesperada por la habitación. Nosotras acompañamos la situación con más gritos. Verla moverse me da la misma sensación de vértigo que asomarme a un balcón.
Don Sosa finalmente opta por un frasco vacío de mermelada y un papel, y la conduce hábilmente a su jaula de cristal. Mi madre y yo vemos pasar nuestros miedos en un tarrito. Esto también será parte de mi herencia emocional.