Las salas insonorizadas, conocidas como cámaras anecoicas, diseñadas para apagar cualquier atisbo acústico, no suelen ser lugares donde la gente se sienta cómoda
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Alejarse del mundanal ruido. Lo usó Thomas Hardy como título para su novela, pero todos usamos la frase alguna vez cuando deseamos apagar uno a uno los sonidos de la vida diaria que nos agobian.
El tráfico incesante, la conversación sin sentido que tiene la señora de voz estridente en la mesa de al lado, la música que se cuela de los auriculares de la chica sentada en la sala de espera, el muchacho que pasa decenas de tiktoks en el tren sin auriculares, el perro que no deja de ladrar en toda la noche, la canilla que pierde, la heladera que parece despertarse y dormirse intermitentemente, una televisión encendida en un departamento vecino, los dedos de la recepcionista golpeando sobre el escritorio con largas uñas esculpidas (desde el meñique hasta el índice en eterna repetición) mientras espera que la máquina le devuelva alguna respuesta.
Los bocinazos en las esquinas, el último tren que pasa antes de la medianoche y el repiqueteo de mis propios dedos contra las teclas de esta computadora. Huir de todos esos sonidos, ir apagándolos uno a uno. Eso.
Para algunos, la búsqueda del silencio equivale a perderse en un desierto yermo en un día sin viento, acostarse sobre las dunas y escuchar la nada. Para otros, huir a un lago quieto como el aceite y flotar sobre una colchoneta gigante con el sol en la cara y los ojos cerrados.
Marco, polo. Tierra. Nadie. Me hundo debajo del agua mientras todos los chicos corren y se zambullen escapando del que tiene los ojos cerrados y está listo para atraparnos. Yo estoy en el agua y para escapar, decidido hundirme. Larga bocanada de aire y a descender. En cuanto mis oídos cruzan el límite de la superficie, los ruidos se deforman en un extraño silencio. Se apagan los gritos de excitación alrededor de la pileta y de repente solo escucho mis exhalaciones y las burbujas que salen de mi boca y mi nariz. Después, cuando ya no queda casi aire, nada. O eso creo. De chica solía hacer lo mismo en la bañadera. Hundirme aguantando la respiración y ahogando los ruidos de la casa, por segundos que parecían eternos. Ese siempre fue mi silencio preferido.
Ahora bien, ¿son auténticos esos silencios? El desierto parece callado, aunque en cuestión de minutos pasaríamos a escuchar nuestras propias pisadas levantando la arena o nuestra respiración más agitada por el esfuerzo. El agua del lago, no importa cuán quieta, golpeará sobre los bordes de la colchoneta aun cuando esta flote casi inmóvil, y habrá pájaros o tal vez un poco de viento que haga mover las hojas de los árboles. El agua misma, pegará apenas sobre las rocas y piedras de la costa y todo estará tan aparentemente silencioso que podremos oír eso también.
Un físico afirmaría que el “silencio absoluto” no existe. El nivel de sonido más bajo en el mundo natural es el de las partículas que se mueven a través de un gas o un líquido y hasta tiene un nombre: movimiento browniano. Pero las empresas de tecnología y los científicos han intentado superar esto creando salas insonorizadas conocidas como cámaras anecoicas, salas diseñadas para apagar cualquier atisbo acústico. Allí, el sonido de fondo llega a medirse en decibeles negativos, es decir que está por debajo del umbral del oído humano.
A diferencia de lo que muchos podrían pensar, el lugar más silencioso del mundo no es una cueva en las profundidades de la tierra ni un lago calmo al atardecer rodeado de liquidámbares y pinos. El lugar más silencioso del mundo no es particularmente bello, a menos que alguien considere toneladas de concreto apiladas y paredes con pisos y techos cubiertos de fibra de vidrio en colores marrones algo atractivo.
El lugar más silencioso del mundo es una cámara anecoica, creada por científicos en el laboratorio de Orfield, en Minnesota, Estados Unidos. Diseñada para detener las ondas de sonido que se reflejarían contra las paredes y cancelando cualquier tipo de eco, el silencio es tal que uno podría escuchar el propio pestañeo, el latido del corazón y hasta los pulmones llenándose de aire y desinflándose en cada exhalación. “Cuando todo está silencioso, nuestros oídos se adaptan”, explica Steven Orfield, el fundador del laboratorio. “En una cámara anecoica uno se convierte en el sonido”.
Estar en esa habitación, sin embargo, no es algo tan placentero como uno esperaría. Los que han pasado por la experiencia no la toleran más allá de los 45 minutos. Sin el ruido de sus pisadas sobre el suelo, las personas tienden a perder el sentido de la orientación; no hay más pistas, y pasado un rato muchos tienen que sentarse en una silla para no perder el equilibrio y su capacidad de maniobra.
Por lo demás, la cámara es usada por empresas que pretenden testear cuán silenciosos o ruidosos son sus productos. Los astronautas de la NASA, por ejemplo, pasan tiempo en cámaras de ese estilo para saber cómo responderían al mutismo que los rodeará en el espacio exterior. Allí parece que flota el verdadero silencio.
Mientras tanto, nosotros, aquí abajo, podremos buscar el silencio donde nos parezca o donde podamos. Será un silencio mentiroso, acaso, pero justo aquello que necesitamos para, cada tanto, alejarnos de ese mundanal ruido.
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