Pasar Año Nuevo en la ciudad maravillosa, una de esas cosas que hay que hacer una vez en la vida
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Cuando se ama de verdad, se ama completamente. A todo o nada. Con lo bueno y con lo malo. Por algo en francés se dice tomber amoureux (caer enamorado), o en inglés fall in love. Caemos en un abismo del que no solo no podemos salir: ni siquiera queremos.
Esa es la única forma de querer a Río de Janeiro, con todo, hasta las últimas consecuencias. Es fácil ceder ante el arrebato estético de la ciudad y su entorno, intoxicados por el cóctel que nos ofrece: geografía inverosímil, vegetación exuberante y arquitectura singular. Jirones de samba flotan en la brisa y la buena onda y optimismo de los cariocas contribuyen a elevar los ánimos. Ni hablar de las caipiriñas.
Pero entremezclados en ese brebaje, enredados con los atributos de la Cidade Maravilhosa, están también la inseguridad, la desigualdad extrema, la suciedad y sus efluvios, las patrullas armadas, los “arrastrones” en que bandas de rufianes descendidos de las favelas rastrillan las playas desvalijando a bañistas desprevenidos. A Río hay que amarla con todo eso o resignarse a ser un amante ocasional, un amigo solo en las buenas, un mero turista.
No es fácil querer así a una ciudad, aunque en su intensidad nos regala oportunidades de aprender. Implícita en la experiencia de vivirla está la filosofía carioca de disfrutar a pesar de todo. Una enseñanza que, encontré, es trasladable a todos los órdenes de la vida. De hecho, los brasileños tienen una frase a ese efecto: Faz parte (es parte del combo).
Hace una década me tocó mudarme a Río de Janeiro con mi familia. Quedamos inmediatamente encantados por todo lo evidente, aunque la adaptación se hizo elusiva. No era sólo el desafío cultural e idiomático de la mudanza: toda actividad exigía tomar recaudos y había un miedo subyacente, como un runrún detrás de la música. Temía por mis hijos cuando salían y me debatía entre coartar su diversión y facilitar su integración. O bien, manejando en los suburbios, me asustaba la posibilidad de tomar un atajo equivocado y pagarlo caro, quizás con la vida. A la playa iba con lo puesto, sin efectos de valor.
No quiero dar la impresión equivocada: esos años fueron tan maravillosos como el apodo de la ciudad. Nos enamoramos de Río, no nos cansamos de decirlo. Pero: ¿la queríamos del todo, con todo? ¿O nos agradaba solo la vereda del sol?
La prueba de fuego, el crisol donde mi relación con Río de Janeiro se consolidó para siempre, fue mi experiencia del Reveillon, el festejo de Año Nuevo en la playa de Copacabana. Recibir el año allí, frente al mar, es un acontecimiento que todo viajero que se precie debe presenciar al menos una vez en la vida. La celebración es a la vez un espectáculo asombroso y un apasionante evento cultural y religioso. Y tratándose de Río de Janeiro, es todo lo demás también.
Una armada de barcazas se extiende frente a la costa desde el Fuerte hasta Leme, lista con su carga de 25.000 toneladas de pirotecnia que se transformará, a la hora cero, en un despliegue de luz y color nunca visto. Cientos de miles de personas descienden a la arena vestidas de blanco para meterse al mar a medianoche y saltar siete olas, pidiendo en cada una un deseo a la orixá Iemanjá, diosa del mar, generosa en dones. Muchos traen ofrendas de frutas y flores para lanzar al mar en barquitos, aunque hace años que la ceremonia oficial del culto umbanda se trasladó al día anterior, para evitar las muchedumbres.
No todos se aventuran a la playa. Participar in situ, con los pies en la arena, no es para cualquiera. Pero es lo que pretendíamos hacer, alentados por nuestros amigos. Aunque yo tenía mis dudas, con el brindis me dejé convencer.
El espectáculo no defraudó. La gente bailaba y reía compartiendo caipiriñas en un aluvión de alegría contagiosa. Me metí en el mar a saltar olas. No se me ocurrían suficientes deseos: estaba feliz. Diez segundos antes de la medianoche entoné con la muchedumbre la cuenta regresiva del año que se iba. Al llegar al cero, el cielo estalló. Saqué mi celular para grabar la escena. Fue entonces que Río de Janeiro manifestó su lado oscuro. Primero sonaron las voces de alerta: ¡Arrastão! Enseguida avanzó una banda robando los celulares que, al extremo de brazos extendidos para filmar, se ofrecían como frutas maduras para ser cosechadas. Hubo gritos, empujones, forcejeos. Caí al suelo. Al levantarme vi el arma, una pistola de alto calibre. Un hombre se escudaba entre la gente, perseguido por el que empuñaba el arma. La mira en su recorrido rozaba a las personas, a mis amigos…
Fugaz como una aparición, la escena se desvaneció. Como si no hubiera ocurrido. El cielo seguía encendido por decenas de supernovas. La gente bailaba y reía. Mi familia, sin enterarse, nadaba entre olas y reflejos de arcoíris. La sombra había pasado.
Más tarde, mi mujer preguntaba: ¿Escuchaste lo que pasó? ¿Qué susto, no? Pensé un momento antes de contestar. Después de todo, estábamos en Río de Janeiro. Y había que quererla así, con todo. Faz parte, respondí.
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