El misterio y la magia de sus calles y puentes conectan con un universo en el que se cruzan la historia, la música y la literatura; un museo a cielo abierto que milagrosamente se salvó de los bombardeos de la Segunda Guerra
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Caminar por Praga es mucho más que una aventura turística; es una experiencia que atraviesa todos los sentidos y que, de alguna forma misteriosa, nos conecta con un universo en el que se cruzan la historia, la música y la literatura. Es el encuentro con la identidad de un pueblo que ha conocido los peores dolores y tragedias y que, precisamente por eso, celebra la vida de un modo muy especial.
Decir que Praga es una ciudad mágica tal vez sea caer en el lugar común. Pero caminar por sus calles o cruzar sus puentes en una tarde de primavera, asomarse a sus iglesias, escuchar sus sonidos y mirar sus colores produce exactamente eso: una mágica vibración espiritual. Praga es una ciudad envolvente y musical, en la que el Moldava fluye con ritmo sereno y en la que el espíritu de Kafka, junto al de grandes artistas y compositores, impregna la atmósfera cotidiana con una presencia constante.
Este año se cruzan dos aniversarios que movilizan a la República Checa: 100 años de la muerte de Kafka y 200 años del nacimiento de Bedrich Smetana, uno de los grandes genios de la música clásica. No son meros hitos cronológicos. Recuerdan a próceres culturales por los que los checos sienten un especial orgullo. Son nombres que de algún modo definen su identidad y refuerzan los lazos entre pasado y presente, que todo el tiempo se reflejan en la idiosincrasia de este país.
Smetana (1824-1884) compuso sus mejores obras cuando había quedado completamente sordo. Un dato que nos recuerda los misterios y paradojas de la vida: Beethoven también había perdido la posibilidad de oír la música y las voces, como Borges, la de ver los colores y las letras: “Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche”.
Valgan la cita y la mención del gran maestro de la literatura argentina para marcar el contraste en la valoración de los “próceres culturales”. Kafka es en Praga una estrella viviente: una atracción turística, una referencia ineludible, un símbolo del humanismo que se recuerda a través de esculturas públicas, como la impactante “cabeza de Kafka”, festivales, museos y homenajes permanentes. Para visitar su casa hay que hacer largas filas y reservar con anticipación. En la calle Maipú 994, donde Borges vivió por más de cuarenta años, se robaron la placa que lo recordaba.
Los artistas e intelectuales checos están en los nombres de las calles, en los monumentos de los parques y hasta en las paredes de los bares. Eso lleva, por ejemplo, a descubrir algunas curiosidades: la “calle Neruda” es una de las más transitadas del circuito turístico porque conduce, después del Puente de Carlos, hasta el castillo de Praga. ¿Es un homenaje al poeta chileno que ganó el Nobel en 1971? No. Lleva el nombre del escritor checo Jan Nepomuk Neruda, que nació y vivió en Praga en la primera mitad del siglo XX y que le prestó el nombre al autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. “Nuestro” Neruda sudamericano se llamaba en realidad Ricardo Neftalí Reyes y, al igual que otro Nobel de Literatura, Bob Dylan, decidió abandonar su propio nombre. Eligió como seudónimo el de aquel escritor checo que Praga recuerda en la denominación de una calle encantadora.
La literatura es un pilar central de la cultura checa. Bibliotecas como la Klementinum o la del Monasterio Strahov (donde se filmaron escenas de un éxito de Hollywood como Casino Royal) conservan tesoros de valor incalculable y son verdaderos íconos del patrimonio cultural de la humanidad. Pero tal vez la música clásica sea en este rincón de Europa un arte más popular.
La música, como el fútbol
Para entender el vínculo de los checos con la música vale la pena rescatar una metáfora que aporta el director de orquesta Vaclav Luks: “en los siglos XVIII y XIX, la música era para los checos lo mismo que fue en el siglo XX el fútbol para los argentinos o los brasileños: los hijos de las clases trabajadoras buscaban en el piano o el violín el sueño de convertirse en cracks para sacar a sus familias de la pobreza, como lo hace un sudamericano con la pelota en un potrero”. Es una comparación acertada, porque de la misma forma que hoy puede verse a un chico haciendo “jueguitos” o pateando penales en cualquier plaza argentina, en la República Checa puede escucharse a un pianista tocar en la calle o en los parques, donde muchas ciudades instalan pianos públicos para que cualquiera ejercite ese talento: lo hacen todo el tiempo, y no por una moneda ni “a la gorra”, sino por el simple placer de tocar. Así, gente de todas las edades aporta una melodía inspiradora al trajín de la vida urbana.
Ese vínculo nace en las escuelas: la música y la danza forman parte de la enseñanza secundaria. Un martes o un miércoles cualquiera puede haber en las iglesias, conventos o sinagogas del centro de Praga hasta siete o diez conciertos simultáneos, la mayoría con entrada libre o con un ticket muy accesible.
Praga tiene tal simbiosis con la música que sus guías turísticos no hablan de Einstein como el padre de la Teoría de la Relatividad sino como violinista. El genio de la física dio clases en la capital checa durante tres semestres (entre 1911 y 1912), pero muchos recuerdan su afición por el violín, que despuntaba en un bar de la ciudad vieja donde todavía evocan a aquel violinista vocacional.
Mozart también se enamoró de Praga, a la que sentía como un lugar familiar. En sus primeros viajes, no podía creer que la gente más sencilla conociera de memoria tramos enteros de Las bodas de Fígaro y cantara arias por las calles. Se sintió tan a gusto y tan reconocido, que dedicó la ópera Don Giovanni a esta ciudad, donde además dirigió su estreno. La “ruta de Mozart” puede conectar al visitante con teatros, iglesias y elegantes hoteles y salones donde el célebre compositor austríaco dejó una huella que el tiempo no ha borrado. En el monasterio de Strahov, administrado por una comunidad de monjes norbertinos, muestran con orgullo el órgano en el que Mozart improvisó durante una visita que hizo a fines del mil setecientos. El Teatro Estatal, una joya de la arquitectura neoclásica, conserva la misma elegancia que le dio marco al estreno de Don Giovanni hace más de 230 años, el 29 de octubre de 1787.
Otros genios de la música, como Beethoven o Chopin, también se vieron atraídos por Praga, donde, entre los siglos XVIII y XIX, los celebraban con la misma devoción que hoy pueden generar las mega estrellas de rock.
Las casas donde nacieron o vivieron los grandes compositores checos se han mantenido o reconstruido para transmitir su legado. Antonin Dvorak (1841-1904) nació en una modesta vivienda de un pueblo al norte de Praga donde su padre era carnicero, a los pies de un imponente palacio que, después de haber sido expropiado por el comunismo, volvió a las manos de sus antiguos propietarios. Allí, en el corazón de Bohemia (el territorio del viejo imperio austro-húngaro en el que se enclava la República Checa), la casa donde Dvorak empezó a acercarse a la música se ha convertido en un museo interactivo que permite transportarse al siglo XIX. Algo similar ocurre en Litomysl, otra pequeña localidad en las afueras de Praga, donde nació Smetana. Su casa familiar forma parte del área de servicios de un palacio renacentista en el que su padre era maestro cervecero. Esa construcción anexa hoy recibe tantas visitas como la imponente construcción de la aristocracia decimonónica.
La sensibilidad por el arte tal vez les haya permitido a los checos sobrevivir a la tragedia. Es un país que sufrió los horrores del nazismo y la pesadilla del comunismo stalinista. Vivió cuarenta años asfixiado detrás de la Cortina de Hierro. Hoy es una vigorosa democracia parlamentaria, con una economía que ha sufrido altibajos, pero que goza de estabilidad y ha alcanzado estándares equitativos.
Si se quiere, se podría ver en su actual gobierno, afín a la socialdemocracia, una especie de metáfora del espíritu checo: su presidente, Petr Pavel, es un ingeniero y exgeneral que lideró el comité militar de la OTAN. Su perfil representa la racionalidad y el orden, dos valores que pueden percibirse en un simple recorrido por el territorio checo. El primer ministro, la figura política e institucional más relevante, es Petr Fiala, un intelectual que proviene del ámbito académico y fue rector de una prestigiosa universidad con una rica tradición en carreras vinculadas al arte. Encarna esa sensibilidad humanística que también se nota a simple vista en las ciudades checas y que se entrelaza en la identidad de un país que valora tanto el orden como la libertad.
Política y cultura
Alcanza con llegar al aeropuerto de Praga para conectarse con esa diagonal en la que la política y la cultura se articulan a través de nombres propios: el aeropuerto lleva el nombre de Václav Havel, un dramaturgo y escritor que llegó a ser jefe de Estado. Fue el último presidente de Checoslovaquia y el primero de la República Checa, cuando se produjo la escisión en 1993. Havel había sido un líder de la resistencia contra el comunismo y su obra ensayística y literaria se convirtió en un alegato contra los abusos del régimen. En El poder de los impotentes (1978) denunció un modelo social en el que los ciudadanos se veían obligados a “vivir dentro de una mentira”. Participó del movimiento de protesta del 68, que pasó a la historia como la Primavera de Praga, y luego fue un actor central de la Revolución de Terciopelo, que en 1989 terminó con el régimen comunista.
La sociedad checa convive con esos contrastes históricos. Hay generaciones de padres y abuelos que han transitado la mayor parte de sus vidas durante el comunismo. Los actuales líderes políticos también se criaron bajo ese régimen. Recién ahora empieza a producirse un relevo, cuando cumple 35 años la generación que nació en libertad.
El exilio de Kundera y Albright
Los horrores del siglo XX desgarraron a un país que quedó marcado por el exilio y la persecución. Muchos ciudadanos checos fueron expulsados y despojados de su nacionalidad. Abundan los símbolos de esa tragedia, pero tal vez deba repararse en dos figuras contemporáneas que nos resultan cercanas: Milan Kundera (1929-2023), el autor de La insoportable levedad del ser, había nacido en la ciudad universitaria de Brno. Era un checo cabal, orgulloso de su identidad. Pero el comunismo le quitó su nacionalidad en 1979 por la publicación de El libro de la risa y el olvido. La literatura nunca se llevó bien con el autoritarismo y la opresión. Tampoco el humor ni la ironía. Kundera ya se había exiliado en París, donde murió como ciudadano francés.
Otro símbolo se encarna en la mítica figura de Madeleine Albright (1937-2022), la primera mujer en ocupar la Secretaría de Estado norteamericana, bajo la presidencia de Bill Clinton. Había nacido en Praga, en el seno de una familia judía, con el nombre de Marie Jana Korbelová. Sus abuelos debieron huir de las garras del nazismo. La familia pudo volver tras la caída de Hitler, pero luego a su padre también le tocó emigrar, empujado por el comunismo. Como Kundera, Albright murió con otra nacionalidad, en este caso la estadounidense. Ninguno de los dos perdió jamás el amor por sus raíces.
De esa historia de supervivencia da testimonio el patrimonio arquitectónico de Praga, donde el pasado y el presente se cruzan en una mixtura armónica. Milagrosamente, la ciudad se salvó de los bombardeos de la Segunda Guerra, tal vez porque siempre se la reconoció como una suerte de museo a cielo abierto. Así es como su tejido urbano hoy combina las herencias de los estilos gótico, barroco, art nouveau y rococó con íconos modernistas, desde el cubismo y el brutalismo hasta la vanguardia que simboliza un arquitecto como Frank Gehry (el “padre” del Guggenheim de Bilbao), que en Praga puso su sello en un edificio rupturista (la caza danzante) que “baila” frente al Moldava.
A esos contrastes alude con precisión y poesía el periodista y escritor español Carlos Pascual: “la piel de Praga es un espejo con destellos de gótico, de barroco, de modernismo. Pero debajo oculta un acuífero o bolsa subterránea donde se mezclan la magia, la música, la cábala… el misterio más insondable”.
Tal vez esa mezcla y ese eclecticismo simbolicen la identidad inclasificable de una ciudad y una nación que fueron cabeza de un imperio, sufrieron la invasión de los nazis y cayeron bajo el yugo del comunismo, sin dejar nunca de luchar por la vida y por la libertad, sin abandonar la esperanza ni el humanismo. Los checos están orgullosos de su fortaleza y, a la vez, de su sensibilidad. Les sobran razones: con esa amalgama y ese espíritu, han podido sobrevivir a todo. Han conservado su lengua y su identidad. Hasta preservaron su moneda (la corona checa) a pesar de integrar la Unión Europea. Hoy son un bastión de la cultura, la democracia y la belleza. Es una tierra para conocer, pero sobre todo para emocionarse y aprender.
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