Los Victory Verticals de la compañía Steinway & Sons fueron creados para llevarlos al campo de batalla y levantarles la moral a los soldados en la Segunda Guerra Mundial
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Mi madre tuvo un piano en su infancia. En una ocasión, mientras practicaba sus escalas o tal vez interpretaba alguna pieza, un pequeño ratón se escabulló entre sus pies, saliendo de atrás de los pedales, y corrió por la casa. Cuando los gritos generalizados se acallaron, debajo de la tapa del piano descubrieron que el roedor se había entretenido con las felpas de las teclas y estaban todas mordisqueadas y en malas condiciones. El piano salió por la misma puerta que el ratón y fue el fin de la carrera pianística de mi madre. Creo que de alguna forma le estaba agradecida por salvarla de las largas horas de ejercicios y práctica.
Aún sabiendo eso, pero seguramente por esa pequeña amnesia que sufren los padres cuando les toca el turno de criar hijos, decidió que exponerme a las bondades de un piano era una buena idea. Puede incluso que yo haya tenido un entusiasmo inicial. La idea de lucirme frente a un público imaginario me gustaba.
Unos años antes, mi madre ya había tenido otra idea para mí que tampoco habría de resultar: el ballet clásico. Era una actividad extraescolar que requería cierta disciplina y me quitaba tiempo libre. Recuerdo que una tarde bajé de la camioneta que me dejaba en esa parte cortada de Pelliza, en Olivos, casi sobre la vía muerta, y atravesé lo que me parecía un eterno jardín hasta el vestuario junto al estudio. Como no llegaba a hacer una parada en casa, mi madre me mandaba con una valijita de picnic (era amarilla, imitando la forma de la cucha de Snoopy) con una leche chocolatada y un sándwich de pan lactal al que le había cortado cuidadosamente los bordes. Ese gesto pequeño, que registré aun a los 7 u 8 años, me hizo extrañarla terriblemente y fingir algún malestar para que fuese a buscarme. Yo solo quería volver a casa y estar con ella. Atrás quedaron las zapatillas de baile de media punta con olor a la resina que pisábamos en esa caja para no resbalar, el rodete tirante con la redecilla en rosa, la malla negra, los demi plié y las pirouettes buscando siempre un punto fijo para no perder el equilibrio en los giros.
Después del ballet fallido, entonces, vino por una temporada un piano heredado de mis primos, y después, cuando los vecinos decidieron vender su Steinway vertical, mis padres lo compraron. Fue una mudanza de unos pocos metros y llegó con su olor a madera y sus teclas de marfil.
Con él vino una profesora de ochentosa melena de rulos y largos dedos de uñas cortas que se movían sobre el teclado. Había algo de su estilo que me gustaba, pero yo había decidido que de grande tendría uñas largas color rojo furioso, algo imposible en una pianista. Si bien tenía cierta facilidad a la hora de tocar, recurría casi exclusivamente a la memoria para no leer música. Me costaba leer in situ la clave de fa que correspondía a la mano izquierda. Regida por lo que mi madre siempre llamó “la ley del mínimo esfuerzo” decidí colocar debajo de cada nota su conversión a clave de sol en letras muy claritas en lápiz negro. Asumí que la profesora Margarita no las vería desde su lugar en la banqueta que compartíamos. Error. Lo vio todo y me pidió furiosa que llamase a mi madre. Mi “machete musical” fue también el comienzo del fin de mi carrera como pianista.
Steinway & Sons, la compañía responsable de la fabricación de ese piano, fue fundada en 1853 sobre Varick Street, en la ciudad de Nueva York por un inmigrante alemán llamado Steinweg que adaptó su apellido a Steinway para acomodarse a los sonidos del nuevo país. En su Alemania natal había comenzado fabricando pianos en su cocina y ya establecido en Nueva York vendió el primero por 500 dólares.
Tiempo después, durante los largos años de la Segunda Guerra, las restricciones en el uso de materiales como el cobre y el bronce hicieron que la fábrica operara al mínimo. Nadie escapaba al esfuerzo bélico y fabricar féretros a pedido de la compañía nacional de ataúdes fue un emprendimiento triste y poco rentable para quienes solían fabricar música.
Sin embargo, el rumbo cambió y a Steinway & Sons le fue encomendada una tarea novedosa: diseñar pianos resistentes que pudiesen ser enviados al campo de batalla para levantar la moral de los soldados que estuviesen sirviendo en el frente. Así fue que lanzaron sus Victory Verticals o verticales de la victoria. Se trataba de pianos verticales no demasiado altos, de alrededor de un metro (40 pulgadas) identificables por sus colores militares (verde oliva, azul y gris) y una ausencia de las patas delanteras que los hacía fácilmente transportables. Un aviso publicitario de la compañía de 1943 lleva la leyenda “este Steinway viajó en una fortaleza voladora” y muestra la imagen del piano colocado estratégicamente debajo de una ilustración de un bombardero B-17. Los Victory Verticals llegaron a cada escenario de batalla y hasta llegó a lanzárselos con paracaídas en los lugares más remotos. Para el final de la guerra unos 5000 ejemplares habían sido tocados en Asia, África, Europa, EE.UU. y el Pacífico Sur.
Mi madre se prepara para mudarse y el piano no se irá con ella. Por el número de serie que lleva en su interior, creemos que el Steinway K-52 vertical con cada una de sus piezas originales intactas data de finales de la década de 1930. Relatando su historia volví a encariñarme con él. Próximo a cumplir 100 años, aún suena vibrante y joven, pero para mantenerse así alguien deberá tocarlo cada día. Me ilusiona imaginarlo sonando en algún lugar, con manos más expertas que las mías, manos que no tengan que copiarse una nota musical en un machete.
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