Los turistas y transeúntes que recorren la ciudad ignoran la existencia de esa París subterránea y recorren la superficie sin detenerse siquiera en las bocas de tormenta que no son otra cosa que una puerta de acceso al inframundo.
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Una noche mi padre regresa con una pila de discos de cartón blanco, rígidos, que creo venían con esas latas de material fílmico con las que él trabajaba. Normalmente se hubiesen tirado, pero él sabía que me vendrían bien para dibujar. Una caja de acuarelas, un frasco de vidrio de mermelada lleno de agua limpia y los pinceles: me he propuesto pintar un monstruo. Tras los primeros trazos y al enjuagar el pincel, el agua se tiñe de colores: primero es una limonada, luego de usar el azul parece la savia de una planta, pero después de pintar con los rojos se convierte en un jugo espeso completamente opaco y de color marrón verdoso.
Anne Hidalgo, alcaldesa de París, se sumerge en las aguas del Sena frente al ayuntamiento y nada algunas brazadas, algo que ha estado prohibido para los parisinos desde 1923, hace 100 años. Ya entonces las aguas contaminadas lo hacían peligroso para la natación. La idea es probar que los esfuerzos que ha hecho París por sanear su río (y los 1400 millones de dólares invertidos desde 2015) han sido efectivos y que los atletas olímpicos podrán nadar allí en las competencias de agua tal como se planeaba.
Normalmente, cualquier cosa que involucre nadar y más si es con vistas maravillosas como la torre Eiffel (no importa cuán trillada sea la imagen) me resultaría algo maravilloso. Sin embargo, lejos de fascinarme, lo que veo me aterra. Es un día de sol y aun así las aguas del Sena se ven verdosas y oscuras, casi como ese líquido que quedaba en mi frasco después de pintar. Unos días antes la ministra de Deporte había intentado lo mismo y la pude ver arrastrándose por una plataforma llena de lodo y verdín que la llevaba hacia el agua. A medida que se va sumergiendo, su cuerpo parece desaparecer bajo una manta turbia, y a pesar del grueso traje de agua, el hecho me parece impensable. No es la potencial presencia de bacterias como la Escherichia coli que preocupa a los que piensan en los nadadores olímpicos lo que me asusta. Es más bien la presencia de algo oscuro en las profundidades del Sena, algo que podría tragársela de un bocado.
En los veranos interminables debajo del agua, solía escaparle a lo más hondo de la pileta, allí donde siempre se acumulan las hojas que cayeron durante el día y que mientras nado parecen moverse sin razón aparente. Sé que debajo hay una rejilla en la que, estoy segura, se esconde una criatura temible de la que solo me salvo nadando a toda velocidad de regreso a “lo bajito”. Es sabido que la bestia no ataca en aguas poco profundas. A veces en mi cabeza infantil se trata de la misma criatura que vive debajo de mi cama y que durante la noche espera inmóvil a que baje los pies para agarrar mis tobillos. Mientras esté sobre la cama, casi como en una balsa que flota en un río oscuro, estoy a salvo.
Si París siempre tuvo una obsesión con su río Sena, Víctor Hugo la tuvo con las alcantarillas y cloacas de la ciudad. Las fuertes lluvias inevitablemente las inundaban y terminaban por volcar toda su podredumbre sobre las aguas del río.
Calcada, casi como una réplica de lo que se ve a la luz del sol, “París tiene debajo otro París; un París de cloacas; que tiene sus calles, sus cruces, sus plazas, sus callejones sin salida, sus arterias y su circulación, que es de fango y sin forma humana”. Eso escribirá Víctor Hugo en Los Miserables, particularmente en lo que titula “El intestino del Leviatán”, donde compara las cloacas parisinas con las tripas de esa mítica bestia marina de la Biblia, parecida a un dragón y a la que es imposible decapitar.
Los turistas y transeúntes que recorren la ciudad ignoran la existencia de esa París subterránea y recorren la superficie sin detenerse siquiera en las bocas de tormenta que no son otra cosa que una puerta de acceso al inframundo.
La historia de la ciudad está intrínsicamente ligada a la de sus alcantarillas y cloacas. Durante siglos y hasta la Edad Media, los parisinos obtenían el agua potable de pozos o directamente del Sena. Los desechos acababan a su vez en pozos ciegos o se vertían en las calles y terminaban por regresar al río. Las pestes y enfermedades estaban a la orden del día y se dice que hubo tiempos en los que París se bañaba en sus propias cloacas.
Recién en el siglo XIX, como parte de la gran remodelación de la ciudad puesta en marcha por el barón Georges-Eugène Haussmann, se llamó a un ingeniero (Eugène Belgrand) que diseñaría una red completamente nueva de túneles subterráneos que dividirían de una buena vez las aguas potables de las no potables y las residuales. Para 1878, para orgullo de la ciudad, los túneles de esta red recorrían más de 660 kilómetros y en los siglos siguientes llegarían a los 2600.
Entre las múltiples ofertas que brinda la llamada Ciudad Luz, también ofrece el Musée des Egouts (museo de las cloacas) que invita a recorrer parte de su intrincada red de calles, túneles y galerías subterráneas como lo harían Jean Valjean en Los Miserables o el Fantasma de la Ópera, con similar entusiasmo de quien promociona una visita al Louvre.
Cuando termino de pintar mi madre me recuerda que lave los pinceles. Si no los cuido quedarán duros y con el tiempo no se podrán usar. Vestida con una camisa vieja de mi padre que me han adaptado como delantal y me llega hasta las rodillas, llevo con cuidado el frasco con el agua verdosa para vaciarla en el lavatorio del baño. La sigo con la mirada mientras se escurre por la rejilla y desaparece. Vaya saber uno donde irá y en qué forma regresará.
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