Debido a un sesgo perceptivo, un estímulo visual vago y aleatorio se puede ver como una forma reconocible
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Es temprano a la mañana y me despierta el ruido de la máquina de café que llega desde la cocina. Si bien cualquier ruido a esa hora podría disparar mi mal humor, saber que mi marido traerá a la cama una taza humeante ya me alegra. Pocas cosas deseo tanto como el café a la mañana. El chorro que cae hasta la taza forma una espuma perfecta y las burbujas diminutas quedan flotando en la superficie hasta acomodarse y algunas estallan hasta desaparecer. Cuando bajo la mirada, el remolino de espuma más claro sobre el fondo oscuro del café ha formado lo que es, claramente, una cara sonriente que me mira desde la taza. Creo incluso que guiña un ojo.
Una vez creí reconocer en un perchero metálico un personaje de cabeza redonda y enormes ojos, con sus brazos extendidos como festejando una victoria. Los ojos eran los tornillos que lo amuraban a la pared y los ganchos metálicos formaban unos brazos lanzados al aire como Rocky Balboa después de un triunfo. Me cayó tan bien que decidí sacarle una foto. En otra oportunidad creí reconocer el perfil de una leona entre un repugnante puñado de pelos que habían quedado en la ducha. También le tomé una foto.
El hecho de reconocer formas familiares en objetos inanimados tiene un nombre, uno bastante elegante para algo que sucede frecuentemente y no reviste ni riesgo ni particular admiración para quien lo experimenta. Pareidolia, así se llama. Se trata de un fenómeno psicológico por el cual un estímulo visual vago y aleatorio como podrían ser desde unas nubes regordetas que flotan en el cielo hasta algo menos placentero como manchones de humedad en una pared, se perciben, debido a un sesgo perceptivo, como una forma reconocible. Y así, las nubes se convierten de repente en un conejito saltarín y el manchón de humedad por un juego de luces y sombras, casi como un Caravaggio de tonos verdosos y oscuros, es un rostro amenazante que acecha desde un rincón.
El test de Rorschach, sin ir más lejos, consiste en la interpretación de diez láminas con manchas de tinta. La tinta, colocada sobre un papel que fue doblado al medio, da como resultado estas manchas simétricas pero poco estructuradas y bastante ambiguas. Desarrollado como técnica de psicodiagnóstico por el psicoanalista suizo Hermann Rorschach, se publicó en 1921 y alguna vez recuerdo haber respondido a cada lámina haciendo un ejercicio que sin ninguna dificultad venía haciendo desde toda una vida. Vi payasos, niñas tomadas de las manos con colitas de caballo, unos camareros girando en torno a una mesa y hasta un gigante en perspectiva dando enormes zancadas.
La pareidolia facial es una versión aún más pulida del mismo fenómeno. Los seres humanos parecemos ser campeones a la hora de detectar patrones y especialmente rostros en objetos. Durante mucho tiempo, astrónomos amateurs creyeron ver una cara en el planeta Marte, después que las primeras imágenes del orbitador Viking 1 regresaran a la Tierra en 1976. Muchos siguieron insistiendo incluso cuando se probó que se trataba de un particular juego de luces y sombras que formaba ese “rostro” que parecía una señal desde el espacio.
Científicos de la Universidad de Sydney han descubierto que no sólo vemos caras en objetos cotidianos, sino que además nuestros cerebros procesan esas imágenes de forma tal que podemos reconocer las emociones que expresan, así como lo haríamos con un rostro real, en lugar de descartarlos como detecciones “falsas”. El mecanismo parece haber evolucionado en paralelo con nuestra necesidad como especie de juzgar rápidamente si una persona era amiga o enemiga: el monigote sonriente en mi taza de café o el monstruo de mirada amenazante en ese rincón húmedo de la pared. Una cuenta abandonada de X-Twitter con el nombre de Faces in Things o “Caras en las cosas”, solía dedicarse a recolectar justamente eso: contribuciones de usuarios que detectaban caras en los objetos más inverosímiles.
Somos una especie social sumamente sofisticada y el reconocimiento facial fue clave para nuestra supervivencia. ¿Cuáles son las intenciones y emociones que tiene ese rostro delante de mí? ¿Reviste algún peligro? ¿Está feliz de verme o dispuesto a atacarme? Nuestro cerebro parece funcionar con una suerte de procedimiento de comparación de plantillas. Entonces, al ver un objeto que parece tener dos ojos encima de una nariz y debajo una línea que se asemeja a una boca rápidamente llegaremos a la conclusión de que se trata de una cara. Y el paso siguiente, a juzgar por la curva en esa boca, el alineamiento de las cejas (si las hubiera) y algún otro detalle más será determinar si sonríe, está triste o preocupada.
Algunas noches, en mi cuarto de la infancia, los reflejos nocturnos hacían que las sombras de los árboles se convirtieran en monstruos temibles con largos brazos y manos huesudas listas para rozarme en cuanto me quedase dormida. Pero había descubierto un truco: si las miraba fijo por el tiempo suficiente y pensaba en otra cosa, las figuras se desarmaban y dejaban de dar miedo, para ser simplemente árboles haciendo sombras chinescas sobre el techo. En mi adultez, otros son mis miedos, pero cada tanto las formas me regalan un guiño y reconozco sonrisas, animales y monstruos en los objetos más vulgares. Lo considero una suerte.
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