Esas pequeñas cosas” parece hacer referencia a los asuntos sencillos de la vida, los que no parecen tener demasiada trascendencia o importancia pero que, sin embargo, aprendimos a valorar.
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Hay una diferencia enorme entre el amor a las pequeñas cosas y el amor por las cosas pequeñas. “Esas pequeñas cosas” parece hacer referencia a los asuntos sencillos de la vida, los que no parecen tener demasiada trascendencia o importancia pero que, sin embargo, aprendimos a valorar. O incluso puede encerrar una pátina nostálgica, como en la canción de Joan Manuel Serrat. Casi nunca son objetos ni cosas tangibles. Tiempo con los que queremos (cuando sabemos que no será ilimitado), el disfrute de un buen libro, una siesta bajo los árboles, un día perfectamente soleado en un otoño húmedo. Uno podría seguir la lista, y casi como el slogan de esa publicidad de galletitas de los años setenta, podríamos decir que “en las cosas simples está el verdadero sabor de la vida”.
Pero esto no se trata de “aquellas pequeñas cosas”, sino de cosas pequeñas en forma literal: objetos diminutos. ¿Por qué nos fascinan? Souvenirs en forma de llavero, imanes de heladera, estatuas en miniatura en el Antiguo Egipto o las casas de muñecas victorianas; el arte de encoger objetos parece tener un efecto sobre nosotros desde siempre, y los académicos se han encargado de estudiarlo. En su ensayo sobre “Figuras en la Babilonia Helenística”, la académica Stephanie M. Langin-Hooper afirma: “En ese momento histórico que cambió el mundo, cuando los imperios chocaron y se formaron nuevos reinos, la gente común usó estatuillas (representaciones en miniatura de personas, animales y dioses, en su mayoría hechas de terracota barata) para descubrir su lugar en un mundo nuevo y multicultural.” Es como si el tamaño convirtiese a la más temible de las fieras en algo inofensivo, al caos en algo controlable.
En Instagram sigo una cuenta llamada “Mi vida en miniatura” (@myminiaturelife_yt), en la que nuestra vida cotidiana de desayunos, idas al supermercado, ratos de lectura y limpieza de ropa está recreada con objetos a veces tan diminutos que tienen que ser maniobrados entre las puntas del dedo y un pulgar o una pinza. Nuestras actividades y escenarios más triviales allí recreados se vuelven instantáneamente fascinantes.
En mayo pasado salió a subasta una importante colección de figurillas de animales esculpidos a principios del siglo XX por el joyero Peter Carl Fabergé. Hacía tiempo que Fabergé se había convertido en el favorito de los Romanov, los últimos zares de Rusia. Después de que el zar le comisionase a la firma el diseño de un primer huevo de pascua imperial en 1855, la tradición continuó hasta 1916, apenas un año antes de la Revolución y el sangriento final del zar Nicolás, su esposa, la zarina Alejandra, y sus cinco hijos Olga, Tatiana, Maria, Anastasia y Alekséi, asesinados en el sótano de la casa donde habían sido mantenidos prisioneros el 16 de julio de 1918.
El catálogo del remate se detiene en detalle en cada una de las criaturas que forman la colección. Los animalitos, que no superan en alto los ocho centímetros, están hechos de piedras semipreciosas e incluyen personajes como un sapo parado sobre sus manos en una simpática pirueta con ojos de rubí, un hipopótamo o una gallina de patas de oro. Entre las piezas más valiosas de la colección se encuentra un lirón sentado “modelado de forma naturalista y tallado en detalle, con relieves en ágata estriada color miel, acentuado con bigotes plateados y masticando hilos de paja hechos de oro que sostiene en sus manos”. Los ojos son zafiros. ¿Su precio? Entre los 100.000 y 150.000 dólares.
Mi preferido del lote es, diríase, más modesto: se estima que no superará los 44.000 dólares. Se trata de un conejito de cuarzo ahumado, al estilo de las miniaturas netsuke japonesas, parado sobre sus patas traseras con su nariz olfateando el aire y diamantes rosados por ojos. Según se lee en su historia, luego de su paso por el Artikvariat, el departamento del Ministerio de Comercio instaurado por Lenin después de la Revolución para manejar la venta y exportación de piezas expropiadas por el gobierno revolucionario a las elites, los museos y palacios imperiales como el Hermitage y Gátchina, el pequeño conejo alguna vez fue propiedad del rey Pablo de Grecia, hasta que se vendió en Christie’s, en 1957.
Entre los varios cuentos fascinantes que mi padre me inventaba para dormir estaba el del señor con su granja de miniaturas. El hombre (al que mi padre definía como un viejo conocido al que ya no veía) tenía su propia hacienda de animalitos de granja que cuidaba en su escritorio. Corrales con algunas vacas pastando o gallinas que se sostenían en los bordes de un lapicero y realizaban vuelos cortos de un lápiz a otro. Un conejo travieso al que le gustaba escabullirse y usar el anillado de un cuaderno como túnel. Y las ovejas, claro, casi como bolitas de algodón que vagaban libremente, pero indecisas frenaban todas juntas en el borde del lomo de un libro, inmóviles hasta que una daba el primer paso: ahí sí, saltaban como una catarata de burbujas blancas. De chica me preocupaba saber exactamente cuál era el tamaño de los animales de esa granja. Mi padre me hacía extender mi mano y me indicaba que allí entrarían no más de dos o tres. Pero en la suya, sin embargo, una media docena.
–¿Y tu amigo las puede tocar?
–Claro, porque a él lo conocen.
Y así, con solo apoyar su mano con la palma hacia arriba sobre el escritorio, las ovejitas saltarían y treparían confiadas. Hoy no sé si me fascina más la idea de ovejas que balen bajito sobre la palma de mi mano o el tiempo que mi padre dedicaba a inventarme estas historias. La magia de las pequeñas cosas y la de las cosas pequeñas, juntas.