El relato en primera persona de un joven que convivió durante una década con esta enfermedad inflamatoria de la piel; los prejuicios y cómo logró superarlo
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Vivir con acné implica muchos momentos incómodos: levantarte y descubrir granos que el día anterior no tenías, que te duela sonreír o lavarte la cara porque la tienes llena de heridas. Para mí, sin embargo, el peor momento era el que tenía que enfrentar en el espejo cuando estaba a punto de salir de mi casa en un día en el que sentía que mi cara estaba destrozada.
El acné es una enfermedad inflamatoria de la piel, pero en ninguna de esas palabras encuentro yo una pista para entender la experiencia emocional y social por la que pasé los últimos casi 10 años.
Tuve un acné quístico crónico —a veces más grave, a veces menos— que me hizo pasar por cuatro dermatólogos, costosos tratamientos, sube y bajas emocionales y una reflexión sobre la autoimagen.
Lo saben los dermatólogos: el acné puede tener efectos devastadores en la vida de una persona, en su autoestima, en su calidad de vida. Puede llevar a las personas a aislarse de su red de apoyo, a renunciar a su trabajo, a dejar de ir a la universidad.
Es un problema que suele llegar, además, en un momento de fragilidad emocional y en el que la apariencia física muchas veces puede ser la diferencia entre el éxito y el fracaso social.
Cuando el acné te encierra en tu cabeza, es difícil pensar en otra cosa. A mí, en esos momentos en los que mi piel estaba tan inflamada, enrojecida, adolorida, fea, salir a cenar con amigos o a una fiesta se me volvía casi imposible de disfrutar. La rabia y la vergüenza se convertían en un laberinto.
Recuerdo, por ejemplo, que el día en que me ofrecieron mi primer trabajo mi piel estaba en uno de mis peores momentos. Me senté con mi jefa a discutir sobre el cargo, pero lo único que quería era que la reunión se acabara. No hubiera querido que nadie me hubiera visto así. Mi mente claramente no estaba ahí.
Nota. Ningún tratamiento mencionado en este artículo se debe seguir sin el diagnóstico y el acompañamiento de un dermatólogo. La Asociación Academia Estadounidense de Dermatología recalca que cada piel es única y ningún tratamiento funciona para todo el mundo.
Ciertos medicamentos de venta libre pueden ayudar en adultos que enfrentan casos leves de acné. Cuando las lesiones no mejoran, lo recomendable es visitar un dermatólogo.
Un acné como muchos
Como para la mayoría, mi acné empezó siendo uno más de los cambios que vienen con el desborde hormonal de la adolescencia. A cierta edad es una especie de igualador con los demás. La primera vez que fui al dermatólogo por acné no sentía que tuviera aún un problema grave.
En la primera cita, me recetó un antibiótico. Una pastilla al día. No me explicó demasiado, pero tampoco era lo que yo quería. Quería una solución rápida para los granos que se me empezaban a amontonar en la frente, las sienes y la nariz, y las pastillas parecían una. También me armó una rutina de varios pasos para el cuidado de la piel que seguí detalladamente y me recomendó hacerme periódicamente una limpieza facial con extracción de comedones.
En todos los años que tuve acné activo, me hice al menos una veintena de esas limpiezas, todas dolorosas hasta las lágrimas. En una, la esteticista me dijo que nunca había visto una piel con tantos comedones. Otra me dijo que menos mal que yo era el último paciente del día porque si no, no habría alcanzado a extraerme todas las espinillas. No eran comentarios malintencionados, pero me hacían sentir deforme, monstruoso casi. Tardaban más las cicatrices de las limpiezas en desaparecer que los granos en volverme a salir.
Duré algunos meses siguiendo el tratamiento, pero no funcionó, así que dejé de ir a las citas con ese dermatólogo. Sí le agradezco que me dijo en una que “comerme una cucharada de mantequilla al día era malo para el colesterol, pero no para la piel”. Me liberó de una culpa que tenía porque mi papá me insistía que los granos eran consecuencia de mis hábitos alimenticios.
Al dejar de tomar las pastillas, mi piel empeoró. Estaba peor que antes de ir a la primera consulta. Sentí entonces (equivocadamente) que estaba mejor lejos de los dermatólogos buscando una solución por mi cuenta.
Había meses en los que el acné se me olvidaba un poco. Pero, había otros en los que se me poblaba la cara de espinillas y buscaba desesperadamente soluciones en internet o siguiendo consejos no pedidos de familiares y amigos.
Sobre el acné y el cuidado de la piel hay demasiada información. Es la enfermedad de la piel más común en el mundo. Mucha de esa información promete una mejora inmediata: mascarillas caseras, baba de caracol, crema dental, no comer lácteos, cremas, procedimientos cosméticos... La oferta es extensa y abrumadora.
Hoy sé que la enorme mayoría de esa información es anticientífica y contraproducente. Yo intenté todo: jugo de limón con miel, agua de arroz, mascarillas de avena. Ningún producto por el estilo puede ayudar a combatir el acné. El acné se debe a que los poros se taponan y acumulan sebo y bacterias. Cualquier sustancia no indicada puede terminar empeorándolo.
Mi piel en pedazos
La segunda vez que consulté a un dermatólogo, varios años después y con un problema más serio en la cara y en la autoestima, decidí ir a uno de mi seguro de salud en Colombia, porque era más barato.
La solución que me propuso: el mismo antibiótico, otra vez, acompañado ahora de dos productos para usar aplicados en la piel que tenía que mandar a hacer, de acuerdo con la receta del doctor, en un laboratorio.
Cuando llevaba una semana siguiendo la receta de ese segundo doctor, un golpe bajo. Mi piel tuvo una reacción indeseada a uno de los productos y se me comenzó a pelar la piel de toda la cara. Eso es normal cuando uno usa ciertos peelings químicos, pero no lo era en mi caso.
Cuando oigo a mi dermatóloga actual explicarme cómo empiezan a aislarse las personas que sufren de acné, pienso en ese momento en el que mi piel se estaba literalmente cayendo por pedazos. Fueron semanas en las que limité muchísimo mi vida social. Hacía estrictamente lo necesario en la universidad y me regresaba a mi casa.
Entraba muchas veces al baño para revisar que no tuviera un pedazo de piel muerta en la ropa. Abrazar a mis amigos en la universidad estaba descartado. Fueron días en los que sentí que mi piel me estaba gritando todo el tiempo.
Por segunda vez, un intento por mejorar mi piel terminaba mal. La frustración se empezaba a acumular y sentía que estaba cargando con algo que no me merecía. Volví al dermatólogo para contarle lo que había pasado. Me recetó una crema para controlar la reacción (dermatitis). Y claro, me suspendió los productos que me la estaban causando. Eran productos que me habían costado mucho dinero y que tuve que tirar a la basura.
El día en que fui con la piel deshecha al consultorio, la consulta duró cinco minutos, no sentí ninguna empatía de su parte. Ni siquiera la reacción adversa hizo ceder a los barros y las espinillas. Para ese momento yo aún sabía muy poco de mi acné.
Me volqué otra vez a Internet en búsqueda de información y llegué a canales de Youtube de reseñas de productos de cuidado de la piel. El contenido que hay por el estilo es infinito.
Después de ver muchas horas a un youtuber español que tenía la piel perfecta que yo soñaba, compré un par de productos: un sérum y un exfoliante químico que estaba muy popular en esa época. El exfoliante, me di cuenta, estaba restringido en países como Canadá y Australia. Tiene una concentración de ácidos tan alta que las leyes en esos países solo permiten su aplicación por parte de un profesional en una clínica dermatológica.
Dejar aplicado un producto así en la piel por más de 15 minutos o usarlo más de la frecuencia recomendada puede ocasionar quemaduras graves. Y, sin embargo, estaba al alcance de alguien como yo, un joven colombiano de unos 20 años que en ese momento no tenía el criterio más científico ni la actitud más serena para decidir qué ponerse en la piel.
Hoy veo esa compra como un síntoma del desespero y como uno de los riesgos a los que se enfrenta uno al buscar soluciones en las redes sociales. Pero, en ese momento, sentía que tantas advertencias sobre ese producto eran justamente síntoma de que sí me iba a servir.
La isotretinoína
Los productos me ayudaron por un tiempo, pero evidentemente para solucionar mi problema de acné no bastaba con productos tópicos. Llegué a la isotretinoína (también conocida como roacután). Me la recetó una tercera dermatóloga a la que fui.
La doctora era una eminencia, aparentemente. Participaba en congresos mundiales de dermatología, les ponía bótox a actrices famosas, y, pues claro, eso restauraba mi esperanza. La isotretinoína es un medicamento que se usa en los casos de acné severo que no mejora con otros tratamientos, como el mío.
La Asociación Academia Estadounidense de Dermatología define el acné severo como uno que “provoca quistes y nódulos profundos y dolorosos, que pueden ser del tamaño de la goma de borrar de un lápiz o mayores”. Yo había escuchado el medicamento y me generaba cierto temor.
La dermatóloga me explicó que, por la edad que ya tenía, los tratamientos que ya había intentado y no habían funcionado, y por el tamaño y el número de las lesiones, mi problema no se trataba de un acné vulgar, es decir el que comúnmente superan las personas luego de la adolescencia.
No era información del todo nueva para mí, pero que me lo dijera ella cambió mi perspectiva. Fue un llamado de atención de que estaba padeciendo un problema de salud que estaba afectando a mi vida. Me dijo que tomara la isotretinoína por tres meses y volviera.
El tratamiento era carísimo: la consulta con la dermatóloga valía el equivalente en pesos colombianos de unos US$100; la isotretinoína, más o menos US$60 al mes. Y a eso había que sumarles los demás productos de cuidado de la piel que tenía que seguir usando y una limpieza facial cada mes y medio.
El salario mínimo en Colombia para entonces rondaba los US$300. Era un lujo, imposible de pagar para la enorme mayoría. Pero, eran solo tres meses, eso creía yo.
Sábanas a la basura
En esos tres meses, tuve muchos efectos secundarios. Como la isotretinoína minimiza las glándulas sebáceas en tamaño y función —me explica mi dermatóloga de ahora Mónica Paredes— altera el proceso de humectación natural de la piel.
La piel de todo mi cuerpo, y de mi cara especialmente, se puso extremadamente seca; los labios peor. De todo, lo más incómodo era que, como el medicamento también seca mucosas de las fosas nasales, tenía hemorragias nasales casi todos los días.
Tuve que tirar varias sábanas a la basura porque se me venía la sangre por la nariz mientras dormía. Manché los manteles de más de un restaurante. Explicarle a alguien que uno está teniendo hemorragias por la nariz casi a diario por un tratamiento para el acné es raro: suena a una cura más grave que la enfermedad.
Aparte de los riesgos reales del medicamento, hay una larga lista de mitos a su alrededor: que puede causar esterilidad, que deja daños a largo plazo. Tiene una muy mala fama en general.
Pero, uno de los posibles efectos secundarios que mencionó la dermatóloga llamó particularmente mi atención. “¿Usted se suele sentir triste?”, me preguntó en la consulta en frente de mi mamá. Era su forma de advertirme de que el medicamento se relaciona con depresión. Mi mente se quedó en blanco. Los efectos de la isotretinoína en la salud mental son materia de mucha controversia entre dermatólogos.
Pero mi dermatóloga, Mónica Paredes, me explica una perspectiva diferente: “Los pacientes que toman este medicamento son los de los acnés más severos. Hay pacientes que tienen realmente muy comprometida su piel. Ese paciente, de base, sin tener ninguna enfermedad mental, por tener ese acné tan severo, puede tener un afecto muy depresivo”. Entonces, “no es claro si los pacientes reportan afecto depresivo por el medicamento”, agrega.
La Asociación Academia Estadounidense de Dermatología (AAD) dice que el tratamiento del acné está asociado con una reducción de los síntomas de depresión. Sin embargo, “no tenemos suficiente evidencia para saber si la isotretinoína está relacionada o puede causar depresión y pensamientos suicidas”, aclara la organización.
En 20 años de práctica como dermatóloga, me cuenta Mónica, suspendió el medicamento preventivamente por síntomas de depresión a no más de diez pacientes. Pero, también me dice que tuvo pacientes que toman medicamento psiquiátrico por depresión e isotretinoína al tiempo, “porque el psiquiatra no los va a sacar de la depresión si no se mejoran de su acné”.
“La isotretinoína lleva más de 30 años en el mercado y es un producto muy consolidado”, me dijo un vocero de Cheplapharm, uno de los fabricantes del medicamento.
“Los potenciales efectos secundarios son bien conocidos y es un producto fiable cuando se utiliza en el ámbito recomendado y de acuerdo con la prescripción”, agregó. Volviendo a mi caso, pasaron los tres meses tomándola y volví donde la dermatóloga de entonces.
En la primera cita olvidó mencionar el tiempo que duraría el tratamiento. Claro, tampoco lo podía saber de entrada, pero no eran los tres meses que yo esperaba. Cuando me vio, me dijo que nos iba a tomar al menos un año.
Otra frustración más. Mis papás no podían seguir pagándolo. Y sentía que el medicamento le estaba haciendo daño a mi cuerpo. Tomar una pastilla diaria de un medicamento que te está generando tantos efectos secundarios es intimidante. Otra vez abandoné el tratamiento.
La mejoría
Llegó la pandemia y fue una especie de alivio para mí, porque nadie me veía. Pero, en tanto volvió la normalidad, volvió también la preocupación por mi piel. Encontré una clínica no tan cara que se especializaba en acné.
Así llegué al consultorio de Mónica. En esa primera cita, le dije que no estaba dispuesto a volver a tomar isotretinoína. Ella me respondió que íbamos a empezar por tratar de desinflamar mi piel con un antibiótico que no había tomado, pero que si no funcionaba ella me iba a sugerir volver a la isotretinoína.
No tengo muy claro por qué la manera en la que me explicó el tratamiento y las decisiones que estaba tomando sobre lo que era mejor para mí me hizo sentir que entendía lo que estaba viviendo.
Mientras le hago preguntas sobre el acné y repasamos mi historia para escribir este artículo, me da una pista. “Yo no le puedo decir a un paciente ‘ay, tranquilo, que hay acnés peores que el tuyo’. Es su piel, es su experiencia, es lo que está viviendo”.
Yo estaba cansado de que los tratamientos no me funcionaran y sobre todo cansado del acné, así que tomé la decisión de comprometerme hasta el final. También había empezado ya a trabajar y me podía pagar el tratamiento yo mismo.
El tratamiento que finalmente sanó mi piel duró dos años. Probamos un par de meses con el antibiótico y terminé volviendo a la isotretinoína, incluyendo en mi rutina varios productos que me ayudaban con los efectos secundarios.
Cuando vi mi piel sin ningún grano, pasado un año, no podía creerlo. Mi cuerpo además se acostumbró y los efectos secundarios disminuyeron. La reacción de mi entorno me sorprendió. La gente me halagaba la piel. Cuando subía una foto a mis redes sociales, mis amigos me pedían consejos.
Claro, toda esa retroalimentación positiva que agradezco y disfruto hace parte de la misma lógica que durante tanto tiempo me hizo sentir mal de tener la cara brotada. Pienso que decir que aceptemos y normalicemos el acné es un discurso estéril. Todos queremos tener la piel libre de imperfecciones.
Pero sí creo que como sociedad debemos tratar de entender los estigmas que nos dispara ver una piel con acné, las asociaciones implícitas que hacemos con el acné y los efectos tan profundos que pueden tener en quienes vivimos con la enfermedad.
Algunas veces, cuando tenía mi cara llena de barros y espinillas, recordaba a Elmer, un personaje de un programa de televisión para niños que tenía un enorme grano en la mejilla. Tenía la típica apariencia de un nerd y hacía parte del grupo de los impopulares en el colegio.
Elmer no es solo Elmer. De hecho, un estudio de London School of Economics concluyó que el acné está correlacionado de forma estadísticamente significativa con mejores calificaciones en el colegio y una peor autopercepción de la apariencia física, la personalidad y la aceptación social.
Ahora mi piel está bastante sana, como tanto lo quise, pero sé que hay muchos estragos que hizo el acné en mi forma de relacionarme conmigo mismo y con los demás que tomarán más tiempo en sanar.
*Por Santiago Vanegas
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