Al costado de la vía, cerca de la estación Martínez, una huerta comunitaria colmada de plantas y flores
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Si uno se para en el paso a nivel, justo antes de cruzar, puede ver cómo las vías del tren dibujan una curva en el paisaje hacia uno de los lados y siguen una línea recta hacia el otro. En ambos casos, el principio de perspectiva por el cual dos líneas paralelas se encuentran en un punto de fuga queda claramente explicado para quien quiera entenderlo. Lo mismo pasa con la figura del tren, que desaparece detrás de los cercos hacia un lado y se hace diminuto hasta perderse de vista por el otro.
En particular, lo aprecio cada vez que cruzo, pero además hoy me detengo en el pasto que crece imparable entre las vías, más verde que en ninguna otra parte. Fueron dos días de tormentas fuertes, uno en cada una de estas semanas que pasaron, y sumados a la primavera que ya está completamente cómoda e instalada, la cantidad de agua que cayó hizo que todo reverdeciera.
Al costado de la vía, cerca de la estación Martínez, en ese espacio de pastizales que es de todos y de nadie, los vecinos de la zona han decidido armar un jardín silvestre y una huerta comunitaria de ensueño. Según los carteles de madera escritos a mano, los encuentros de trabajo se hacen los lunes por la tarde. La gente pasa en sus autos y casi no se detiene. De camino al trabajo lo espío cada mañana con el rabillo del ojo y veo cómo va cambiando con las estaciones.
Cuando puedo, me escapo caminando a verlo de cerca, recorro los pocos metros y hasta me siento en uno de los troncos sintiéndome un poco intrusa. Me propongo venir el día que estén trabajando, aunque me temo que por cercanía me corresponde otra huerta, a pocos metros de la estación en la que vivo. Me pregunto si en la de mi barrio tal vez las enormes tipas que cubren de sombra la calle no permitan que crezcan tantas flores. En todo caso, será cuestión de averiguarlo.
Entre el compost que preparan los vecinos, las parcelas libremente marcadas con pedazos de caña y algunos bancos hechos de grandes troncos talados podemos sentarnos a admirar la tarea entre flores, mariposas y, por qué no, un buen número de abejas que se dan cita también.
Si bien hay un orden, las flores han decidido escaparse y crecer más allá de sus espacios. Trepan por el alambrado que da a las vías, aparecen de repente junto a los rieles y las especies se entremezclan unas con otras. Habiendo nacido junto a las vías del tren, las reconozco.
William Robinson, el irlandés que enseñó a los ingleses a hacer jardinería, tuvo la previsión de reconocer que, cuando se trata de nuestros jardines, es mucho más prudente ceder el control que imponer diseños rígidos al paisaje; más bien dejar que la naturaleza inspire. Su publicación The Wild Garden (El jardín silvestre) en 1870 comunicó al mundo de la jardinería su filosofía de diseños botánicos que dejaban a la naturaleza ser la gran paisajista.
Muy en sintonía con la época en la que la ética promovida por el movimiento británico de Arts & Crafts con William Morris a la cabeza, de belleza y utilidad con una valoración de la oferta local de materiales, sus ideas fueron desparramándose casi como una rastrera que va cubriendo el suelo. Si bien vinieron muchos jardineros de infinito talento después, las ideas de Robinson siguen vigentes.
Algunos recurrirían al término “serendipia” para describir lo que sucede en esos jardines silvestres de Robinson donde se remueven piedras, rocas y yuyos, se abona naturalmente y se plantan las flores. Si bien se los cuida, algunas cosas quedan libradas al azar: se renuncia al control convirtiéndolos en espacios en los que pueden suceder cosas impredecibles. Allí yace su valor.
Después de haber hecho una obra para mudarnos a lo que fue su casa, la maceta en la que mi madre tenía un helecho culandrillo pasó a ser un mero círculo de cemento yermo con infinidad de palitos secos. Nadie se ocupó de regarlo en los meses de obra, y evidentemente las lluvias no fueron suficientes. Ella repetía, desde su nueva casa, que había sido un regalo mío, que se la había traído del Tigre, y que debía tener más de treinta años. Yo recuerdo muy vagamente el día que lo compré. Empecé a regar esa maceta. La empujé al medio de las tormentas. Me pregunté varias veces si efectivamente había decidido morir y si había que sacarla al contenedor de la vereda.
Cuando ya casi me había dado por vencida, empezaron a salir decenas de ramas con hojas diminutas casi fluorescentes de felicidad. Después de tres meses de réquiem, había decidido revivir desde ese lugar que los albañiles le asignaron aleatoriamente cerca de un cantero. Me gustaría que escape de su maceta y tome el territorio de sombra contra el muro de la medianera. Que crezca. Que se revele y se rebele. Y que las plantas y flores que crecen al costado de la vía también invadan mi jardín; que en algunos años los vecinos digan que efectivamente el pasto es más verde de este lado de la cerca. Pero claro, también en eso habrá que renunciar al control.
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