La multifacética escritora norteamericana incentiva a cultivar un jardín como un gesto de esperanza y de compromiso con el futuro e invita a encontrar la felicidad en las pequeñas cosas
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“Estamos creando un mundo nuevo y creo que puede ser, en aspectos cruciales, uno mejor”. Así inicia la charla Rebecca Solnit, escritora y periodista estadounidense, reconocida por su columna en Harper’s Bazaar. Prolífica y versátil autora ha creado términos como mansplaining (cuando un hombre explica algo de manera condescendiente y/o paternalista a una mujer), que desarrolló de manera irónica en su ensayo Los hombres me explican cosas. Pero, además, se ha explayado con visiones críticas sobre muchos de los temas de género. Ha escrito más de dos docenas de libros sobre feminismo, urbanismo estadounidense, migración humana, el ecofeminismo y la disidencia ambiental y el statu quo de los hombres blancos, entre otros temas.
Luego de su último libro, Las rosas de Orwell, se adentró en una realidad sorprendente: dos de las rosas que George Orwell plantó en su jardín aún hoy, 80 años después, siguen floreando de manera profusa. Con una mezcla única de conceptos sobre su obra y ese hecho, ha tratado de mostrar que la expectativa de vida no puede ir por ser feliz todo el tiempo sino en esforzarse por cultivar el pequeño jardín cercano, para disfrutar de las cosas pequeñas. La felicidad diminuta. “Descubrí que no solo tenía un gran entusiasmo por las flores y la jardinería en el mundo natural, sino que arrojaba una luz muy diferente sobre quién era él, que en realidad era esperanzador, entusiasta y divertido, y disfrutaba muchísimo de la vida cotidiana”, relata Solnit.
–¿Cree que la fragilidad de Orwell lo acercó de alguna manera a algo que pudiera permanecer más allá de sí mismo?
–Es verdad. Pasó toda su vida adulta siendo esencialmente un hombre moribundo. Tenía varias enfermedades respiratorias, incluida la tuberculosis que lo hospitalizaría repetidamente con hemorragias pulmonares y enfermedades graves, hasta que se murió con 46 años en 1950. Pero pese a eso, o tal vez debido a ello, se acercaba a donde podía encontrar placer: una taza de té, un buen libro, canciones divertidas, postales graciosas. Descubrí un Orwell que disfrutaba mucho más que esa especie de socialista que intentó transmitir. En sus obras se matizó con un sujeto capaz de escribir en defensa de las flores de muchas maneras diferentes. Encontró refugio a los temas que le preocupaban tanto como para alertar sobre ellos. Lo hizo en cosas simples, como cultivar un jardín no productivo, sino ornamental, por el solo hecho de gozar de las flores. Si la guerra tiene un opuesto, a veces puede serlo el jardín, y la gente ha encontrado un tipo particular de paz en bosques, prados, parques y jardines.
–Esta sensación remite a lo que usted intenta retratar en su libro Not Too Late (No demasiado tarde), en el que busca combatir la desesperación y el derrotismo por el cambio climático.
–Me resisto a pensar en que lo perfecto sea enemigo de lo bueno. En lugar de esperar a que las tecnologías maduren, o que las cosas cambien de manera radical, deberíamos aprovechar las soluciones disponibles ahora. Ha habido una revolución en la energía renovable en las últimas décadas, con un aumento de la eficiencia y una caída de los precios de la energía solar y eólica hasta el punto de que el viento está reemplazando al carbón solo en función del precio. Abordar el cambio climático, podría ser algo más amigable que llegar a un hito. Podríamos pensarlo como un proceso que nos permita utilizar lo que hay disponible.
–Como empezar por nuestro propio jardín, por ejemplo…
–Orwell sugirió en un ensayo de sus experiencias en Birmania, donde integró por un tiempo las fuerzas de la Policía Imperial India, que la plantación de un árbol, especialmente de uno de los árboles de madera dura de larga vida, en referencia a las secoyas que conoció por entonces, es un regalo que se puede hacer a la posteridad casi sin costo y sin apenas esfuerzo. Y si el árbol echa raíces sobrevivirá con creces el efecto visible de cualquiera de tus otras acciones, buenas o malas. Por lo que yo podría decir que cada vez que no te comportes adecuadamente con tu mundo, podrías plantar una semilla de un árbol resistente y duradero.
–A usted le atrae el concepto japonés de kintsugi, ¿verdad?
–Creo que hay una tendencia a pensar que cuando algo se rompe, lo único que quedará serán fragmentos. Me gusta esa idea oriental de reparar una cerámica rota olvidando la apariencia original, sino con pegamento dorado para resaltar las roturas. Si pudiéramos aprender a realzar la belleza de esas nuevas formas que adoptamos luego de nuestras propias roturas y transformarnos en algo diferente, pero igualmente valioso, encontraríamos un camino más amable al enfrentarnos al espejo.
–Usted sostiene que más que historias de crisis estamos necesitando relatos de superación. ¿Podría ampliar esa idea?
–Es que la vida nos pasará de todos modos. Nadie será joven para siempre. El dolor esculpirá sus patrones en nuestras caras. Si no mueres y amas, indefectiblemente perderás. Aún con caídas las cosas pueden ser hermosas. Todavía podemos ser fuertes y seguir adelante. La vasija rota aún puede ser contenedora. Nosotros podemos encontrar belleza y significado en la recomposición. Cultivar tu pequeño jardín, conceptualizado de un modo físico, pero también abstracto, es un gesto de esperanza. Cuando te arrodillas para cuidar ese pequeño esqueje estás sembrando futuro. Una especie de proyecto de que esas semillas plantadas brotarán y crecerán, este árbol dará fruto, de que llegará la primavera y, posiblemente, también llegará algún tipo de cosecha, de flores, de belleza. Dedicarte a tu jardín es una actividad profundamente comprometida con el futuro.
–¿Qué opina del valor de la belleza en medio de escenarios de incertidumbre?
–Creo que cuando somos capaces de entenderla en su sentido más amplio puede ayudarnos a comprender de otro modo lo que sucede a nuestro alrededor. Experimentar con la belleza puede inspirarnos para crear una sociedad que no solo se preocupe por la justicia del pan, sino en el derecho a la empatía y la compasión. La belleza, la memoria, la esperanza pueden ser motores para actos transformadores. Son valores intangibles y personales. He pasado gran parte de mi vida entre activistas y he visto a menudo a los recién llegados pensar que, de alguna manera, se trata de un trabajo a corto plazo y se entregan a él con tanta fuerza que acaban por agotarse. Orwell me mostró que también él era de esos, de ponerse en medio de enormes batallas, como la Guerra Civil española, por ejemplo, pero luego volvía a sus lugar y hacía otras cosas que resultaron ser tan o más transformadoras. Durante muchos años hice propia esta imagen de Orwell de perfil sombrío, repleto de desesperanza, que es a lo que parecen apuntar la mayoría de los libros sobre él. Pero cuando visité su casa en el sur de Inglaterra y vi sus rosas floreciendo y los frutales que había plantado y que permanecían en pie, como un cetro revolucionario, empecé a cambiar mi mirada sobre él y sobre el modo en que podemos nosotros mismos modificar la manera de sublevarnos frente a lo que nos acongoja.
–Es un tiempo de cientos de preocupaciones. ¿Cree que estamos haciendo lo correcto frente a ellas?
–Creo que tanto aquellos que se alertan y consideran que todo se está yendo a un sitio desesperanzador, como los que tienen fe en que de alguna manera las cosas pueden salir bien concuerdan en un mismo punto: en su gran mayoría no se sienten impulsados a actuar. De cada una de las veredas tienen una falsa certeza de que su creencia será inexorable, lo que se convierte en una tremenda excusa para la inacción. No siempre se trata de dar batallas de las enormes y visibles, sino de las pequeñas resistencias cotidianas.
–Como lo que usted llama “las pequeñas revoluciones de Orwell”…
–Algo así. Él no se limitó a la jardinería y a la agricultura como medio para sobrevivir (aunque cultivaba y criaba casi todo lo que comía). Su jardín también fue un acto de resistencia contra las minas de carbón que vio en Manchester. Estaba haciendo que su mundo fuera lo más diferente posible del distrito minero. No estaba liberando a los mineros, pero al menos estaba creando un mundo hermoso a pequeña escala, con integridad, donde el trabajo fuera digno y significativo. Aún cuando alertó sobre el fascismo, el autoritarismo, el estalinismo y las guerras que lo rodeaban, fue devoto de encontrar placer en la vida, incluso en los momentos difíciles. Allí hay una lección para aprender.
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