Gran embajador del budismo en Occidente, publica sus memorias y asegura que lo que le atrajo hacia la “iluminación” fue la “coherencia profunda” que vio en su primer maestro
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Matthieu Ricard (Aix-les-Bains, Francia; 76 años) es algo así como el gran embajador del budismo en Occidente. Doctor en Biología molecular por el Instituto Pasteur de París, donde fue tutelado por el premio Nobel François Jacob, abandonó su carrera y fue ordenado monje budista en 1978. Ahora publica su autobiografía, Memorias de un monje budista (Arpa), donde recorre su vida y cobran especial protagonismo sus maestros budistas. Es hijo del filósofo Jean-François Ricard y de la pintora Yahne Le Toumelin. Creció rodeado de pensadores, pero la razón de su ser no la encontró hasta años después. La siguiente entrevista la respondió por teléfono.
Afirma en el libro que su vida comenzó a los 21 años
Es el momento en que encontré el verdadero sentido de mi existencia. He tenido la oportunidad de conocer a gente muy capaz: escritores, artistas, científicos… Pero comprendí que en todos ellos existía la misma poca proporción de personas de auténtica calidad humana; eso me decepcionó. Cuando conocí a mi primer maestro vi en él una coherencia profunda. Quise convertirme en alguien como él. El mensajero debe ser el mensaje; esta frase resume esta certitud.
¿Qué descubrió en su primer viaje a la India?
Fue la primera vez que me abrí a una religión. Para algunos el budismo es una religión, para otros es una filosofía. Para mí, es un camino hacia la iluminación, un camino de transformación que va desde la ignorancia al conocimiento, del sufrimiento a la liberación.
En estos momentos está pasando unos meses en Francia, no en la ermita en la que vive en Nepal, pues está cuidando de su madre. Tiene cerca de 100 años.
Mi madre ha seguido un camino paralelo al mío. Ella también se ha convertido al budismo. No posee nada. Al separarse de mi padre le quedaron muy pocos ingresos. Yo tampoco poseo gran cosa, lo he donado todo a proyectos humanitarios, entre otros el que yo mismo creé, la fundación Karuna-Shechen, que ayuda a 400.000 personas en India, Tíbet, Nepal… Pero ahorré un poco para ayudarla cuando envejeciera. La cuido junto a otras tres personas que he contratado. Era mi deber de hijo.
¿Ha previsto algún sistema para su última vejez?
Espero vivir en mi ermita hasta que aguante. Y cuando no pueda seguir allí hay un monasterio cerca donde sé que seré cuidado.
Uno de sus maestros le dijo que debemos morir sin el menor apego por lo que dejamos atrás y dejar esta vida “como un águila que vuela en el azul del cielo”.
El momento de la muerte en el budismo es una transición, hay que procurar vivirlo con serenidad y recibir a la muerte con los brazos abiertos, no es fácil si el espíritu está grisáceo. Seguir apegados a la gente es morir en el dolor.
Aprender esto debe de ser muy difícil.
Hay que poder contemplar la muerte para valorar cada instante que pasa. Pensar en la muerte no es macabro, es aferrarse a cada momento.
Se formó para ser científico en uno de los mejores lugares. Dejarlo, ¿fue indoloro?
Cuando un fruto madura, se nos cae sin esfuerzo. Tras siete idas y vueltas a la India, mi momento había llegado.
¿Me podría explicar cuál es el proceso a través del que estando sentado llegamos a experimentar la verdadera naturaleza de nuestro ser?
La envidia, el odio, la obsesión… son toxinas mentales, nos vuelven desdichados. ¿Podemos remediarlo? El camino del budismo es demostrar que sí. Al meditar transformamos nuestro espíritu.
El budismo afirma que la realidad que experimentamos es un autoengaño, que todos somos una sola cosa, consciencia.
Absolutamente. En nuestra percepción de las cosas hay una interpretación. Podemos ver una bella montaña o estar aterrorizados por ella. La manera en que nuestra conciencia traduce la realidad es crucial para la calidad de nuestra existencia. El budismo trabaja para llenar el vacío que queda entre la realidad y la percepción.
A su primer maestro le hizo una pregunta: ‘¿Debo formar una familia?’
Entonces tenía posibilidades en ese sentido. Él me dijo: ‘Espera a cumplir 30 años’. Y entre tanto aquella persona rehízo su vida.
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