El psicólogo mexicano Farid Dieck reflexiona sobre la importancia de construir sentido para resignificar la muerte, a partir de su propia experiencia
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La vida no siempre tiene sentido. Por lo menos no uno que venga dado. Lo que sí tiene es absurdo. Inevitablemente y manifestado de distintas formas. Son las grietas entre lo esperado y lo que sucede efectivamente. Los “no” que llegan en los momentos en los que más se espera el sí. El abismo entre el confort de la proyección y la crudeza de la realidad. Son, en definitiva, las contradicciones inherentes a la existencia.
Para Farid Dieck, psicólogo mexicano y orador en el ciclo de charlas Aprendamos Juntos de BBVA, son los momentos de absurdo los que nos obligan a mirar de frente a la fragilidad de lo humano.
Sin demasiados rodeos, presenta a una de las protagonistas -si no es la estrella- del absurdo: la muerte. “La muerte es eso que sabemos pero que no sabemos que sabemos", plantea. “Vivimos como si no existiera, como si fuéramos eternos. Pero cuando llega -porque siempre llega— nos recuerda que el tiempo no está garantizado, que el mañana no es seguro, que el amor puede doler y que lo que más cuidamos puede perderse en un abrir y cerrar de ojos. Frente a eso, ¿cómo seguimos?“, cuestiona Dieck, autodescripto aficionado de la filosofía.
En su caso, la muerte, y el absurdo, se asomaron a sus 19 años, con la pérdida de su hermano en un accidente. “Ver a mis padres recibir esa noticia me dejó una cicatriz emocional muy profunda que me llevó a preguntarme, seriamente, en dónde estaba el sentido”, cuenta y admite que, en simultáneo, fue ese día en el que entendió que él también iba a morir. “Todos lo sabemos, pero es distinto entenderlo emocionalmente. Este entendimiento cambia cómo vivís, cómo decidís, cómo valorás lo cotidiano”.
Dieck no narra el duelo que le tocó transitar como algo lineal ni necesariamente superable, sino como un evento que lo cambió para siempre.
“La conciencia de nuestra finitud nos obliga a construir un sentido, porque si estamos aquí para después no estar, entonces algo tenemos que hacer con ese tiempo”, contempla. “Es interesante ver cómo la muerte, siendo la escasez última, da valor a la vida. Si todo fuera eterno, nada valdría. Si siempre hubiese un mañana, no valoraríamos un abrazo, una conversación, un encuentro. La muerte posibilita el sentido. De ahí surge lo que llamo la paradoja de la muerte: deseamos ser eternos para disfrutar para siempre aquello que nos da sentido, pero si fuéramos eternos, nada tendría valor. Y si nada tiene valor, desearíamos morir. Entonces es mejor que exista la muerte”.
Para el psicólogo es este entendimiento quizás el agente más transformador de la existencia misma. “Transformá tu forma de estar en el mundo. Te volvés más auténtico. Disfrutás más profundamente. Valorás los momentos, los vínculos, lo simple. Porque sabés que no son para siempre”.
Aceptar lo inaceptable
Por otro lado, Dieck plantea que muchas veces, frente al absurdo, el consuelo común es “todo pasa por algo”, una idea que implica que hay un sentido inherente, preexistente, oculto que, sinceramente, puede ser todo menos reconfortante. Su contrapropuesta, en cambio, es: en lugar de buscar un sentido, pensar en construir uno propio.
Esto supone, en lugar de esperar una revelación prometedora del cosmos, aceptar una realidad nociva, por lo menos temporalmente, y animarse a transitarla.
“Es en estos encuentros con el absurdo cuando la vida nos demanda una tarea profunda: la aceptación de lo inaceptable“, sopesa. “No significa resignarse. No es una aceptación pasiva. Es una aceptación activa, radical, porque implica mirar de frente aquello que más duele, lo que más desarma -la muerte de un hijo, una traición, una enfermedad, una pérdida que jamás imaginamos vivir- y reconocerlo tal como es, no como quisiéramos que fuera. Porque si no reconocés la realidad, no podés hacer nada con ella. Y aunque a la realidad no le importe si la aceptás o no, a vos sí te tiene que importar: solo cuando la aceptás podés construir algo sobre ella".
Para continuar elaborando su propuesta, Dieck acude al lenguaje, la herramienta del hombre para significar la realidad: “Si decís “te quiero”, tiene un sentido romántico. Pero si agregás otra palabra y decís “te quiero matar”, cambia completamente. Y si sumás otra más, “te quiero matar a besos”, vuelve al romance. Entonces, el sentido de una oración no está fijo: está abierto, esperando nuevas palabras que resignifiquen todo lo anterior", plantea. “Lo mismo pasa con la vida. Mientras no haya un punto final —mientras haya vida—, siempre podemos sumar nuevas palabras, nuevas experiencias que resignifiquen lo vivido“.
Esta perspectiva, explica, es esperanzadora, porque significa que no es necesario entender todo en el momento en el que sucede. “Podemos no saber por qué pasó algo hoy, con el tiempo y con nuevas vivencias, entenderlo. Y ese entendimiento será mucho más fruto de lo vivido, que de una verdad preestablecida”.
En la esencia del mensaje de Dieck hay un llamado a la acción: a hacerse cargo del dolor, sí, pero también del privilegio, de las posibilidades y del disfrute, todos matices ocasionales del transcurso de la vida, para transformar un periodo de paso por el mundo en una existencia sentida. “Mientras haya vida, hay posibilidad”, repite. No como consuelo, sino como incentivo.
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