Juan Carlos, promediando la década del ‘70, tenía dos empleos. Estaba pagando el crédito de la casa familiar. Así y todo, cada día, cuando cerraba el negocio de un amigo al que ayudaba unas cuantas horas, antes de ir para casa, se sentaba en el bar con el grupo del barrio a tomar un vermut. No se quedaban mucho tiempo, pero una horita bastaba para arreglar el mundo, discutir de fútbol, exponer sus preocupaciones, enorgullecerse de sus hijos, vomitar los problemas del día y acompañarse en las cuitas personales. Eran al menos cinco horas a la semana que le quitaban el peso del día, los inconvenientes de la vida cotidiana se compartían en grupo y ganaba perspectiva ajena a la familia, que permitía tener nuevas miradas.