Tres testimonios inspiradores de personas que se enfrentaron con situaciones determinantes y encontraron un propósito de vida
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La sensación es que no hay un minuto para perder. Cuando la muerte llama a la puerta, la vida cambia en un instante. Para siempre. Y paradójicamente en lugar de experimentar puro dolor, surge un impulso vital que hace que la persona se vuelque a vivir con más intensidad, sentido y amor. Puede venir de la mano de un accidente, una enfermedad terminal, un hecho traumático, que marca un hito definitivo; un antes y un después. Y hace que la trama se observe desde la perspectiva del ayer y del ahora.
Le pasó a Diego Ayerza, ingeniero agrónomo (57 años) que contrajo ELA hace una década. Desde entonces sus músculos se atrofian, no se mueve con autonomía ni se expresa con claridad. Lo que en 2012 fue una sentencia de muerte, (“Te quedan 5 años”, en palabras del médico); se convirtió en una noticia de vida.
La historia de Silvina Balonchard es una marcada por la violencia de género. Casada con un hombre agresivo, soportó humillaciones, golpizas y amenazas durante 18 años. Pero un día reaccionó y dijo basta. “Queda en mi memoria ese momento decisivo. Mi esposo me arrastraba del brazo para tirarme del balcón. La fatalidad no ocurrió. Y al día siguiente, cuando huí con los chicos, inició mi otra vida maravillosa”.
Germán Estrada (59) luchó en Malvinas a sus 18 años. Padeció terror, hambre, frio y una soledad infinita. Pero lejos de victimizarse afirma que atravesar la guerra fue para él encontrarse con lo más genuino y preciado, los valores que le inculcaron sus padres: apoyarse en sus compañeros y ayudar a otros a sobrevivir. “Es muy loco tener que experimentar algo tan extremo para valorar lo sencillo y ordinario: una taza de té caliente a la mañana, el abrazo con tu hijo, una risa compartida con un amigo o el trabajo bien hecho. Estos placeres cotidianos son todo para mí”, cuenta.
En sus propias palabras
Tres historias diferentes pero similares. Marcadas por sucesos dolorosos, que permitieron transformaciones impensadas. Hombres y mujeres nuevos. Que al rozar la finitud y soportar el sacudón despertaron: se dieron cuenta de que el partido de la vida se juega hoy. Aquí y ahora. No ayer ni mañana. Que no hay que guardar o retener nada. Que la felicidad pasa por soltar, entregar y disfrutar de lo “invisible” de cada día.
Estos son sus testimonios.
“No puedo esquivar el dolor y la rabia de mi enfermedad (ELA)”, escribe Diego en un intercambio por e-mail. “Pero mientras convivo con ello, hay cabida para una tranquilidad acompañada por Dios, y los amigos de siempre. Que hacen brotar desde lo hondo una alegría y un registro nuevo: no hay tiempo que perder para vivir a fondo regalando lo mejor de uno. De nada sirve quedarte con lo que fuiste o pudieras haber sido; ni alimentar broncas o rencores. Entiendo lo que es cargar con mochilas pesadas, lo cruel del dolor físico y del alma, pero somas más que eso. Tenemos la última decisión: el tomarnos este tiempo que nos queda compartiendo ese amor que no muere ni se daña con la enfermedad. Ese otro lado de la vida, la del enfermo tiene mucho de difícil pero también de nuevas sensibilidades. Me dejo abrazar, descanso en el otro. Soy dependiente, venzo la vergüenza. Este costado de mi ELA supera toda frustración, sana mi corazón y hace que quiera brindarme al otro. Esa entrega tiene mil caras y nombres propios; nuevos caminos y proyectos. Mi cuerpo enfermo, me hizo conocer qué necesito y entonces descifrar qué puede precisar el que tiene el corazón vacío. Dedico tiempo a los adictos en recuperación, a prisioneros, a personas angustiadas que claman ser escuchadas. No me voy nunca de mi realidad. Se me hace presente cada mañana y en todo momento. Me frustro y me enojo, a veces me las aguanto, y otras, insulto. Pero cada uno de esos límites son nada en comparación con lo mucho que con un corazón contento todavía tengo, puedo y siento. Y quiero que, sobre el final, la vida me encuentre caminando, amando, vacío y en paz. Eso es para mí, honrar la vida. Vivir el hoy”.
Silvina comparte su historia de violencia de este modo: “Fueron 18 años de infierno. Pero el día que decidí irme de nuestra casa, empezó de a poco mi nueva vida. Entendí que lo padecido no vino sólo a hacerme daño, sino a darme la oportunidad de elegir cómo quería continuar caminando. No me victimicé; me hice cargo de mis elecciones (mi pareja), y me pregunté el para qué y el cómo. Se nos puede despojar de todo, pero no de la libertad de elegir cómo queremos ser. Mi pasado oscuro tuvo un costado luminoso: hizo que encontrara mi vocación. Estudié y me convertí en Coach en liderazgo y desarrollo personal; armé un programa de radio llamado La Vida es Bella que me ayudó a poner en palabras mi propio trauma. Escribí un libro: Que lo vivido tenga sentido. Hoy amo lo que hago: me dedico a ayudar a otros a sanarse, a cambiar creencias, y a confiar en sí mismos para lograr la vida que tanto anhelan. Esta nueva vocación me regala mucha felicidad”.
Lo esencial que es invisible a los ojos
Hace relativamente pocos años que Germán Estrada (59) cuenta su paso por la guerra. “Fueron momentos traumáticos que sepulté durante años. Pero al mirar para atrás, puedo decir que Malvinas cambió mis prioridades para siempre. Me hizo más sensible a las necesidades y angustias de los demás. Me volví mucho más agradecido por lo obvio: un rico plato de comida, una ducha de agua caliente. Y mis miedos o incertidumbres de antes desaparecieron. No busco logros o éxitos, ni tener un excelente auto o una gran casa. Siento que la vida se juega en lo pequeño: tu barrio, tus vecinos, tus padres, tu comunidad. Miro a mis hijos y no me preocupa que sean buenos deportistas ni estén llenos de amigos. Me alcanza con que sean personas de bien y encuentren su camino. Disfruto de estar con ellos, no me ocupo de corregirlos tanto.
En Malvinas tuve compañeros analfabetos sin los cuales no hubiera subsistido. Hoy vivo con menos prejuicios valorando más al “diferente”. Mirando lo bueno del otro; no lo negativo. Convivo con la sensación de que la muerte puede volver a llamar a mi puerta, pero lejos de ser una carga, surge en mí la obligación de no desperdiciar mi vida, tapando lo importante con distracciones de todo tipo (cosas, actividades, viajes). Y a través de las charlas que ofrezco para compartir lo vivido, busco honrar la memoria de los que murieron a mi lado. Yo sin duda, soy un afortunado.
Hoy no me privo de expresar mi cariño por vergüenza. En medio de la guerra necesité escribir una carta crucial a mi madre y a algunos amigos. Si moría, necesitaba que supieran cuánto los quería y valoraba. El destino quiso que vuelva a verlos. Hoy, ni loco, me pierdo tardes de charla, ronda de mates con mis seres queridos”.
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