Desde el Antiguo Egipto hasta nuestros días, los gatos conservan sus instintos
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Se podría comenzar con una frase grandilocuente del estilo “en los muros de la tumba de un antiguo faraón egipcio hay una pintura con un gato atigrado cazando junto a su poderoso amo”. Claro que sí. Pero en honor a la verdad, no se trata de un faraón; según los jeroglíficos que acompañan su nombre en la tumba es un “escriba y contable en el granero de cereales del divino Amón”. Sin embargo, a pesar de ese rango medio, las pinturas funerarias de Nebamun (el empleado contable) son de las más impresionantes del Antiguo Egipto.
Las imágenes pintadas estallan en una composición extravagante de vivos colores logrados con pigmentos vegetales y aquellos hechos de piedras y vidrios molidos. Allí se aprecia a Nebamun junto a su esposa e hija adentrándose en el Nilo durante una cacería; moviéndose entre los juncos de un pantano, rodeados de peces, mariposas monarca, gansos rojos y pájaros diversos. A los pies del escriba se ha pintado al gato de la familia. Rayas, trazos y puntos en distintos colores e intensidades están ensamblados con tal maestría que retratan el perfil de un gato atigrado de magníficos bigotes que tiene a un pájaro entre sus fauces mientras apresa a otro con sus garras.
La escena tiene tal dinamismo que parece increíble que haya sido pintada hace 3500 años. Los expertos se preguntan cómo fue que un simple contador de granos tuvo acceso a un artista de semejante talla cuando hubo faraones que contaron con pintores muy menores para sus lugares de descanso eterno. Suponen que, como buen servidor público, pidió favores a un artista (cuyo nombre se desconoce) que seguramente estaba trabajando en una tumba más importante en las inmediaciones y por un poco de dinero extra se escapó de dicha tarea para completar las pinturas de la tumba de Nebamun.
Hace un rato largo que nuestra gata Lili, apócope de Lilibet (llegó a nuestra casa a días del fallecimiento de la reina Isabel II), está obsesionada con una polilla que tuvo la ocurrencia de posarse contra el vidrio de la ventana. Se levantó de mi falda, donde ronroneaba cómodamente, y después de caminar sigilosa hasta la ventana se quedó inmóvil cual esfinge. Astuta, sigue a la polilla con sus ojos amarillos surcados por un negrísimo iris vertical que se vuelve apenas una fina línea negra a la luz del sol.
Lili, que por unos días y antes de recibir el nombre real se llamó brevemente Morci, apareció siendo apenas un manojo de pelos y alaridos roncos de gatito hambriento debajo de la parrilla de unos amigos. Acostumbrados a Luc, el perro Jack Russell dueño de casa, llamaron a nuestro auxilio suponiendo que al tener otros dos gatos (Mimi y Emilio) contábamos con ciertas destrezas a la hora de criar un felino de apenas unos pocos días.
Después de fallidos intentos para que su madre volviera a buscarla (suponemos que la dejó atrás sin quererlo después de mover al resto de los cachorros), decidimos llevarla a casa. A fuerza de noches desvelados e interminables mamaderas tan diminutas que podrían haber servido para alimentar a mis muñecas bebote de la infancia, la bolita negra pasó a dormir en una caja de zapatos en el baño junto a una bolsa de agua caliente improvisada con una botella de medio litro de agua mineral y un suéter anaranjado viejo. Me apenaba pensar en el pobre reemplazo ofrecido comparado a una madre mullida y unos hermanitos tibios compitiendo por una tetilla. Lili era tan diminuta que cabía en el puño cerrado de una mano y ronroneaba con la intensidad de un motor en cuanto la levantábamos. Eso sí, apenas acercábamos la mamadera se prendía con unas garras de tigre que parecían agujas. Casi como el gato de Nebamun que atrapó al pájaro en pleno vuelo, Lili saltaba (los pocos centímetros que su tamaño permitía) para aferrarse erguida a su mamadera y luchar por ella como la fiera que ya sabía que era.
Cuando vamos de visita por la casa en la que apareció, buscamos entre los gatos del barrio a la que podría ser su madre. Solo vemos unos huidizos grises que no sabemos si son machos o hembras. Para que un gato sea completamente negro, ambos padres deben tener el gen del color negro. Si bien el patrón de color dominante del pelaje en los gatos es el atigrado, este puede estar casi invisible si portan un gen recesivo. Hay gatos negros con la expresión del gen atigrado no completamente reprimida en los que es posible ver rayas y manchas tenues, como fue el caso de Lili en esas primeras semanas, antes de volverse completamente negra. Por si les faltara misterio a los felinos, a estos gatos se les llama atigrados fantasmas.
Venerados por los antiguos egipcios, tanto que fueron momificados y colocados en pequeños sarcófagos junto a los faraones en sus tumbas y retratados en sus muros, en algún momento de la historia los gatos negros adquirieron mala reputación y fueron acusados de robar almas, cambiar de forma y asociarse con brujas en conjuros maléficos en el inframundo.
Veinte minutos después, la polilla sigue bajo la mirada hipnótica de Lili. Inmóvil. De repente, bate sus alas apenas, levanta vuelo y en un movimiento digno de un entrenado samurái, Lili se eleva varias veces su propia altura y en una voltereta en el aire la atrapa y la sostiene bajo una de sus garras en el aleteo final. ¿Qué hace usted cazando, señorita?, le pregunto. Me mira. No sonríe. Sabe que bajo su pelaje negro se esconde un tigre.
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