El desafío y evitar que se vuelvan adictivas y cómo manejarlas en el día a día con los chicos
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La tecnología y las pantallas pueden ser utilísimas herramientas de trabajo, pasatiempo y diversión para toda la familia como dejarnos a todos aislados, cada uno metido en su propia burbuja digital.
Desde la más tierna infancia nuestros hijos nos miran y aprenden de nosotros a usarlas ¡y a desearlas!. Primero por imitación y más adelante por identificación, juegan a hablar por teléfono, a escribir o trabajar en su tablet de juguete, a sacar fotos. También nosotros los ponemos a ver dibujitos en la tele, o a usar jueguitos electrónicos en algunas oportunidades –probablemente demasiadas para su buen desarrollo psicosocioemocional e intelectual– cuando los vemos aburridos, nos cansan de tanto pedirnos, necesitamos que se entretengan sin interrumpirnos, sin hacer ruido, sin meterse en dificultades o sin pelearse entre hermanos.
“Conectarlos” nos resulta de gran ayuda cuando estamos en una llamada de trabajo, o nos estamos duchando y no queremos que corran riesgos, pero a menudo las pantallas se convierten en oportunidades perdidas de conexión e intercambio cuando se las damos para que nos dejen tranquilos, para que no molesten en un restaurante, o en una sala de espera, en un viaje, o mientras cocinamos, por ejemplo.
Junto a nosotros y de nuestra mano ellos aprenden a usar pantallas, del mismo modo que a infinidad de otras cosas, como a usar cuchillo y tenedor, a mantener su cuarto ordenado, a quedarse en la mesa hasta que todos terminamos de comer, a no interrumpir, etc.
Muchos adultos hemos ido quedando “atrapados” en un uso adictivo de pantallas, no podemos dejarlas, y nos cuesta controlar y enseñar a nuestros hijos a hacer una utilización racional, ¡es que nadie nos lo enseñó a nosotros!
Además de muy útiles, pueden ser altamente adictivas y generar dependencia –al ofrecer una satisfacción inmediata que no lleva a la saciedad sino a desear más y más– por lo que difícilmente les resulte a los chicos suficiente la “dosis” de pantalla que les ofrecemos o puedan dosificarlas ellos mismos.
Por otro lado al acostumbrarse a entretenerse con estímulos tan intensos, les cuesta interesarse y pasarla bien con otros que no lo son tanto, como un juego, un amigo, un buen libro, un rompecabezas, y no adquieren los recursos que les permitan entretenerse sin pantallas (como hicimos de chicos los que hoy somos adultos, no porque fuéramos mejores sino porque no teníamos otras opciones).
Para que las usen un poco menos, y de paso hagan lo que queremos que hagan, solemos sobornarlos con ellas, utilizándolas como premio: “Si se bañan rápido pueden jugar un rato a la Playstation”; o como castigo: “Si se pelean la apago”, o “Si se resisten o se enojan cuando es hora de dejarlas, mañana no las usan”. Ellos aprenden entonces a regular el uso por una motivación externa, ajena a ellos, para lograr algo, y no por una motivación interna, que es la que a la larga les permite tomar las mejores decisiones, incluso cuando nosotros no estamos cerca.
No desvirtuar el valor
No estamos orgullosos de darles tanto las pantallas, ¡pero es tan cómodo! y usarlas como premio o castigo nos permite acotar su uso sin tener necesidad de convertirnos en los malos de la película al imponer nuestro criterio.
El inconveniente es que por ese camino no logramos generar un adecuado criterio personal de uso, inteligente, no adictivo, que no empobrezca otros ámbitos de sus vidas y de sus relaciones.
Desvirtuamos su verdadero valor y utilidad, y enseñamos que es un tesoro deseable, los chicos aprenden a comportarse buscando el premio y no porque es lo que les conviene o les hace bien, y no alcanzan esa motivación interna que los ayuda a regular decisiones y conductas.
Cuánto mejor sería enseñarles sobre tiempos y prioridades y que aprendan que hay tareas y responsabilidades que tienen que cumplir antes de usar pantallas para divertirse.
Varias veces he hablado de imponer consecuencias naturales y/o lógicas en lugar de amenaza de penitencias o castigos a nuestros chicos, y también he dicho que si no encontramos una adecuada cancelemos pantallas, usándolas como consecuencia arbitraria pero eficaz.
Es un recurso del que no tenemos que abusar, y es importante formularlo de un modo no amenazador: “Hasta que no te hayas bañado no podés prender la tele” (consecuencia lógica y/o convenio preacordado) es muy distinto a “Si no te bañás no podes prenderla” (amenaza de castigo).
Es todo un desafío enseñar a nuestros chicos un uso adecuado y criterioso de pantallas que no aprendimos de chicos y que nos cuesta lograr para nosotros mismos.
Maritchu Seitún es psicóloga especializada en crianza
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