Escuchar a los chicos sin ofrecer de entrada soluciones, sino acostumbrarnos a responder haciendo preguntas abiertas, interesadas, reflexivas
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Nuestros chicos se acercan muchas veces a hablar, nos cuentan lo que les ocurrió, nos piden consuelo o sugerencias, nos comparten lo que sienten, ya sea sus logros, su entusiasmo o alegría, y en esos casos alcanza con escucharlos y disfrutar con ellos. Otras veces nos hablan de un deseo frustrado, de una ilusión, de su miedo, enojo, frustración, vergüenza o inseguridad. Los adultos, tratando de que no sufran, tendemos a ofrecerles rápidamente respuestas y soluciones. De la misma forma en que los pájaros llevan alimentos predigeridos a sus pichones en el nido, queremos transmitirles nuestra experiencia dolorosamente adquirida, queremos acortar sus caminos de aprendizaje, ayudarlos a cometer menos errores, pero a menudo ese tipo de respuestas lleva a nuestros hijos /alumnos a tomar distancia y a dejar de preguntarnos.
Nos apuramos a contestar y a dar nuestra opinión sin darnos cuenta de que:
- No somos videntes, no sabemos cómo es la realidad objetiva de lo que nos cuentan, por lo que nuestra respuesta puede ser apresurada o equivocada, tanto si los defendemos y con eso aumentamos sus ideas persecutorias de que el mundo (o alguno de sus integrantes) está en contra de ellos, como si, en el otro extremo, tratamos de convencerlos de que fue su error, que ellos están equivocados y los otros tienen razón.
- Nuestra respuesta experimentada y sabia probablemente no sea lo que necesitan en ese momento –ni siquiera cuando la pidan– ni lo que los va a ayudar a crecer, madurar, fortalecerse o aprender a resolver.
- Aunque lo hagamos con la noble intención de compartir con ellos nuestra experiencia y ahorrarles dolores, y aunque tengamos toda la razón del mundo, ellos probablemente no puedan tomar nuestra respuesta porque requiere un tiempo y un camino de argumentación: no es tan sencillo aceptar una idea, un concepto, una sugerencia solo porque lo dice alguien en quien confiamos; incluso si nos escuchan no van a poder adueñarse de esa reflexión, conclusión o respuesta porque no la hicieron ellos.
Nuestras palabras pueden hacerlos sentir tontos (“¿cómo no se me ocurrió?”), o que nos desilusionan (“no estuve a la altura de lo que esperaban de mí”), o los llevan a dudar de ellos mismos y de su capacidad de pensar y resolver (“papá y mamá tienen las respuestas, a mí nunca se me ocurren”). Por el contrario, se sienten solos y no escuchados ni entendidos y dejan de hablar (“los adultos minimizan lo que me pasa, pero a mí me duele” o –en el otro extremo– “le dan tanta gravedad al tema que termino asustándome y prefiero no contarles”).
Pura ganancia
Propongo el ejercicio de escuchar a los chicos sin ofrecer de entrada nuestras “soluciones” sino acostumbrarnos a responder haciendo preguntas abiertas, interesadas, reflexivas, que los ayuden a pensar y a ver la situación en un contexto más amplio. A tener en cuenta otras cuestiones, preguntas que muestren nuestro interés y no nuestro enojo, miedo, preocupación o desilusión o lección de vida.
El objetivo de esas preguntas es conducirlos a descubrir con nuestro acompañamiento aquello que a lo mejor nosotros ya sabemos, o que ellos saben pero creían no saber. Esas preguntas podrían parecer una pérdida de tiempo y son en realidad pura ganancia.
De nuestra mano quizás puedan ver su parte en la cuestión, aceptar lo que no pueden cambiar, intentar modificar lo que sí pueden, y nosotros podemos acompañarlos en el duelo y la aceptación de aquello que no es como esperaban.
Y si, a pesar de nuestras preguntas, los chicos no logran calmarse, encontrar respuestas y soluciones adecuadas, siempre estamos a tiempo de decir un poco más tarde lo que pensamos, creemos o sabemos.
No estoy inventando la pólvora: hace ya muchos años el filósofo Sócrates enseñaba a sus alumnos de filosofía a través de preguntas; llamaba a su método mayéutica (del griego: el arte de la partera). Él decía que su tarea era ayudar al alumno con sus preguntas a encontrar las respuestas adentro de él mismo.
Invito a los adultos a hacer estas “buenas” preguntas, aquellas que buscan entender el tema o el problema, antes de responder y también las que ayudan a pensar y acompañan para que nuestros niños y jóvenes encuentren su camino único y personal para atravesar lo que les ocurre. A veces basta con repreguntar, volver a decir en modo de pregunta lo que acaban de contarnos, para ver si entendimos bien. Los adultos preferiríamos transmitir de entrada nuestra experiencia, y quizás llegue el momento de hacerlo, pero no antes de ofrecer escucha atenta, interés, comprensión empática y buenas preguntas.