En las montañas del Rif, en la zona noroeste de Marruecos, Chefchaouen revive una historia de amor, y es conocida por su bulliciosa medina con plazas y mezquitas
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Era una agradable tarde de sol cuando llegamos a Chefchaouen, la famosa “perla azul” de Marruecos, y por más que ya habíamos visto fotos, lo que vimos por primera vez fue inolvidable: todo, las paredes de las casas, las puertas y hasta los escalones estaban pintados de ese color. La brisa fresca de las montañas del Rif nos envolvía, y cuando comenzamos a caminar sin rumbo fijo por sus calles, el aire cargado de aromas nos hizo caer en una especie de ensoñación: una mezcla entre menta fresca, especias y pan recién horneado que despertó no solo nuestro apetito, también nuestra curiosidad.
De pronto, en medio del bullicio del mercado local y el alboroto de la vida cotidiana, Abdul Hammid, un comerciante de 60 años, de ojos amables y piel curtida por el sol, se nos acercó para invitarnos a su casa y compartir un té de menta.
“Un té especiado es lo menos que puedo ofrecerles en agradecimiento por su visita a nuestra hermosa ciudad”, dijo con una sonrisa, haciendo gala de la hospitalidad característica de la gente de esta zona. Entre alfombras tejidas a mano, todo tipo de telas y cachivaches varios, Abdul, nos contó historias sobre su juventud y sobre cómo su ciudad ha evolucionado.
“Este lugar ha sido mi hogar toda la vida –dijo–. Chefchaouen ha cambiado a lo largo de los años, pero siempre ha mantenido su espíritu. Cuando era niño, las calles no estaban tan llenas de turistas. Era un lugar muy tranquilo, casi olvidado”.
La historia de Chefchaouen se remonta al siglo XV. Cuenta una leyenda que mientras la península ibérica aún vivía bajo la ocupación árabe y enfrentaba la reconquista cristiana, un emir llamado Ali Ben Rachid decidió fundar un refugio seguro para su pueblo en las montañas del Rif, en el norte de Marruecos. Huyendo del creciente conflicto, Rachid y su séquito cruzaron el estrecho de Gibraltar, llevando consigo sus pertenencias y esperanzas de encontrar paz en una nueva tierra. Junto a él viajaba su enamorada Zhora, una joven andaluza que añoraba profundamente los paisajes de su tierra natal. Los fértiles suelos de Andalucía, con sus ríos y cielos azules, eran un recuerdo constante. Por eso, para calmar su nostalgia y ofrecerle un consuelo en medio del exilio, Ali Ben Rachid tuvo una idea extraordinaria: ordenó pintar las casas de la nueva ciudad de diferentes tonos de azul, replicando el cielo y las aguas que Zhora tanto añoraba.
Así, en 1471, nació Chefchaouen, una ciudad que desde sus inicios se vistió del color del cielo, creando un pintoresco paisaje donde el azul de las casas sobresale sobre el entorno montañoso que las rodea.
Su distintivo color, además de embellecer la ciudad, fue símbolo de refugio para quienes huían de la inestabilidad del territorio que tenían enfrente.
Un mar de casas
Nuestro recorrido comenzó al aterrizar en el bullicioso puerto de Tánger, donde el mar Mediterráneo y el Atlántico se encuentran. A medida que nos acercábamos a Chefchaouen, o Chaouen, como también la llaman los locales, la vegetación era cada vez más densa y el aire se iba sintiendo más fresco, anunciando la proximidad a las montañas. De pronto, aunque aún distantes, las casas comenzaron a aparecer en diversos tonos de azul, contrastando con el verde del entorno. Nuestra emoción alcanzó su punto máximo cuando, tras una última curva, la ciudad azul apareció ante nuestros ojos. La vista desde lejos era alucinante: un auténtico mar de casas pintadas en tonos que iban del celeste más claro hasta el cobalto más profundo, brillando bajo el sol.
Nos adentramos a pie en las intrincadas calles de la medina, o parte antigua de la ciudad, que nos fue enredando lentamente en su atmósfera.
Los callejones, estrechos y empedrados, invitaban a perderse y descubrir sus rincones. Cada casa tenía una tonalidad de azul diferente y las ventanas, decoradas con macetas de flores, añadían al panorama otro toque de color. Muchos menos ajetreada que las grandes metrópolis de Marruecos, Chefchaouen continúa siendo para sus visitantes un refugio de paz, incluso después de varios siglos desde su fundación. Esto se debe principalmente a que hasta principios del siglo XX, esta ciudad era considerada sagrada y estaba prohibida su entrada a los extranjeros.
En 1920, fue ocupada por tropas españolas, abriéndola al mundo exterior por primera vez en su historia. La ocupación trajo consigo influencias externas y una mayor conectividad con el resto de Marruecos y Europa, transformando la vida de manera significativa.
Las paredes de la ciudad están pintadas con una mezcla de cal y pigmentos naturales, a menudo elaborados a base de índigo, un colorante derivado de plantas que ha sido utilizado históricamente en diversos países como la India, Persia o Japón. Estos pigmentos, conocidos por su durabilidad y su capacidad para reflejar la luz, son preparados por sus habitantes, siguiendo recetas tradicionales transmitidas de generación en generación. La práctica de pintar las paredes de color azul, además del evidente efecto visual, tiene algunas propiedades funcionales: se dice que este color ahuyenta los mosquitos y ayuda a mantener las casas frescas durante los calurosos veranos del Rif.
Además, existe una normativa local que fomenta que los habitantes mantengan sus casas pintadas de azul, garantizando así la preservación de este característico paisaje. Sin embargo, no toda la ciudad sigue esta tradición. Mientras que el centro histórico y la medina lucen predominantemente tonos azules, las zonas más modernas y las áreas periféricas presentan una arquitectura más convencional y menos colorida.
Deambulando entre las callejuelas azules, llegamos a la plaza Uta el-Hammam, corazón indiscutible de la ciudad. La plaza es un espacio central, que captura la esencia de la vida local. Al entrar, los visitantes son recibidos por una explosión de colores, sonidos y aromas. Los cafés y restaurantes que rodean la plaza estaban llenos de gente disfrutando del día.
El aire estaba impregnado del aroma de las especias que vendían en los puestos cercanos. Los mercaderes ambulantes se movían entre las mesas, ofreciendo desde cestas llenas de frutas frescas hasta artesanías locales, como joyas y cerámicas.
Un grupo de músicos callejeros tocaba una melodía tradicional, con tambores y flautas, invitando a los visitantes a disfrutar del espectáculo.
“¿Han probado el ftourbeldi? El del restaurante El Morisco es el mejor de la ciudad”, comentó en voz alta un comerciante de naranjas que se paseaba por la plaza con su carrito lleno de fruta. Era Mohammed Benjanou, vendedor y conocido poeta de la zona, que ante nuestra cara de confusión nos comentó: “El ftourbeldi es un desayuno tradicional marroquí, compuesto por queso de cabra, huevos y aceite de oliva. Una verdadera delicia que vale la pena saborear. Bienvenidas a Chefchaouen”, nos dijo Mohammed, entregándonos un vaso de jugo recién exprimido.
Dominando la plaza desde uno de sus costados se encuentra la Alcazaba o Kasbah, una fortaleza de siglos de antigüedad que ha vigilado Chefchaouen desde su fundación. Construida en 1471 por Ali Ben Rachid, cuenta con murallas de un color terroso, cuyo objetivo era defender a su gente de posibles invasores. Estos muros contrastan con los azules de la ciudad, y son un recordatorio del pasado histórico y estratégico de Chefchaouen. Subir a sus torres permite tener una vista panorámica de la plaza y las montañas circundantes, mientras que dentro de la Alcazaba, los jardines están cuidadosamente mantenidos y son un respiro verde en medio de sus muros.
Desde la plaza continuamos hacia un rincón menos conocido, pero igualmente fascinante de Chefchaouen: los lavaderos de Ras-el-Mâa. Tomando una de las estrechas calles que salen de la plaza hacia el este, nos dirigimos hacia el río del mismo nombre, que en árabe significa “cabeza de agua”, ubicado en las faldas de las montañas que rodean la ciudad. A medida que avanzábamos, flanqueadas entre las casas azules, el sonido del agua corriente se volvía más prominente, guiándonos hacia los lavaderos. En días festivos, esta zona se llena de vida. Las mujeres, con sus coloridos vestidos y sombreros de paja, se reúnen aquí para lavar ropa y socializar, mientras que los visitantes también aprovechan las pozas de agua para refrescarse.
La espiritualidad también es muy palpable en esta ciudad. Cuando volvíamos al centro, pudimos ver que los habitantes de Chefchaouen, en su mayoría musulmanes, acudían a las numerosas mezquitas que salpicaban la medina. La más imponente, la Gran Mezquita, construida en el siglo XV, es además un punto de referencia arquitectónico. Su minarete octogonal, visible desde casi cualquier punto de la ciudad, es un recordatorio de la devoción y la fe que impregnan este lugar. Deshicimos el camino andado, paseando nuevamente por las estrechas calles adoquinadas. El sol comenzaba a caer y la luz dorada del atardecer bañaba las fachadas de las casas, haciendo que los azules y los detalles arquitectónicos se destacaran aún más.
Datos útiles
Cómo llegar
- Se suele acceder desde Tangér. Aunque hay opciones de autobuses que conectan ambas ciudades, lo mejor es alquilar un auto y adentrarse por la Carretera Nacional 2.
- La distancia entre Tánger y Chefchaouen es de aproximadamente 110 kilómetros, un trayecto bien señalizado, con algunos sectores estrechos y curvas pronunciadas.
Alojamiento
Vale la pena alojarse en los riads, casas tradicionales marroquíes con aires palaciegos, transformadas en hoteles boutique. Se caracterizan por sus paredes y suelos decorados con azulejos, arcos de yeso tallado, áreas de descanso adornadas con cojines y mullidas alfombras, y patios interiores llenos de plantas y fuentes de agua.
Destacados
- Explorar la medina. Pasear sin rumbo fijo es la mejor manera de descubrir la ciudad.
- Visitar los lavaderos de Ras-el-Mâa. Es un lugar perfecto para relajarse y disfrutar de la naturaleza.
- Probar la gastronomía local. Se destacan el tajine (guiso tradicional del norte de África, que incluye carne, pescado, pollo o cordero, vegetales y especies), acompañado del tradicional té de menta.
- Visitar el zoco o mercado de Chefchaoen, donde venden todo tipo de artesanías tradicionales.
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