Entre el encanto medieval y el diseño contemporáneo, esta ciudad francesa ofrece una experiencia cultural única y una gastronomía inolvidable
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La sola Catedral de Saint Etienne, una construcción gótica del siglo XIII que se terminó 300 años más tarde, vale una pasada por Metz. Es famosa por ser una de las más altas de Europa (su bóveda mide 42 metros de altura) y, sobre todo, por el efecto “La lanterne du Dieu” (la linterna de Dios en español), como llaman los parroquianos al sobrecogedor espectáculo que ofrecen los rayos de sol iluminando a través de sus 6500 metros cuadrados de vitrales.
Casi un millón de personas pasa cada año a presenciar esta maravilla. Construida en piedra Jaumont, materia caliza de color cobre que le da sus reflejos dorados, fue obra del arquitecto Pierre Perrat, al que se le concedió el privilegio de ser enterrado dentro de su propia obra, la que obviamente nunca vio terminada. Hermann de Munster en el siglo XIV, Theobald Lixheim y Valentín Bosch en el XVI dieron firma a la mayoría de los vitrales, aunque entre 1958 y 1968 el gran Marc Chagall creó tres vidrieras y lo propio también hicieron Roger Bissiere y Jacques Villon, que diseñaron las vidrieras de la capilla del Santísimo Sacramento en el ala derecha.
Todo tiene sabor a historia en Metz, enclavada en la confluencia de los ríos Seille y Mosela, al este de Francia, y con más de 200 mil habitantes repartidos en 46 municipios. Sus calles, sus edificios de traza medieval, sólidos e imponentes, sus monumentos, sus museos, sus tradiciones, recuerdan que la preceden 3000 años.
Los celtas anduvieron por allí, es cierto, pero la huella más profunda y perdurable la dejó Roma. A finales del siglo III sus conquistadores construyeron acueductos, termas, templos y una muralla que servía de protección ante el vandalismo de los hunos, pero en el año 451 Atila terminó por destruirla. Lo único que se salvó -hecho considerado milagroso hasta hoy- fue el santuario dedicado al mártir San Esteban (Saint Etienne), sobre el que más tarde se levantó la Catedral.
Metz conoció diversos reinados a lo largo de su vida, hasta que en 1552 pasó a ser ciudad del rey de Francia, que la embelleció e hizo crecer hasta alcanzar un gran esplendor. Al finalizar la guerra francogermana de 1870, sin embargo, fue anexada al Imperio Alemán, junto a Alsacia y Lorraine. Llegó un tiempo de crecimiento y modernización, en cuyo transcurso se construyó la célebre estación de trenes de estilo neorromántico, varias veces votada como la más bella de Europa. En 1975 fue nombrada monumento histórico, aunque no es el único caso: pese a los fuertes conflictos que vivió Europa en la primera mitad del siglo XX, Metz supo conservar su riqueza patrimonial reflejada en cerca de un centenar de ellos, que dan testimonio de un pasado arquitectónico majestuoso.
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La derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial la devolvió a Francia, ya como ciudad bilingüe, aunque esta no fue la vencida. La Segunda Guerra la sometió una vez más al dominio germánico hasta que finalmente, en 1944, la división de infantería 95a de los Estados Unidos la liberó y devolvió a los galos.
A una hora de Luxemburgo y Alemania, a tres de Bruselas y a 85 minutos de París si uno toma el TGV (tren de alta velocidad), Metz es la capital de Lorraine, la histórica región que forma parte de lo que se llama Gran Este y que da nombre a una de las delicias gastronómicas francesas. La quiche Lorraine, una tarta de masa quebrada y relleno de crema, huevos y panceta, que data del siglo XVI y se come caliente con una ensalada verde (ver receta abajo). Es realmente una cosa seria y bien vale tentarse con ella.
Si uno va por el día lo mejor es centrarse en la Catedral y el ultramoderno Centro Pompidou-Metz, el ayer y el hoy en gran contraste. En el medio se recomienda una parada para comer o comprar algo rico en el Marché Couvert, a metros de Saint Etienne, que volará la cabeza a foodies y golosos. Un festival gastronómico.
Al lado, y for free, se puede visitar el Museo de la Cour d’Or y llevarse un amplio pantallazo de la riqueza histórica, arquitectónica y artística del lugar. La colección arqueológica galorromana que encierran sus paredes del siglo XIV es una de las más importantes de Francia.
Desde allí tomar por las calles de la colina de Sainte-Croix, cuna propiamente dicha de la ciudad, donde hace tres milenios habitaban tribus de celtas y hoy conviven refinadas tiendas que a gritos llaman a hacer shopping. Mientras, los maridos que, como todo el mundo sabe, odian esa pasión femenina, pueden sentarse ante una porción de tarta de Mirabelle, un tipo de ciruelas rojas o amarillas con sabor ácido, emblema gastronómico de la zona, y lo agradecerán porque es un manjar. Se acompaña con una taza de té o un espresso en uno de los varios cafecitos de la plaza Saint Jacques o la Saint Louis. En esta última, tan antigua como la catedral, se celebraban ferias, mercados y hasta misteriosos rituales medievales siglos atrás.
Y hablando de placeres terrenales, anotar como posible souvenir el aguardiente de Mirabelle y los vinos de Mosela, ideales para maridar con la afamada charcutería o los patés lorenos, que seguramente ya vieron oprobaron en el Marché Couvert.
El Pompidou-Metz, sucursal de su homónimo parisino, próxima parada. Un canto al arte moderno y contemporáneo. Su audaz estructura, con ese techo que simula un sombrero chino, es una prueba de ello. Los cinco mil metros cuadrados donde conviven tres galerías, un teatro y un auditorio fueron diseñados por los arquitectos Shigeru Ban y Jean de Gastines. Se colocó la primera piedra en 2006, lo inauguró Nicholas Sarkozy cuatro años más tarde y se lo considera el espacio de exposiciones más importante fuera de París con exhibiciones semipermanentes y temporales del Musee National d’Art Moderne. Los eruditos en arte sabrán bien lo que esto significa.
Si por esas cosas disponen de un día más, no olvidar la iglesia Saint Pierre aux Nonnains, que es del siglo IV y está construida sobre termas romanas, y la Capilla de los Templarios, que es más joven. Data del siglo XII. Como tampoco dejar para próximas veces un paseo por alguno de los espacios naturales que le han valido a Metz el calificativo de ciudad verde, entre otros que ya posee. Tiene 22 jardines temáticos distribuidos en 15 hectáreas.
Para los melómanos y aficionados al bel canto, la Ópera de Metz, un teatro de más de 700 butacas levantado en 1752, con una interesante y muy variada cartelera de ópera, teatro, poesía lírica y representaciones coreográficas. En la última mitad de noviembre pasado estaba en cartel Tosca, de Puccini.
Y por último, no partir sin llevar consigo un llaverito, una postal o una estatuilla pequeña aunque sea del Graouilly. Esta criatura con forma de dragón la verán en todas partes, incluso en la cripta de la catedral, con una figura de buen tamaño datada en el siglo XVI, o colgada como pasacalle. Según la leyenda, vivía en el siglo III en la arena del anfiteatro romano y había devastado la ciudad. Se comía cada mañana una docena de messineses. El pueblo rogó ayuda a San Clemente, el primer obispo de Metz, que luchó solo contra él y lo venció ahogándolo en el río Seille. Sin embargo no pudo evitar que el dragón se convirtiera en el símbolo eterno de la ciudad, presente en estatuas, escudos, monogramas y también a los pies de la imagen de San Clemente. La leyenda interpretaría, según algunos historiadores, la victoria del cristianismo sobre el paganismo reinante en aquellos tiempos. Mito o realidad, el simpático Graouilly no hace más que rubricar con su leyenda la magia de Metz.
La quiche Lorraine del Cordon Bleu
Para la masa quebrada
- Harina, 250 grs
- Manteca, 125 grs
- Sal, 5 grs
- Huevo, 60 grs
- Agua fria, 30 ml
Relleno
- Panceta ahumada, 300 grs
- Queso Gruyere rallado, 80 grs
- Huevos 3
- Crema fresca 250 grs
- Sal, pimienta y nuez moscada a gusto
Preparación
- Para la masa, arenar con las manos la harina con la sal y la manteca. Agregar el huevo y empezar a unir sin amasar. Si se siente muy seca añadir agua fria de a poco. Redondear el bollo y dejar descansar en la heladera media hora al menos.
- Luego extenderlo con un palo de amasar sobre la mesada enharinada y con cuidado colocarlo sobre un molde de tarta de unos 26 cm de diámetro. Pinchar con un tenedor y cocinar a blanco a 180 grados por 15 minutos. Retirar y reservar. Paso importante para que la base no quede blanda.
- Saltear la panceta cortada en cubos en una sartén hasta dorar. Retirar y colocar en un bol, añadir el queso rallado, los huevos ligeramente revueltos, la crema y los condimentos. Volcar sobre la masa y cocinar por 30′ a 180 grados con calor de arriba y de abajo. Servir con hojas verdes.
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