Fue creado por David Brewster, un científico escocés que había pasado años experimentando con las leyes de la óptica
- 4 minutos de lectura'
La cama de mi abuela tenía una inmensa colcha que ella había tejido a crochet, cada uno de los cientos de cuadraditos de lanas de colores con sus nudos y lazadas y agujeros perfectamente planeados y luego cosidos unos con otros. La veo con sus ovillos dispuestos sobre la mesa para elegir un color. La aguja pequeña empieza a moverse con velocidad haciendo un lazo y pasando por el aro de lana y solo detiene su marcha cuando se acerca a mostrarme cómo se va formando la cadena y me da mi propio pedacito de lana para que pruebe. Solo llego a una cadenita larga y sin ningún sentido.
A diferencia de las colchas más tradicionales, que forman un patrón geométrico a partir de la elección de colores, esta es más bien un enorme arcoíris que parece haber estallado en mil pedazos sobre la cama.
Mi pasatiempo favorito los domingos a la mañana mientras espero el desayuno en la cama de mis abuelos será encontrar cuadraditos idénticos. Tienen que tener la misma trama y exactamente el mismo color. En mi búsqueda encuentro uno que es único, sin ningún otro que se le parezca, y, por supuesto, mi favorito.
Corre el año 1819 y una revista de la época, The Literary Panorama, cuenta que puede verse a los niños londinenses chocar contra las paredes “por estar tan ensimismados descubriendo los infinitos patrones dentro de sus novedosos juguetes”.
Todos en la ciudad están fanatizados con un invento reciente: el caleidoscopio. Pero el mundo de los adultos no es ajeno al nuevo fenómeno. Damas y caballeros de sociedad cuentan con versiones lujosas que lucen en sus casas como símbolo de riqueza y buen gusto. Los menos pudientes, mientras tanto, pueden espiar durante unos minutos en los enormes caleidoscopios montados en las esquinas de la ciudad por un penique, que se promocionan con la leyenda penny for a peak o algo así como un penique por una pispeada si intentamos mantener la publicitaria aliteración del inglés.
El hombre detrás del fenómeno: Sir David Brewster, un científico escocés que había pasado años experimentando con las leyes de la óptica aportando incluso una de ellas que apropiadamente lleva su nombre. Fue durante esos experimentos con la polarización y refracción de la luz que descubrió cómo superficies reflectantes enfrentadas entre sí producían patrones circulares. Comenzó por colocar en un cilindro angosto de bronce una serie de espejos y para cuando miró dentro del tubo encontró cómo la realidad se transformaba en formas inimaginables y fascinantes. Los caleidoscopios de dos espejos creaban un patrón que explotaba hacia afuera desde el centro, casi como en un estallido estelar. Cuando se agregaban espejos en ángulos particulares, las variantes eran interminables.
No pasó demasiado tiempo hasta que intentó patentar una versión apta para todo público, bautizándola “caleidoscopio” por su origen en las palabras griegas kalos, belleza, y skopeo, mirar o examinar, que la competencia fue rápida en imitar (y vender).
Más allá de las explicaciones sobre la óptica, la luz y la imagen, Brewster estaba viendo las infinitas posibilidades de patrones y diseño que esto implicaría para la decoración. “Creará en una sola hora lo que mil artistas no podrían inventar en el transcurso de un año”, escribió en Un tratado sobre el caleidoscopio, y muchos de los patrones geométricos que incluyó allí dispararon toda una tendencia en las artes decorativas.
Aunque probablemente, según sostienen varios expertos, el mayor impacto puede verse en las tradicionales colchas norteamericanas, canadienses y anglosajonas con sus pequeños retazos de géneros de color cortados y dispuestos de forma tal de generar imágenes muy similares a aquellas que podían espiarse a través de la invención de Brewster.
Por supuesto tuve mi propio caleidoscopio, una versión barata para niños en su tubo de cartón forrado en un papel estampado que poco tenía que ver con los originales hechos de bronce con detalles en madera o cuero. Venía, si mal no recuerdo, además, con algunos trocitos de gemas de colores (seguramente plásticas) que se movían en su interior y era maravilloso perderse en las figuras que se iban armando cuando uno apuntaba a una fuente de luz, al verde del jardín o inclusive al ya intrincado diseño de la alfombra persa del living.
De niña soñaba con perderme en ese mundo que veía solo con mis ojos; poder entrar ahí, caminar por esos espacios mágicos y ver cómo iban mutando con cada paso. Otra dimensión a veces más entretenida que la real. Sin embargo, resulta un entretenimiento pasajero. Hoy hay que cuidarse de no distraerse con un ojo ahí dentro mientras se guiña el otro. No vaya a ser que uno se dé de frente contra la realidad.