Chris Thorogood, un joven botánico de la Universidad de Oxford, director de un jardín botánico de más de 400 años de la misma casa de estudios, obsesionado con la Rafflesia
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Fueron meses de pocos cuidados, pero este jardín ha hecho lo suyo por sobrevivir y una alfombra de pasto lentamente avanzó como un ejército disimulado sobre retazos de tierra que a simple vista aparecen como una polvareda yerma pero en los que, sin embargo, surgen pequeñas florcitas amarillas.
Son esas que mi mamá me enseñaba a encadenar una tras otra en una cadenita que podía convertirse en una corona. Las miro con el mismo desgano que Alicia antes de emprender su viaje por el país de las maravillas, cuando se pregunta si el placer de hacer una cadena de margaritas hará que valga la pena levantarse a recogerlas. Pienso en ellas y en los otros yuyos que han empezado a crecer y debería sacar. A diferencia de Alicia, no se me cruza ningún conejo y la que siempre anda tarde y a las corridas, más en estos días de diciembre, soy yo. El jardín deberá esperar.
En un costado, en un pasillo casi olvidado, han crecido en línea perfecta, rebosantes de felicidad verde, plantas con una flor similar a la cala solo que pequeñita. Si uno mira sus hojas con mayor atención es obvio que se trata de otra variedad y, además, la flor es además de más pequeña, más frágil. Spatiphyllum o estatifilio es su nombre científico, aunque cuenta con otros bastante más simpáticos. Algunos la llaman cuna de Moisés (supongo porque su flor blanca ahuecada arma una suerte de cuna en la que podría dormir un hada) o en portugués lirio da paz. En cualquier caso, este cantero sobrevivió el paso de constructores, el vaciado de arena y los largos días de desatención sin riego (tres meses de obra). Cualquiera diría que fue el más cuidado.
Una amiga que me visitó el otro día preguntó el nombre de “tus calas” y fue así que emprendí la tarea de ubicarlas para decírselo. No les había prestado mayor atención. A veces solo hace falta que alguien pose su mirada sobre un objeto para despertarnos de cierto letargo. Ahora, noche tras noche, me detengo a regarlas con dedicación.
Casi como algo que encontraría Alicia en el lisérgico país de las maravillas, hay en el sudeste asiático una flor tan enorme como única y un hombre dispuesto a encontrarla. La flor se llama Rafflesia y se cree que existen no más de unas cuarenta especies, aunque nadie sabe bien con precisión cuántas son, dónde están y cuántas ya han desaparecido para siempre. Por supuesto, como toda especie, tiene también su nombre de fantasía y no es lindo: flor cadavérica. El apodo se lo ganó por su olor, bien cercano al hedor, que puede evocar al de la carne en descomposición; tal vez por esto mismo, no son las laboriosas abejas que recorren los campos perfumados las que la polinizan, sino moscas carroñeras atraídas por lo que supondrán es la carcasa de un extraño animal.
El nombre del hombre que la busca: Chris Thorogood, un joven botánico de la Universidad de Oxford, director de un jardín botánico de más de 400 años de la misma casa de estudios. Rafflesia fue bautizada en honor al viajero que la vio por primera vez, allá por 1818, en Indonesia. Para los “cazadores de plantas” de aquella época, como Sir Stamford Raffles, el conocimiento botánico estaba intrínsecamente ligado a la conquista del imperio. Muchas especies se trasladaban a Inglaterra para su reproducción; pero hasta hoy, la Rafflesia esquivó todo intento de ser cultivada en cualquier jardín botánico del mundo salvo en uno, en Jakarta.
Thorogood se propuso encontrarla en su estado salvaje y develar uno de los mayores enigmas botánicos. A diferencia de sus predecesores victorianos, que llevaban un diario manuscrito repleto de ilustraciones y pequeñas anotaciones al pie, la bitácora de Thorogood es digital y pública. En su cuenta de Instagram, junto a una foto de la inmensa flor de color carmín con puntos blancos y amarillos en sus cinco pétalos, escribe: “No podía creer lo que teníamos delante después de que trepamos por una pendiente casi vertical para mirar a los ojos a este monstruo. Pocas personas han visto florecer esta especie y hacerlo es un privilegio sin comparación”.
La Rafflesia es un parásito que se esconde silencioso entre la selva y a intervalos completamente impredecibles larga un brote que se termina convirtiendo en una flor que puede llegar a desarrollarse hasta un metro de diámetro y pesar 10 kilos. Cuando lo hace, aun cuando el hedor es insoportable, para muchos es motivo de celebración. Sobre todo, porque como muchas de las flores más grandes del planeta, la Rafflesia está en grave peligro de extinción.
Caminar entre ellas debe parecerse a un paseo por ese mundo del otro lado del espejo. Y si uno fuese un ser diminuto podría efectivamente acostarse a dormir una siesta en las flores blancas que crecen en el pasillo de mi jardín y descansar de este extenuante diciembre.