El término refiere a “la huella de las olas”, ese rastro de agua y espuma que dejan sobre la arena cuando se retiran
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Elijo con cuidado en la verdulería unos duraznos, posiblemente los últimos de la temporada. Disimuladamente los huelo a ver si tienen ese perfume que promete que serán dulces y jugosos. El verdulero no suena entusiasmado cuando le pregunto si todavía están buenos, pero igual decido llevarlos. Una vez en casa los corto en prolijas rodajas. Hay poco más que un vestigio de lo que es un durazno de temporada: está todo ahí, pero rebajado, como una acuarela de lo que debería ser. Tal vez menos dulce, un poco más pálido, menos tierno. Son sabios los duraznos, pienso, se ponen menos apetecibles y dulces para la despedida, para que no los extrañemos tanto hasta el próximo año.
Cuando repito lo que creía era un pensamiento original, mi amiga Mercedes me dice que los japoneses no solo lo han explicado mucho mejor sino que además, como si esto fuera poco, tienen una palabra para definirlo: nagori. Por el mismo precio me recomienda un libro justamente con ese título: Nagori - La nostalgia por la estación que termina, de Ryoko Sekiguchi.
Antes de conseguir el libro entro en un desesperado intento de encontrar una primera aproximación al término. Con las dificultades de la traducción, para nagori encuentro “restos” y “lo que queda”. Refiere a los rastros, las repercusiones que ha dejado un objeto, un acontecimiento, una persona o un sentimiento. Evoca el rastro de algo que abandonamos o nos abandona. Hay un “cáliz de nagori” para esa última copa que nos bebemos con alguien en una despedida, la noche del adiós. También una “luna de nagori”, esa que apenas puede distinguirse en el cielo al comienzo del amanecer. Encuentro también que la famosa novela de Kazuo Ishiguro, Lo que queda del día, llevaba por título Hi no Nagori.
Pero tal vez la definición que más me gusta, que está en el origen del término, lo explica como “la huella de las olas”, ese rastro de agua y espuma que dejan sobre la arena cuando se retiran. Como Ryoko Sekiguchi cuenta en su libro, nagori “es la saudade japonesa”.
En varias ciudades de Japón, hordas de locales y turistas se están preparando para la primavera y la temporada de sakura, cuando los cerezos empiezan a florecer. Los japoneses, que han podido hacer de las estaciones un principio estético, se preparan para este momento casi como una familia recibe a un recién nacido. Hay innumerables guías para seguir la floración de los cerezos, normalmente a fines de marzo y alcanzando su pico en abril (aunque haya años en los que se han adelantado; sí, como un parto), y mapas como los de las tormentas pero con las zonas de mayor intensidad floral. De cerca, la flor del cerezo es diminuta. Es todo lo que imaginamos que una flor debe ser cuando la dibuja un niño: pétalos rosados, centro de un rojo más intenso y estambres con bolitas en las puntas.
Sin embargo, las pequeñas flores una al lado de la otra sobre las ramas marrones bien delineadas, vistas a la distancia, se convierten en impresionantes nubes de color rosa y blanco. Aunque su tiempo en flor es relativamente corto, sirve como recordatorio de la fugacidad de su belleza y por qué no de la vida; una idea que también tiene una expresión: mono no aware (nada dura para siempre).
Más adelante, llegando al final de la temporada y después de varios días de una lluvia pesada en Tokio, casi como la que ha azotado a la Ciudad de Buenos Aires y muchas partes del país esta semana que pasó, aún pueden apreciarse los restos de las flores del cerezo. Siguen en pie aunque es claro que la temporada está terminando. Los transeúntes aprecian en silencio la majestuosidad de las últimas flores rosadas no sin un poco de pesar. Eso también es nagori.
Hay un momento del año en el que la casa de mi madre (del otro lado de las vías del tren frente a mi casa) desaparece completamente detrás de las copas de los árboles de tilo y de las tipas. El follaje es tan espeso que se convierte en una cortina verde que no deja ver más allá de las vías. Sin embargo, ya empezaron a encontrarse huecos entre las ramas y de noche distingo los faroles de su cuadra y los del portón de la casa vecina.
Quiero pensar que han sido las tormentas y el viento que se llevaron algunas ramas, pero tengo que admitir que no, que es más seguro que sea el otoño colándose lentamente a pesar de que las temperaturas dicen otra cosa. Sé que en un día no muy lejano las hojas van a ir cambiando de color y casi sin darme cuenta las ramas estarán peladas y podré ver con toda claridad el portón de mi madre desde este mismo escritorio en el que estoy escribiendo.
Se habrá ido el perfume a tilo que entra en las noches de verano, las tardes de nadar debajo del agua y también los duraznos. Nagori. Un día me voy a levantar y solo van a ser ramas marrones y voy a tener el mismo pensamiento que tengo cada año cuando las miro: esos árboles parecen muertos, es imposible que todo esto vuelva a florecer algún día. Por suerte, la naturaleza siempre se encarga de desmentirme.