Investigaciones confirman que a partir de los 55 años, hasta una de cada tres personas aparentemente sanas los padecen; qué hacer para prevenirlos
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La paciente, una mujer de apariencia sana y que impresionaba tener entre 50 y 60 años, estaba aterrorizada. “¿En qué puedo ayudar? ¿Por qué la consulta?” pregunté. Me explicó que por unos mareos transitorios le habían pedido una resonancia magnética de cerebro y que en el informe del estudio decía que “se observan lesiones consistentes con pequeños infartos cerebrales”. Ella me aseguraba que nunca había tenido un accidente cerebrovascular -ACV- o que por lo menos no se había enterado si lo tuvo.
Efectivamente, en decenas de estudios se ha confirmado que, hasta una de cada tres personas aparentemente sanas, a partir de los 55 años tienen infartos cerebrales menores a 5 milímetros de diámetro -algunos de mayor tamaño- que no han causado síntomas obvios que alerten sobre su presencia.
Hasta hace pocos años no se sabía mucho sobre las implicancias que tenía la presencia de estos infartos silenciosos. Obviamente, este tipo de lesiones comenzaron a descubrirse primero con la aparición de la tomografía computada en los años 70 y mucho más claramente en la década del 80 a partir del uso de la resonancia magnética que tiene una tecnología con mayor capacidad de detección comparada con la tomografía. Los infartos silenciosos pueden afectar cualquier región del cerebro y son hasta 10 veces más frecuentes que un ACV convencional.
Los pacientes con estas imágenes no tienen los síntomas clásicos de un ACV. Pero su agilidad física y la capacidad de atención, concentración, fluidez de lenguaje y memoria pueden estar alterados. ¿algo suena familiar? Estos síntomas ocurren en forma progresiva por lo que la mayoría de las personas afectadas no llega a detectar los cambios que ocurren en su estado físico o cognitivo. Todos los estudios sobre “infartos silenciosos” han confirmado que las personas con estas imágenes tienen hasta 5 veces más probabilidades de tener un ACV, infarto cardíaco, demencia y otras enfermedades cardiovasculares.
Es decir que la presencia de “infartos silenciosos” es un factor que predice la ocurrencia de complicaciones graves en forma independiente de otros factores de riesgo más reconocidos. Y así lo confirmamos en cada paciente internado en la Unidad de ACV cuando vemos que todos tienen el cerebro literalmente invadido por estos pequeños infartos que son previos al ACV que los lleva a la internación.
¿Por qué ocurren los infartos silenciosos?
La mayoría de los adultos tienen factores de riesgo no controlados y esto genera la oclusión de arterias cerebrales que tienen medio milímetro o menos de diámetro y al taparse producen “mini” infartos cerebrales. El proceso se repite hasta causar centenares de estas oclusiones que para cuando se detectan, es demasiado tarde.
Si estas lesiones son tan frecuentes y tienen una implicancia tan importante, ¿cuál es la mejor forma de tratarlas? La respuesta es: con prevención. Es decir, con lo mismo que deberíamos hacer para prevenir un infarto cardíaco, un accidente cerebrovascular y la pérdida de memoria. Cada uno de nosotros tiene el poder para recibir la medicina más efectiva y así alcanzar una larga expectativa de vida con salud. Y la “medicina” a la que me refiero no viene en forma de pastilla, sino que es un estilo de vida saludable. Pero en un estudio de la Clínica Mayo encontraron que, aunque conocidas por la mayoría, solo el 3% de las personas practica los cambios en el estilo de vida que aumentan significativamente las probabilidades de una vida sana.
¿Cuáles son las claves a tener en cuenta?
La comida, de acuerdo a sus características, tiene el poder de curarnos o enfermarnos. Si en nuestra dieta predominan las frutas, verduras y legumbres y disminuimos a un máximo el azúcar -preferentemente evitando edulcorantes- y harinas, ya habremos dado el mayor paso hacia una nutrición sana.
Chile lideró la iniciativa de alimentación sana exigiendo un rotulado frontal de cierto tamaño en el envase que advierta sobre exceso de azúcar, grasa y sal además de prohibir la inclusión de personajes infantiles, famosos o deportistas en las cajas de alimentos.
En un estudio en Japón, la ingesta de frutas, especialmente aquellas ricas en flavonoides -cítricos, frutillas y uvas- se asoció con una reducción del 30% en el riesgo de ACV. Seis estudios sobre ingesta de verduras de hojas verdes y 185 estudios sobre vegetales con fibras mostraron que una mayor ingesta se asociaba con una reducción del riesgo de ACV.
Se deben evitar los “alimentos” ultraprocesados que son productos industriales derivados de los alimentos pero que carecen de nutrientes y tienen agregados para darles color, sabor y textura que los hagan parecer comida. Entre ellos se encuentran las galletas dulces, tortas, postres en general -helados-, snacks, salsas, y aderezos, entre otros.
En un análisis de 21 estudios, las personas que tomaban 3 a 4 tazas de café por día tuvieron un 20% menor riesgo de tener un ACV comparado con quienes no tomaban café. La mejor bebida, sin duda, es el agua. Una publicación reciente, que analizó 100 estudios con 5 millones de personas evaluadas a lo largo de 40 años, ha probado en forma concluyente que el alcohol no tiene un efecto protector para la salud. Canadá cambió sus guías médicas en enero de este año para recomendar que no hay ninguna cantidad de alcohol que sea saludable y que la gente debe moderar el consumo lo máximo posible.
El ejercicio, diario, idealmente debe combinar actividad aeróbica (cinta, bicicleta) y anaeróbico (resistencia, pesas) aun con rutinas de no más de 10 minutos, pero con el objetivo de hacerlas con una intensidad y ritmo que hagan que la persona no pueda hablar sin que suene agitada -esto es el llamado entrenamiento por intervalos de alta intensidad-. Para quienes elijan una caminata como actividad aeróbica, deben saber que 7.000 pasos a un ritmo de 110 pasos por minuto es la distancia y el ritmo que se han asociado con una disminución de la enfermedad cardiovascular.
El sedentarismo está asociado con un aumento en el número de infartos y el estudio de Isquemia en Oslo mostró que quienes mejoraban su estado físico entre los 40 y 59 años tenían una reducción de casi el 70% en el riesgo de ACV. Decenas de estudios han confirmado estos datos sobre el riesgo vascular asociado al sedentarismo y la protección que ofrece el ejercicio.
El sueño, con el uso de medicación recetada por un especialista si fuese necesario, debe tener una duración ideal de 7 u 8 horas. Hacer una breve sesión de meditación antes de dormir ayudará al descanso además de tener beneficios sobre el estrés y otros factores de riesgo. El análisis de 14 estudios mostró que dormir más de 8 o 9 horas se asoció con un mayor riesgo de ACV. La somnolencia durante el día también se asocia con riesgo de ACV porque puede ser la manifestación de apnea del sueño que cuando es tratada disminuye el riesgo de enfermedad vascular, demencia y depresión.
En numerosos estudios se ha mostrado que el estrés, el aislamiento social, la soledad y la depresión se asocian con una mayor ocurrencia de ACV. También dejar de trabajar se ha asociado con una declinación física y mental.
Las oclusiones de arterias e infartos ocurrirán a pesar de cumplir con hábitos de vida sana si a esta no se la asocia con la detección temprana de una presión arterial elevada, la presencia de placas de colesterol en las arterias o una concentración de azúcar -glucemia- aumentada. En un artículo previo en LA NACION destaqué que la hipertensión arterial es el factor de riesgo más importante por afectar a la mayoría de la población entre la infancia y la edad avanzada, y por ser fácilmente diagnosticable y tratable. Pero, paradójicamente, la mayoría de las personas hipertensas no están diagnosticadas o reciben tratamiento y no tienen la presión arterial controlada.
Es apropiado terminar esta nota con una afirmación lingüística: el paradigma de los oxímoron debería ser “gente sana con infartos silenciosos”. Porque no son sanos ni los infartos silenciosos.