Hay personas con la capacidad de recrear imágenes mentales perfectamente precisas aunque no provengan necesariamente de recuerdos
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Estoy con mis padres en la ciudad de Nueva York. Nieva y mucho. Tanto que autos privados hacen el recorrido del aeropuerto a la ciudad porque los taxis amarillos no dan abasto y de paso sus dueños se ganan unos dólares. Es el comienzo de los ochenta y las calles de Manhattan todavía son peligrosas (dicen). Soy demasiado chica para preocuparme por esas cosas y solo puedo pensar en lo linda que se ve la nieve cayendo sobre las veredas y los copos desapareciendo en el instante en que tocan el pavimento. Las señoras (mucho mejor preparadas para el invierno) apenas cruzan las puertas del Waldorf Astoria se quitan las botas mojadas y se las cambian por algo más apropiado para interiores. Yo llevo unas botitas blancas infladas que se ajustan con unos cordones en la pantorrilla y no dejan pasar ni el aire ni el frío y pienso que me gustaría poder usarlas el año entero porque se parecen mucho a unas que tiene mi Barbie.
Puedo verlas hoy en mi cabeza, podría dibujarlas, o mejor aún, pedirle a alguna inteligencia artificial que las diseñe tal cual las describo y allí estarían, prêt-à-porter. También puedo ver esa corrida de la mano de mis padres por los pasillos del MET para llegar a ver las momias egipcias (otra de mis obsesiones infantiles) con sus sarcófagos y rostros cubiertos de oro antes de la hora del cierre. Pero aquí irrumpe otro recuerdo: espaldas de gente y a la distancia un cuadro pequeño, tan pequeño que es casi una desilusión: La Gioconda o Mona Lisa. Estoy convencida de la fiabilidad de la secuencias de recuerdos, pero por algún motivo busco la fecha en que la obra de Leonardo hizo su viaje del Louvre a Nueva York. Fue un invierno, sí, eso es correcto, pero de 1963, más de siete años antes de mi nacimiento. Y también leo que después de 1974, cuando fue exhibida en Rusia y Japón, nunca más dejó París.
En 1962, durante una visita a Washington del ministro de cultura francés André Malraux, la entonces primera dama de los Estados Unidos Jackie Kennedy le hizo el insólito pedido de exhibir en los Estados Unidos a la primera dama del Louvre, La Gioconda, de Leonardo da Vinci. Malraux se mostró abierto a la posibilidad, pero Francia puso el grito en el cielo (y los franceses gritan fuerte) pensando en el daño que podía sufrir uno de sus tesoros más preciados durante el viaje. Finalmente, a comienzos de 1963 se efectúa el préstamo de una única obra, que fue a la vez un favor especial para Jackie Kennedy y una herramienta simbólica durante las tensas conversaciones entre Estados Unidos y Francia sobre armas nucleares. La obra hizo su debut ante el público en la National Gallery of Art de Washington y luego pasó al MET de Nueva York, donde fue exhibida en la sala de esculturas medievales: una exposición de un mes que se convertiría en una de las más exitosas en la historia del museo.
¿Conclusión? Mis recuerdos acerca de mi visión del retrato de Lisa Gherardini son más falsos que un billete de tres dólares. Seguramente los haya construido con conversaciones de mis padres relatando un viaje que habían hecho unos años antes a París. Escuchar conversaciones ajenas: un hábito bien típico de una hija única con la oreja parada.
Leo en una nota de The Guardian titulada “Como una película en mi mente: la hiperfantasía y la búsqueda para comprender imaginaciones vívidas”, que hay personas (1 en 30 para ser más precisos) con la capacidad de recrear imágenes mentales perfectamente precisas aunque no provengan necesariamente de recuerdos, mientras que en la otra punta del espectro están aquellos con afantasía, una imposibilidad casi completa de concebirlas. Aquellos más cerca de la hiperfantasía, predeciblemente se inclinan por carreras en las profesiones más creativas mientras que los otros enfilan, según el artículo, hacia las ciencias, la matemática y la informática. Por supuesto, hay excepciones.
Supongo que en mi caso, con una leve hiperfantasía para visualizar imágenes mentales novedosas y recuerdos, inocentemente he inventado situaciones. Por suerte una pequeña porción de la periodista que hay en mí me impulsa a chequear fuentes.
Mi madre podría habérmelo aclarado, pero seguramente no tenía la historia de Jackie Kennedy y la guerra fría para ofrecerme y Google aportó el resto con escritos del museo y algunas fotografías de la época.
Mientras entierro un recuerdo que no fue, me anoto como tarea comprar un libro: Toda la belleza del mundo - El Museo Metropolitano de Arte y yo. Su autor, Patrick Bringley, es uno de esos guardias de seguridad que deambulan discretamente con traje azul oscuro vigilando atentamente los tesoros del lugar. Recorre las salas desde Egipto hasta la antigua Roma, pasea por los laberintos debajo de las galerías, desgasta nueve pares de zapatos de la empresa al año y se maravilla con las hermosas obras que tiene a su cargo. “Bringley entra al museo como un fantasma, silencioso y casi invisible”, dice la crítica. Seguramente sus recuerdos sean más fidedignos que los míos. Y por eso lo envidiaré un poco.
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