Siguiendo un sueño que tenía desde la adolescencia, el diseñador Diego Roson recorrió el continente de norte a sur donde enfrentó desafíos y reconoce que la travesía fue “un viaje interior”
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Diego Roson es diseñador y fotógrafo y eso se nota en su modo de expresarse: al hablar transmite imágenes deslumbrantes, paisajes coloridos y es casi como si algo de ese viaje increíble que lo llevó a recorrer en moto el continente americano pudiera palparse en su relato.
Recorrió la imponente cordillera de los Andes, los salares norteños argentinos, disfrutó de los atardeceres en el Pacífico, se enfrentó a la sensación de soledad al atravesar el Salar de Uyuni en Bolivia -al que define como un laberinto sin paredes-, experimentó la entrada al Amazonas en Ecuador, el temor ante los primeros encuentros con osos en Canadá, luego de admirar la belleza de los Sequoias en California. Todo eso describe Diego con profundo detalle, hasta llegar al ansiado cartel de fin de ruta en el borde del continente con el Polo Norte.
Calificar la gesta como increíble no es sólo una manera de decir, hay algo que parece difícil de concebir en la idea de lanzarse a la aventura en un mundo donde la exigencia de productividad y el vértigo cotidiano parecen dejar de lado cualquier plan que no encaje en la norma.
¿Hay lugar para cumplir los sueños, entre tantas obligaciones? Por supuesto, afirma Diego, quien con cincuenta y cinco años, tres hijos, una pareja, Silvina -a quien define como un pilar fundamental que lo impulsó a seguir su deseo-, y una vida profesional activa, decidió cumplir un anhelo que lo empuja desde la adolescencia. “Yo postergué durante muchos años este viaje porque no tenía las posibilidades de hacerlo y tenía otras prioridades. No me arrepiento de nada, estoy muy contento con lo que hice, pero nunca olvidé mis sueños y creo que hay que buscarle la vuelta a cumplirlos siempre”, dice, con una sonrisa cálida, satisfecha.
Su familia de origen tiene mucho que ver con ese sueño.
Cuenta que se crió en la zona norte de Buenos Aires con su papá Carlos, su mamá Graciela, y sus hermanos, Mariano y Cecilia y recuerda el espíritu aventurero y el deseo de explorar que se respiraba en ese hogar.
“Mi papá amaba la aventura, siempre estábamos saliendo a la naturaleza. Tengo fotos haciendo camping al lado del río con mi hermana en el moisés”, dice, como testimonio de ese estilo de vida que quedó en pausa a sus dieciocho años, cuando sus padres fallecieron en un accidente de ruta y tuvo que salir a trabajar y ocuparse de asuntos más concretos y mundanos.
Así, se desarrolló como diseñador y fotógrafo y, en 1998 creó “Rosón y Ortelli”, un estudio de diseño con su socio y mejor amigo Guillermo Ortelli, que fue creciendo con el tiempo y se convirtió en agencia publicitaria. “En un momento la agencia tomó una dimensión que hizo que dejara un poco de lado lo que me apasionaba, que era sacar fotos y diseñar. Una de las cosas que me provocó este viaje, como plus, es haberme vuelto a conectar con mis pasiones: el diseño y la fotografía. A partir del viaje saqué fotos e hice cuatro libros que diseñé con mucho cuidado y amor”, comenta.
Diego subraya que ningún sueño se cumple solo y el apoyo de Silvina, que le insistió para hacer el viaje, fue fundamental, así como el apoyo de su socio, que quedó a cargo de la agencia. “Después de un viaje así uno vuelve agradecido y queriendo ser mejor padre, mejor marido, mejor socio. Me siento afortunado de haber podido terminarlo y en una moto tan humilde”, dice Diego.
Nada es imposible
“La aventura requiere planificación”, dice Diego, quien no se considera un improvisado y trabajó cada detalle de este viaje que hizo en cuatro etapas. La decisión de dividirlo, cuenta, tuvo que ver con conjugar este sueño con el mundo posible: no podía tomarse medio año sabático y tampoco quería dejar a su familia por tanto tiempo: estuvo en la Argentina para la jura de su hija como odontóloga, la despedida de su hijo que viajó a Japón a trabajar, y para los cumpleaños de su esposa y su hija menor, por ejemplo.
El primer paso fue la compra de dos motos junto con su socio, Guillermo, quien lo acompañó en esos primeros tiempos. “Arrancamos comprando dos motos iguales de la marca india Royal Enfield. Eran las más baratas del mercado y no le teníamos mucha fe al viaje, entonces pensamos que en tal caso, si teníamos que dejarlas a mitad de camino y dejar el viaje, la pérdida era menor. Es un modelo de moto medio de época, muy linda y nos parecía romántica”, recuerda, sonriendo. Así encararon el primer tramo, desde La Quiaca hasta Ushuaia.
“En ese primer viaje fue muy fuerte romper la barrera de salir a la ruta. El salto al abismo es gigante, el hecho de darte cuenta de que de verdad vas a recorrer la mítica ruta 40, que es hermosa, pero también es un gran cuco, porque tiene muchas situaciones cambiantes: suelo, clima, paisajes. Salimos con 48 grados y llegamos con temperaturas bajo cero y temporal a Ushuaia. Pasamos por la cordillera, por desiertos, salares e hicimos mil kilómetros de ripio y un total de 6520 kilómetros. El territorio argentino es hermoso y muy cambiante”, dice, y confiesa que terminar ese viaje -que duró desde el 13 de noviembre hasta el 2 de diciembre del 2019- fue pasar una barrera que no creía posible.
Cuando ya estaba decidido a encarar el segundo tramo, el destino trazó otros planes y llegó la pandemia de coronavirus, que obligó a suspender todo. Lejos de desanimarse, Diego esperó paciente, y cuando estuvo seguro de que las fronteras no volverían a cerrarse, salió nuevamente a la ruta.
Para su sorpresa, su viaje ya iba teniendo repercusiones gracias a un libro en el que reunió fotos y relatos -hizo uno en cada tramo- y la marca de su moto le propuso cambiar de vehículo por uno más adecuado para un trayecto tan complejo y extenso, algo a lo que él se negó. Franky, como apodó a su compañera de dos ruedas, ya era parte de la aventura, por lo que la empresa ofreció, en cambio, brindarle asistencia técnica durante todo el camino para evitar riesgos.
Para el segundo tramo, desde La Quiaca hasta Bogotá, en noviembre del 2023, su socio y amigo Guillermo, decidió bajarse por motivos personales, pero le insistió en que él siguiera adelante. “Uno de mis grandes temores era la soledad, la cuestión emocional. Ahí mi amigo César me dijo “yo te llamo todas las noches, pero este viaje lo tenés que hacer porque es tu sueño”. Y cada noche, recibí su llamado”, recuerda, con la voz quebrada por la emoción.
El momento de mayor soledad, dice, fue en el cruce a Bolivia, que es todo hacia arriba y sin nada alrededor. “Es un momento de mucha concentración y muchísimo respeto, no podés correr el más mínimo riesgo ni hacer nada mal. En el Salar de Uyuni el paisaje son 360 grados en los que para donde mires es todo igual, es muy fácil perderte porque no tenés referencia, es un laberinto sin paredes”, dice, y cuenta que ahí pudo disfrutar de su pasión por la astro fotografía.
La pasión por aprender y disfrutar de la naturaleza estuvo siempre presente.
En el tercer tramo, entre el 12 de febrero y el 21 de marzo del 2024, recorrió desde Bogotá hasta Los Ángeles y cuenta que se la pasó persiguiendo mariposas de colores, surfeó olas increíbles y se dejó deslumbrar por la diversidad marina de Baja California. “Lo que uno aprende en estos viajes es enorme: desde lo social e histórico hasta la cuestión ambiental y geográfica, pasando por cuestiones de mecánica”, apunta.
La soledad no sólo no fue un problema, sino que no fue tal, y Diego recuerda el lema que lo acompañó durante todo el trayecto: “free and solo, but never alone”- libre y solo, pero nunca en soledad.
“Lo que más me sorprendió de este viaje fue la gente, la generosidad: me ofrecieron casas para dormir, comida, ayuda con la moto cuando se rompió, y hasta un grupo de motoqueros me acompañó a la entrada del Amazonas, cuando ya se había corrido la bola de mi viaje. La bondad y la generosidad de la gente en la ruta es algo de lo que hay que aprender. Todos desconocidos con una generosidad increíble durante todo el viaje desde Argentina hasta Alaska”, destaca cuando se le pregunta sobre las cosas que más lo marcaron.
La última etapa fue la que lo llevó desde Los Ángeles- donde se sumó su hermano, Mariano, quien hizo el recorrido a la par- hasta Alaska. Recorrió 8834 kilómetros entre el 21 de mayo y el 20 de junio de este año. En busca del cartel de fin de ruta se dio el lujo de entrar al Círculo Polar Ártico y llegar al borde del continente con el Polo Norte. “Cuando llegamos al cartel de Alaska me puse a llorar como un nene, porque me saqué una mochila enorme de miedos, de muchas cosas, haber logrado eso era un logro muy compartido con la familia”, dice.
Cuenta que manejaba un promedio de seis o siete horas por día y hacía aproximadamente 400 kilómetros, dependiendo de factores como el clima, el estado de las rutas, etcétera.
Habla también de los riesgos, y dice que al encarar el viaje aceptó las reglas y entendió que cualquier cosa podía sacarlo del juego, pero no se considera un inconsciente ni un temerario, por lo que se dedicó a prepararse con mucho cuidado, y hasta hizo cursos de mecánica ligera antes de salir.
“Sé que un sueño se termina en segundos y una vida también, entonces fui muy preparado. Una vez, por quedarme mirando algo que me gustó, me llevé un tronco por delante y me caí. Me levanté súper enojado conmigo mismo, pero aprendí. El viaje te lleva a un estado de introspección importante, te enseña humildad y que no somos nada. Con todo lo groso que puedas creerte que sos, una piedra te puede sacar del camino”, dice, y agrega que en un viaje así se pasa mucho tiempo pensando: “Si uno no arranca el viaje equilibrado, con las deudas emocionales saldadas, vas medio perdido. Adentro del casco sos una máquina de arreglar el mundo, pensás, pensás. Si no estás bien, tranquilo, dispuesto a pedir permiso, a agradecer, no llegás a ningún lado. Yo llegué balanceado, arreglé mi mundo, digamos”.
Todavía conmovido por la aventura, habla de la importancia de recordar siempre aquello que nos motiva: “Uno tiene que tratar de tener muchas historias para contar. Uno no está acá para trabajar, el trabajo está para conseguir los medios para ser feliz, para que la familia esté bien, para conocer, el mundo, que es enorme y para aprender. Los sueños hay que cumplirlos, no hay que olvidarse de por qué estamos acá. A pesar del paso del tiempo, yo nunca me olvidé de dónde vengo y de los sueños que tengo”, concluye.