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“¿Quién creés que te viene a buscar?” me pregunta Andrea apenas entramos al corral. Veo que se acerca un caballo alto, un zaino colorado, con paso firme, sin dudar. Camina directamente hacia mí. Me emociono y contesto, casi a punto de llorar: “Creo que es mi papá.”
“Exacto,” dice Andrea. “Es lo que sentís: es tu padre”. Le rodeo el cuello al zaino, me quedo prendida en un abrazo largo, fuerte. Andrea me guía en voz muy baja: “Gracias por la vida que me dejaste para que yo también la experimente y haga algo grande con ella”. Repito sus palabras mientras acaricio al caballo, emocionada.
Se trata de una sesión de constelación y sanación asistida con caballos, guiada por las terapeutas facilitadoras Andrea Kovacs Kadar, médica de la UBA, y la psicóloga María Isabel Ansede. Son las socias fundadoras de Manar, un predio ubicado en Capilla del Señor.
Las emociones todavía van y vienen cuando ya pasaron varios días de esta experiencia diferente a todo. Los caballos son seres que no juzgan. Que tienen un corazón cinco veces más grande que el nuestro y que, por lo tanto, late mucho más lentamente. Al entrar en sintonía con su frecuencia cardíaca, esto nos ayuda a relajar. Los caballos son un espejo del alma, explican Andrea y María: se comportan de acuerdo a la información que van obteniendo de la persona que se acerca con la intención de sanar.
A lo largo de la media hora que pasamos dentro del corral, las dos terapeutas estuvieron muy atentas a mí y a los caballos, a cómo nos sentíamos. Me indicaban que respirara profundo, que entrara en sintonía conmigo misma. Que me conectara. Suaves, alertas, firmes. Con la sabiduría del intelecto, pero también y muy especialmente con la escucha del corazón. Y cuidando en todo momento a sus “coterapeutas” equinos.
Me encantan los caballos, no les tengo miedo. Ando desde chica, incluso algunos años hice equitación. En un momento, un caballo de la manada pateó el suelo con fuerza. Estaba mostrando el enojo de algún familiar. Cuando identificamos de dónde venía ese enojo, cambió la configuración. Como confirmando la intuición, se ubicaron formando otra figura. Mi hijo que tiene trece años y con el que me llevo muy bien parece estar enojado conmigo. Tal vez mis intentos sostenidos por correr cada vez un poco más las fronteras de su hipersensibilidad puedan no ser siempre acertados.
Más tarde dos caballos se posicionaron de otra manera, representando a marido e hijo. Ambos con la misma estructura de personalidad, metódicos y organizados, y tan diferentes a mí en ese sentido. Me volví a sorprender cuando me dijeron “Mirá, le está hablando a su hijo”. El caballo “padre” se acercaba, lo acariciaba, y movía la boca como si le estuviera diciendo algo. Y un gracias por ese sostén incondicional era la frase que cerraba esta escena.
Los caballos se siguieron moviendo y agrupando de diferentes maneras, y así fueron surgiendo temas muy diversos como la importancia que tiene para mí la unión con mis hermanos; las obsesiones de algunos miembros de mi familia; la necesidad de relajarme que estaba pidiendo aflorar; el buen vínculo que tengo con la soledad que a veces me genera conflictos conmigo misma, porque no siempre estoy segura de que esté bien necesitar esos espacios. “Tu mundo interior”, lo llamó Andrea, y me generó paz. Tres caballos juntos por un lado y otro separado, que me mostraba a mí y que se fue acercando al resto de a poco, a su ritmo. Observar esa imagen y respirar profundamente, escuchar las palabras de Andrea y sentir un alivio tremendo en relación a este tema: como si estuviera habilitada a sentir lo que siento. Y, de alguna manera, a ser quien soy.
“Por momentos entrás en otros campos de resonancia de información y esto va mutando, por más que estemos mirando aparentemente los mismos caballos. En la medida en que cambia tu información interna, se resignifica la representación externa”, decía Andrea, que es también especialista en soluciones sistémicas. Mientras que Isabel, que se especializa en comunicación con animales, me alentaba a no quedarme con una sola mirada.
“¿Tu marido perdió a su papá?”, me preguntó Andrea. Le conté que sí, hacía seis meses, y fue tremendo y muy de golpe. Mientras me preguntaba a mí misma cómo lo supo, ella me explicó que el caballo mirando para afuera del corral le había dado esta información.
“Esta experiencia de hoy te invitó a volver a vos, a tu corazón,” concluyó Andrea. Tu mamá trajo el equilibrio a la casa después de la partida de tu papá para que vos tuvieras una infancia feliz. Pero también hay una parte tuya que quedó en esos siete años, que tiene que ver con recuperar esa conexión con ese amor que quedó retenido en tu dolor. Comunicarle a tus hijos ahora que el dolor y el amor van de la mano y que uno se puede permitir sentirlo. Tu marido está atravesando también la pérdida de su papá y esto te conecta con tu propia pérdida. La felicidad no es un mundo de sonrisas para afuera sino aquél que integra lo que está separado dentro de uno”.
Gracias, caballos. Con caricias y abrazos nos despedimos de estos cuatro animales tan nobles, que representaron en diferentes momentos a diferentes personas de mi familia, a mí también, claro: las miradas son múltiples.
Nunca dejaron de escucharse los pájaros, el sonido del campo. Como si la naturaleza dijera “acá estoy”. Isabel explica: “Una de las condiciones para que ellos estén en coherencia es que estén en una manada y estén en el campo. Cuanto más natural sea el entorno, más caballo es el caballo. Al ser animales de presa, están atentos todo el tiempo. Tienen que estar siempre en coherencia, para no atraer a los depredadores.”
No pudimos salir del corral por la tranquera. Tuvimos que salir por entre medio de los alambres, porque el caballo que en un principio representaba a mi papá estaba inquieto. Me seguía.
Se largó a llover, solamente arriba nuestro, apenas salimos del corral. El resto del cielo estaba despejado. Al poco tiempo paró. Fue un cambio de escena. “Una energía que se fue”, comentaron. Sentí que el clima acompañaba todo este movimiento interno.
Algunas lágrimas, manos agarradas y una sensación de paz. Y se levantó un viento de repente -otra vez se manifestó la naturaleza- que me llevó hasta la salida. Solo quedaban unos cuantos kilómetros desde La Carlota del Monte hasta casa. Y una parte de mí, era otra.
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