La decisión de inclinar la balanza hacia la compasión exige luchar contra el instinto natural de odio, requiere de energía, voluntad y un profundo anhelo de traspasar los propios juicios para sentirse mejor
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La decisión no es fácil: poder perdonar de corazón a quien nos lastimó es un acto heroico y hasta puede aliviar. ¿Qué se esconde detrás de esta determinación? ¿Quiénes y por qué toman esta resolución? ¿Ayuda a vivir más liviano?
La historia de Matías, un joven estadounidense, es un reflejo que el proceso de perdonar vale la pena: tenía 20 años cuando su padre murió atropellado por una mujer que conducía de madrugada a altísima velocidad bajo el efecto del alcohol y la heroína. Después del trágico episodio, la autora del delito, Marta fue llevada a juicio penal y condenada a 4 años de prisión. Sin embargo, antes de que el juicio finalizara, Matías pidió ser escuchado.
Temblando, se dirigió al juez y le solicitó que Marta reciba una sentencia menor y que en el penal fuera tratada con respeto y dignidad. La audiencia se conmovió. “La condena a esta mujer no va a quitarme el profundo dolor de haber perdido a mi padre, ni va a producir el milagro de que él vuelva a vivir. Sus años en la cárcel pesan sobre mi conciencia. Si ella actuó mal, elijo no ensañarme y perdonarla”.
Silvina Balonchard, argentina 49 años, padeció durante una década golpizas y abuso psicológico por parte de su esposo. Después de varias idas y venidas, tomó coraje y abandonó el hogar con sus dos hijos pequeños. La distancia, cuenta, la ayudó a procesar su angustia y odio. “Fue un camino arduo. Pero lo emprendí con la decisión tomada: quería perdonarlo. Liberarlo a él y liberarme a mí del resentimiento que sentía. ¿Lo conseguí? Creo que sí, aunque no del todo. Sigo en proceso”, asegura. “Avanzo y retrocedo. Pero doy pasos seguros. Me di cuenta de que no debía encontrar una causa para poder perdonarlo. No tenía que justificar mi acto”.
Matías y Silvina forman parte de un universo desconocido, de personas que, habiendo padecido injustamente una agresión devastadora, toman la decisión de perdonar genuinamente a sus agresores.
Acto magnánimo
Robert Enright, profesor de la Universidad de Wisconsin y fundador del Instituto Internacional del Perdón, explica que los seres humanos tenemos la misma inclinación natural hacia la venganza que hacia la misericordia. Por lo tanto, para él, el perdón es una elección. Inclinar la balanza hacia la compasión. No implica solamente el desarrollo de una serie de habilidades psicológicas que también deben estar presentes. “Es mucho más que eso. Se trata de un acto épico de bondad, que nos invita a luchar contra nuestro instinto natural de odio, y optar por lo que nos ayuda a vivir mejor, respondiendo bien incluso cuando sintamos que el otro no lo merece. Es un trabajo de toda la vida. Pero al ejercitarlo una y otra vez, se convierte finalmente en parte intrínseca de quienes somos”, afirma. Inés Ordoñez de Lanús, directora del Centro de Espiritualidad Santa María (una organización católica creada hace 50 años con llegada internacional), subraya también la grandeza que hay detrás de esta virtud. “Cuando la ofensa es tan profunda perdonar es muy difícil. Solamente lo logra aquel que es capaz de trascender el límite de lo humano ofreciendo una enorme cuota de generosidad. Es un acto espiritual épico. Posiblemente uno no pueda olvidar lo que quedó lastimado, pero sí dejar atrás el rencor”, comenta. Al igual que Enright, sostiene que la clave es no unir el acto de perdonar con el proceso psíquico. “Es una elección; el sentimiento puedo no acompañar”, dice.
De todas formas, ambos especialistas están convencidos de que el proceso requiere atravesar el plano mental, emocional y corporal. Preguntarse con la razón si uno está dispuesto a perdonar lo que a simple vista resulta imposible; reconocer luego cómo impactó en el cuerpo ese dolor (¿me aprieta el pecho o siento un peso en la espalda?). Y, por último, cuestionarse desde la propia psicología: “¿Por qué me enoja tanto esto que hicieron conmigo? ¿De dónde viene? ¿Qué herida toca? “La introspección nos habilita a encontrar nuestros propios recursos para reparar lo que está internamente afectado”, agrega Lanús.
Proceso inevitable
Por lo cual, lejos de ser automático, los entendidos hablan de un largo recorrido. Y enumeran cuatro fases. La primera: aquella en la cual la persona desenmascara el dolor y la bronca y permite que emerjan. Identifica el acto puntual (cuándo, dónde y quién), reconoce y recibe las emociones intensas sin juzgarlas. La bronca, la tristeza o la impotencia. Asume que ese acto y esa persona lo lastimaron.
La segunda fase: la toma de decisión donde el individuo comienza a soltar la inquina, y planifica una estrategia con el compromiso de perdonar. En este estadio podríamos preguntarnos: ¿qué hago yo con esto? ¿Puedo reconocer que se equivocó? ¿Decido “borrar” esa persona de mi vida? ¿O me dispongo a atravesar el proceso y cerrar cuentas pendientes que me roban energía y alegría?
La tercera fase: el trabajo propiamente dicho. Donde activamente se busca instalar nuevas formas de pensamiento para que el individuo comprenda desde qué lugar (de inconsciencia) actuó el agresor, cómo fue su historia de vida y las heridas de la infancia que lo llevaron a comportarse de esa manera.
“No significa liberarlo de la responsabilidad ni quitarle la pena. Pero sí verlo y tratarlo como un ser humano, al igual que yo, con todas sus debilidades y miserias. En esta fase, ya no espero que venga a pedirme perdón. Puede o no hacerlo. Suelto esa expectativa y lo perdono”, señala Lanús.
En el marco de esta tercera fase, Mabel Meschiany, psicóloga especializada en constelaciones familiares, da un paso más. Señala la importancia de que, tanto el victimario como su víctima se corran de lugar y no queden fijos en roles que entorpecerán su proceso de sanación. “Cuando la persona que padeció el daño puede reconocer que ella también es (o fue) capaz de herir, la mirada hacia el agresor se vuelve más compasiva. Y además, algo en ella y sus descendientes se cura ¿Cómo funcionaría esto?
“Es crucial que la persona dañada reconozca que también ella actuó como agresora en otras situaciones. Si no asume sus propios aspectos violentos, quedará fijada en el rol de víctima y es probable que vuelva a sufrir vivencias similares en el futuro (estafas económicas, abuso físico). Y estos patrones de conducta se repetirán en su descendencia”, sostiene Meschiany. Continúa: “En cambio, si logra integrar sus propios aspectos sombríos, se reubica y esta plasticidad (entender que a veces padece y por momentos agrede), favorece el acto de indultar. Y al mismo tiempo, permite que esas agresiones repetitivas e inconscientes no bajen a sus hijos. Un beneficio doble”.
Entrenamiento diario
Por último, la cuarta fase es la que los entendidos llaman de “profundización”. Donde se intenta ejercitar los músculos emocionales que abren las compuertas al perdón. Un entrenamiento diario que se convierte finalmente en un hábito. ¿Cómo? Empezando por no hablar mal del otro en público, estar atentos a cuando nos descubrimos juzgando desde el ego y la arrogancia (creyéndonos dueños de la verdad), practicar la mansedumbre.
Todos estos actos conscientes nos permitirán experimentar la paradoja de que, al regalar compasión, uno se va liberando de las cadenas del odio que nos une al victimario, experimentando un alivio emocional nuevo. “Dejamos que fluya la corriente de vida y caminamos hacia un destino más pleno. Donde lo padecido se transforme en propósito de vida. El haber lidiado con la injusticia nos puede impulsar a ayudar a otros a luchar por lo que les es justo”, afirma Meschiany. Y en el caso del victimario, cuando es capaz de arrepentirse de corazón, posiblemente la culpa o la vergüenza hacia sí mismo mermen y el yugo sea más liviano.
Recorrer el camino del perdón es dificultoso. Requiere de energía, voluntad y un profundo anhelo de traspasar los propios juicios (“tengo razón”, “estuvo mal”) para vivir con calma. Recibiendo y transformando con paciencia esas emociones oscuras de rabia, impotencia y tristeza. Recorriendo un sendero de inevitables marchas y contramarchas.
De todo lo escuchado, algo queda claro: el perdón no es una respuesta automática ni necesariamente lógica. Decididamente es un misterio. Y como tal, esconde verdades que la razón desconoce. Sana el cuerpo y el alma. Libera al agresor y su víctima del veneno de la violencia y el rencor. Y habilita a ambas partes a encontrar una paz nueva y duradera.
Tres variantes
Los que investigan sobre el tema advierten diferentes tipos de perdón: el que se pide al otro; el que se ofrece al prójimo, y el que uno se da a sí mismo
- Pedir perdón. Cuando uno se da cuenta del mal que ha hecho y las consecuencias que tuvo, seguramente esté preparado para pedir perdón. Pero a no engañarse: en general, cuando nos acercamos a alguien con ese pedido, lo hacemos asumiendo que el otro efectivamente nos perdonará. ¿Qué pasa cuando no es así? Posiblemente nos enojemos o desilusionemos. Por eso, los entendidos señalan la importancia de trabajar internamente para despedir esa expectativa. “El otro puede no estar listo para perdonarme, pero si me despego de ese deseo, igualmente advertiré el beneficio de cerrar un proceso interno que me estaba dañando”, explican. Respecto del victimario que reconoce el dolor provocado, Meschiany hace esta aclaración: “Prefiero que hable de arrepentimiento y no de perdón. Pues al decir: lo siento uno se hace cargo de su error. Al pedir perdón, uno deposita en el otro la tarea de indultarlo o no”.
- Perdonar. Perdonar a las personas que más amamos es arduo. Más aún cuando ese familiar no es consciente del daño hecho. Enojados, esperamos que él lo reconozca. ¿Pero si esto no ocurre? Quedamos aprisionados en nuestro ego, coartados de la felicidad. Ser capaces de perdonar en esta situación requiere coraje y el deseo de dejar partir ese odio que termina lastimándonos emocional y físicamente. Nos demos cuenta o no, somos los primeros beneficiados.
- Perdonarse a uno mismo. Esta tercera forma, pareciera la más sencilla de las tres, sin embargo, suele ser la más compleja. Dejar atrás la propia humillación o vergüenza cuesta. Nos seguimos culpabilizando por actos de un pasado a veces remoto. Sin darnos cuenta de que hemos cambiado, de que posiblemente ya hayamos reparado la herida causada o despertado a una conciencia nueva sobre nuestros malos actos. Por tanto, ser capaces de autorregalarnos compasión aceptando nuestra condición de seres humanos falibles y finitos, nos dará paz y nos permitirá mirar al otro (al victimario) con empatía y misericordia. Si yo fui capaz de ofender; también lo es el otro.
“Le pedí a Dios que me liberara de ese infierno”
El camino que transitó Immaculée Ilibagiza para disculpar a los asesinos de su familia
La historia de Immaculée Ilibagiza, la ruandesa que sobrevivió al atroz genocidio que padeció su país en 1994 cuando la etnia hegemónica hutu se propuso exterminar a la etnia tutsi, es muy conocida. Pero no por eso deja de ser impactante cada vez que se la escucha.
Immaculée (tutsi) perdonó lo imperdonable: a los asesinos hutus de sus padres, sus hermanos, abuelos y amigos durante los tres meses que duró la matanza, que dejó casi un millón de personas masacradas. Y no sólo esto, sino también a quienes la obligaron a esconderse en un baño en condiciones infrahumanas para sobrevivir. Con apenas 22 años, permaneció encerrada tres meses en un habitáculo de metro y medio con otras seis mujeres. Sufrió hambre, perdió 30 kilos y tembló de miedo mientras su pueblo entero las buscaba para exterminarlas. “He matado 399 cucarachas. Immaculée será la número 400. Búsquenla, está aquí”, oyó decir a sus asesinos que venían una y otra vez a registrar la casa donde un pastor hutu (amigo de su padre) la había escondido asumiendo el riesgo a ser aniquilado.
Después de vivir esa pesadilla, de ser liberada (con la ayuda de las tropas francesas) y enterarse de que toda su familia estaba muerta, la pregunta es obvia: ¿Cómo logró deshacerse del odio? ¿Cómo perdonó lo imperdonable?
Un largo proceso
El proceso fue arduo y largo. A esta ruandesa no le tocó librar una batalla exterior contra los hutus. Su campo de batalla fue su propio corazón. Durante las miles de horas que estuvo encerrada en ese baño-prisión ideó planes de venganza. “Quería matarlos a todos y sentía el derecho de hacerlo”, comentó en una entrevista. Pero a medida que las imágenes de odio se forjaban en su mente, su cuerpo se enfermaba. “Sentía el veneno que corría por mi sangre, la cabeza me explotaba y tenía sudores insoportables”, recordó. Hasta que su cuerpo tocó un límite. “Sentí que no podía seguir viviendo así. Ahí fue cuando le pedí a Dios que me liberara de ese infierno en el que estaba atrapada y me ayudara a perdonar”.
Y así fue como se encontró rezando en ese baño diminuto por ella, su familia y también por los asesinos. Esto fue la puerta de entrada al perdón, que en sus inicios era sólo un deseo, no un sentimiento. Pero, lentamente pudo reconocer la ceguera en la que estaban sumergidos los hutus, que no solo odiaban a los tutsis, sino que se odiaban a sí mismos. En su libro, Sobrevivir para contarlo, dice que un día, después de mucho rezar, finalmente sintió misericordia por ellos. Con la conciencia más tranquila, por primera vez durmió en paz. Se aferró a esa experiencia nueva y no la soltó más.
“Durante el genocidio nadie me encontró, pero yo logré encontrarme a mí misma”. Y eso la cambió para siempre. El odio que corría por sus venas se fue transformando lentamente en una ofrenda de amor y perdón que hoy quiere compartir con el mundo.
En los momentos más arduos se aferró a personas como Mandela, Gandhi o la Madre Teresa, a quienes admira porque, pese a haber sufrido injusticias, respondieron con gestos de paz y solidaridad. Y subraya que hay que amar, aunque cueste y duela. Que el perdón es posible; que no es un favor que uno hace a otro, sino que uno se hace a sí mismo. Pues da libertad al corazón. Immaculée ha recorrido el mundo entero regalando su testimonio. Porque cree que necesitamos de muchos actos de perdón para avanzar hacia la paz. Pero no deja de insistir: “Hay que empezar por uno. Pacificar primero el propio corazón”.
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