Las propuestas de prêt-à-porter presentadas en la primera jornada de desfiles de Alta Costura para la primavera de 2023 tienen un curioso punto en común
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La pandemia ha desajustado los tiempos de la moda. No, no han dejado de ser frenéticos (lo son más, si cabe) pero ha desbaratado sus hasta ahora muy cerradas agendas: hay marcas con línea femenina, como Marine Serre o Y project, que prefieren sumarse a la semana de la moda masculina, celebrada hace dos semanas, o firmas de prêt-à-porter que inauguran el calendario de la Alta Costura, como Rabanne, Patou o Alaïa, que mostraron el domingo sus colecciones para la primavera de 2023; un modo de atraer mayor atención mediática que si lo hicieran en septiembre, junto a decenas de otras enseñas relevantes, y, sobre todo, de espaciar las propuestas principales que llegan a tienda y diferenciarlas de las cada vez más numerosas precolecciones.
La pandemia no ha desacelerado la industria, pero sí parece haber redefinido sus prioridades. Tanto que algunos de los desfiles más destacables de estas dos jornadas reflexionaban, cada uno a su manera, sobre el papel social y emocional de la moda en este presente repleto de incertidumbres.
Contaba Julien Dossena, director artístico de Paco Rabanne, que sus diseños para la próxima primavera estaban “pensados para protegerse o para atacar, según lo mires”. Un increíble proceso de investigación de materiales, una de las obsesiones del fundador de la casa, le ha llevado a mezclar la ligereza del encaje con la contundencia del látex reciclado, a recubrir con silicona chaquetas estilo lady de estampado floreado, a fusionar malla metálica, el emblema de la firma, con seda y a calzar a las modelos con imponentes botas militares de estilo gótico. Él bautiza esta mezcla de opuestos como “diseño del caos”, una especie de metáfora visual del principio de entropía que encuentra orden en el desorden. “Y del caos surge una idea que siempre me ha interesado, la de la sensualidad de lo radical”, explica Dossena, una idea que el creador traduce en guiños al punk, a la estética distópica a lo Mad Max, al grunge, al estilo raver y demás arquetipos que redundan en el anticanon de lo tradicionalmente bello o, en este caso, sensual.
En su primer desfile para Patou, Guillaume Henry escapaba de la realidad refugiándose en sus musas, tan dispares como Cléo de Merode, la bailarina audaz y pionera de fin de siglo o la actriz Julia Fox, que cerraba un desfile marcado por los colores contundentes, del fucsia al azul eléctrico, por los vestidos fáciles de llevar y por nostalgia de los primeros dos mil, la tendencia que ahora lo inunda todo. Los zapatos, stilettos y sandalias de tacón, que evocaban el glamour de los cincuenta, son fruto de la colaboración de la marca con Maison Ernest, la mítica casa zapatera fundada en 1904.
En su tercera colección para Alaïa, Pieter Mulier no apelaba a la moda como reflejo del presente, sino como glorificación del instante, “de la realidad, donde debería permanecer el acto creativo, más allá de los likes y la pantalla. Ropa para ser llevada y para ser tocada. En estos tiempos oscuros, hay que volver a lo esencial y dejar de lado los móviles”, escribía el diseñador en las notas que esperaban a los invitados en unas sillas inspiradas en las que Azzedine Alaïa tenía en su cocina para recibir a sus variopintos invitados. El show, celebrado en el 15 de la rue Faubourg Saint Honoré, donde se instalarán en los próximos meses la nueva tienda y las oficinas de la marca, tal y como habría querido Azzedine, actualizaba de forma exquisita el legado del maestro tunecino: la celebración del cuerpo femenino a través de sedas exquisitamente despejadas, de punto tratado para crear efecto trampantojo, de faldas acampanadas deconstruidas o de vestidos de corte sirena tan ligeros que parecen diluirse. Mulier encuentra espacio para introducir de forma coherente sus propios códigos creativos, como los abrigos estructurados, dentro del legado de Alaïa, uno de los que más devotos despierta. Y, lo que quizá sea más importante, logra acercarlo a las nuevas generaciones a través del uso del color y la silueta. Pocos desfiles reciben aplausos enfervorecidos sin haber terminado. Este ha sido uno de ellos.
La jornada del lunes, la primera en la que se ha presentado Alta Costura propiamente dicha, también ha versado, curiosamente, sobre lo metadircursivo: ¿para qué sirve la moda en tiempos pospandémicos e inestables? Como Mulier, Daniel Roseberry, director creativo de Schiaparelli, no ha querido apelar a discursos sociales o a referencias culturales explícitas, sino a la moda por la propia moda. Si el primero hablaba del vestido que se lleva y se toca, el segundo (como no podía ser de otra forma dada la marca para la que trabaja) ha preferido hablar a través de sus diseños de la “inocencia creativa”: “Muchos consideran que la moda es algo tonto y frívolo, no es así, pero también deberíamos replantearnos nuestro derecho a hacer cosas bellas por el mero hecho de ser bellas”, explicaba en las notas que presentaban la colección, que ha desfilado en el museo de las Artes Decorativas, el lugar donde este lunes se presenta la exposición retrospectiva de Elsa Schiaparelli que él mismo ha ayudado a comisariar. Curiosamente, y aunque la ocasión le invitara a lo contrario, esta ha sido su colección más sobria hasta la fecha, si es que ese apelativo sirve para definir a una casa que convirtió el surrealismo en elegancia. Ha habido guiños al legado de Elsa, como el vestido-esqueleto o las iconografías de la paloma, pero también a Yves Saint Laurent y a aquella icónica imagen de Laetitia Casta cubierta de flores, o a las faldas barrocas Christian Lacroix, que también fue director creativo de Schiaparelli hace una década.
Iris van Herpen ha celebrado 15 años en la industria con una colección titulada metamorfosis e inspirada en el poema homónimo de Ovidio. La mitología romana le servía como punto de referencia para reflexionar sobre la identidad en un momento en el que lo digital tiene casi más presencia que lo analógico. Sus clásicos vestidos en 3D, que casi son esculturas móviles, evocaban un futuro cercano en el que el transhumanismo o la fusión entre el hombre y la tecnología, cambiará completamente la definición de lo humano y, con ello, su forma de presentarse ante el mundo.
María Grazia Chiuri en Dior también ha invitado a celebrar la vida, aunque de un modo mucho más primigenio y visceral. No por casualidad ha tomado como punto de partida la serie pictórica de una artista ucraniana, Olesia Trofymenko, titulada El árbol de la vida, un símbolo que, como explica la diseñadora, “está presente en casi todas las culturas por su carga emocional”. La idea de las raíces, el crecimiento y el florecer, además de una metáfora de lo humano, ha servido a la creadora italiana para mostrar, a través de piezas aparentemente sencillas, tradiciones textiles de distintas culturas; bordados bálticos y africanos o patchwork indígena convergen de forma sutil en una colección que, pese a ser costura, está pensada para ser llevada (“porque la costura es tradición y revolución”, explica la creadora en las notas que acompañan a la colección) y, sobre todo, para poner en valor la importancia de lo folclórico y lo ancestral. Recuperar las raíces cuando todo se tambalea “aunque sea de forma momentánea”. Para eso sirve la moda, para cuestionar y reflexionar, pero también para escapar y sentir.
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