Cada una de las bodegas certificadas del pueblo Roquefort, en Francia, guarda sus secretos para producir variedades únicas
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Mi padre llega a casa entusiasmado. Varias cosas podían desatar su alegría, pero una de ellas era sin duda una expedición a la fiambrería alemana. De allí regresa con pequeños tesoros envueltos en papel de almacén que irá poniendo uno a uno sobre la mesada de mármol de la cocina. El espectáculo me queda un poco alto, por lo que hará lo propio conmigo y en un upa de un único movimiento me sentará también en la mesada y me dará para que sostenga el pan que compró por el camino.
Abre el primer paquete de jamón crudo (el pedido, siempre el mismo: que lo corten bien, bien finito) y mientras se coloca un rulo en la boca y hace sonidos de satisfacción agarra otra lámina larga y yo abro la boca como un pequeño animalito adiestrado mientras siento la sal. ¿Y? ¿Rico? No espera mi respuesta y se concentra en abrir el siguiente paquete: un triángulo envuelto en papel de aluminio con un fragmento de etiqueta sobreviviente al corte del cuchillo. Ro-que… leo despacio, en sílabas, tratando de interpretar los espacios que faltan, como una pequeña piedra roseta que requiere ser descifrada. Fort. Completo la palabra y mi padre ya está cortando un pedacito diminuto. Me señala unas vetas en tonos verdes y grisáceos y levanta sus cejas tupidas con un gesto muy típico suyo, mientras me lo da a probar. Me encanta. Espera adrede a que me guste antes de revelarme algo que recordaré cada vez que vuelva a comer el queso: hongos, dice. Y vuelve a levantar las cejas.
Como todas las cosas maravillosas, el roquefort original está íntimamente ligado al siete, un número mágico como ese día en el que Dios descansó y se propuso disfrutar de su creación. Y como toda buena historia, hay detrás una leyenda. Involucra a un pastor que mientras disfrutaba de su frugal (y perfecto) almuerzo de un trozo de queso de oveja sobre una rebanada de pan de centeno, quedó obnubilado por la presencia de una joven pastorcita que lo distrajo por completo del alimento, al que dejó abandonado en unas cuevas cercanas, solo para regresar unas semanas después y verlo transmutado en lo que luego conoceríamos como roquefort. Habladurías, diría Carlos Pagni. Pero aquí la historia verdadera es igual de fascinante.
Hace miles de años, el colapso de la meseta de piedra caliza de Combalou, cercana a Roquefort-sur-Soulzon, un pueblo de menos de 700 habitantes en la región de Occitania, en Francia, creó una red de cuevas con chimeneas naturales, llamadas fleurines, que hoy funcionan como ventiladores y permiten que el lugar mantenga humedad y temperatura constantes durante todo el año. Allí, sobre el suelo, en las profundidades húmedas y oscuras de las cuevas, crece un hongo, el Penicilium roqueforti. Cuando los lugareños dejaban una hogaza de pan y volvían a buscarla unas seis a ocho semanas después encontraban que había sido completamente consumida por el hongo, que después se secaba para molerse en un polvo que se agregaba a la leche o la cuajada.
Mientras tanto, arriba, en las pasturas verdes y mucho más cerca del sol, las ovejas de la raza Lacaune se alimentan tranquilas. Unos cuatro litros y medio de su leche cruda será usada para hacer un kilo del queso roquefort. Hay más de 700 variedades de Penicilium roqueforti y desde el 2009 son siete las compañías que pueden producirlo bajo su denominación de origen controlado, la primera en la historia que rige tantos productos franceses y europeos.
Si bien la certificación llegó recién en 1925, mucho más atrás en la historia, en la Edad Media, el roquefort ya se había convertido en un queso reconocido, y el 4 de junio de 1411 Carlos VI concedió a los habitantes de Roquefort-sur-Soulzon el monopolio de su maduración, como lo venían haciendo desde hacía siglos.
Cada una de las bodegas certificadas de Roquefort guarda sus secretos para producir variedades únicas: algunas más saladas, otras más picantes, o untosas como una manteca. Sin embargo, todas se alinean en una franja de terreno de algo más de dos kilómetros de largo y menos de 300 metros de ancho. El pedazo de queso, con su particular alquimia, parece recrear con esas trazas de un verdor oscuro como el del mar en un día de tormenta, el interior mismo de esas cuevas en las que nació, y si bien habrá quesos azules increíbles en distintos lugares del mundo, pocos podrán presumir de esta historia milenaria.
Mi padre corta también un trozo de la baguette con la mano, le coloca un triángulo de roquefort encima y me lo da como una pequeña ofrenda. Con el paso de los años recrearé mentalmente ese momento, al tiempo que aprenderé a comer roquefort al final de una comida, acompañado de un vino o unas frutas. Hay sabores que despiertan un apetito que se puede saciar también con una buena historia.