Suelo hablar con mi padre en el auto. No en voz alta, claro. Es un proceso más bien mental en el que pienso cosas, explicaciones, y asumo que sigue mi razonamiento y entiende. Más de lo que entendía antes. Me pregunto qué pensará de mi vida, qué cosas le parecerán que han salido bien y cuáles no tanto. Y en definitiva si se alegrará. También reflexiono mucho sobre ese último tiempo antes de su muerte y esa pregunta eterna de si uno hizo todo lo que había que hacer.
Me doy cuenta de que he dotado a los muertos de ciertas capacidades divinas, como la de entrar en nuestra conciencia, leer nuestros pensamientos y entenderlo todo. Y lo hago aún con muertos que no me competen tanto, esos a los que no les debo explicaciones y con los que no tengo cuentas pendientes. Esos también tienen la capacidad de escucharme y saber lo que pienso. No siempre está bueno.
Con los cambios de teléfono, tan clásicos de esta época, tuve que deshacerme de los mensajes grabados que tenía guardados de mi padre. No eran muchos y él era el único que desobedecía mi instrucción precisa de “por favor no dejar mensajes de audio”, ya que todos sabemos que con ver una llamada perdida es suficiente. Sobre todo cuando era una llamada de él, que en los últimos tiempos se habían convertido en emergencias casi sin excepción.
Tal vez no en una verdadera emergencia; más bien en una emergencia a sus ojos, que puede traducirse en una máxima que no llegará a los libros de historia pero sí al de la historia de mi vida: “En cada necesidad hay una emergencia”. Podía significar una pila gastada en el control remoto de la televisión o un olvido en el horario de toma de su Levodopa. Solo conservé uno de esos mensajes. Lo bajé como nota de audio y me lo envié al mail con el asunto “Mensaje Toti”. No sé por qué lo hice, no suena particularmente feliz ni cariñoso, cosas que el sí fue en algún momento. Es un pedido, como otros tantos y hasta con un dejo de angustia. Creo que lo guardo porque me asusta olvidarme de su voz.
En medio de un jardín con vista al mar de Namita, en la región de Otsuchi, en Japón, hay un viejo teléfono negro desconectado dentro de una cabina blanca. Lo instaló ahí un jardinero y paisajista de nombre Sasaki después de la muerte de su primo. Le puso “Kaze no Denwa”, o “el teléfono del viento”. Sasaki cuenta que solía discar el número de su primo y hablarle dejando que a sus palabras se las lleve el viento. Era una forma de seguir en contacto. Había empezado a trabajar en el proyecto en 2010 y en 2011 un terremoto que vino acompañado de un tsunami devastador arrasó con la zona en unos seis minutos, llevándose la vida de miles de personas de Otsuchi y los alrededores. Sasaki decidió abrir su cabina de teléfono al público y desde entonces se convirtió en lugar de peregrinaje para que todos los que habían perdido un ser querido pudieran dejar mensajes “a través del viento”.
Junto al teléfono hay además un cuaderno, el cuarto ya, donde algunos de los más de 30.000 visitantes que tuvo la cabina desde entonces dejaron mensajes para los que ya no están.
Siguiendo la idea original de Sasaki, se instalaron varios teléfonos en diferentes lugares del mundo: hay uno de Oakland, California, uno en Dublín, Irlanda, y los hay en otros puntos de Japón, Canadá y Estados Unidos. Todos tienen el mismo propósito: un espacio para ese eterno ritual de algunos seres humanos de recordar a nuestros muertos.
Los visitantes del teléfono del viento han vuelto una y otra y vez, algunos de ellos dejando también unas líneas en el cuaderno. Sasaki dice que los mensajes han pasado de ser desgarradores a tener un tono de aceptación. Cuidanos, desde donde sea que estés, dice uno.
Mi padre tenía una risa divertida y un sentido del humor aún mejor. Era creativo, generoso, miedoso y un poco infantil. A veces pienso que a sus ochenta y pico era todavía un niño. Pocas veces abro el mail ese que dice “Mensaje Toti” en el asunto. Me doy cuenta de que si estoy tranquila, sola, en un día de sol, su voz vuelve nítida y hasta haciendo algún chiste. Y si me dejo llevar, también vuelve su risa.