Encerrado en su taller en el monasterio de San Michele in Isola, Fra Mauro creó un mapamundi en 1459
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La casa de mi infancia sobre la calle Rosales, en Olivos, fue vendida, tirada abajo y ahí donde estaba hoy hay un edificio. No recuerdo la última vez que estuve o si siquiera lo hice sabiendo que no iba existir más. Uno no le presta tanta atención a esas cosas cuando es joven. Pero a pesar de que han pasado probablemente veinte años o más puedo recorrer todos sus rincones con exactitud. Podría armar un plano detallado de cada espacio con anotaciones muy específicas de lo que había en cada lugar.
En algunos casos, detalles que solo vería un niño como unas muescas sobre la cerradura de la puerta de madera en el toilette del piso de abajo. Eran unas marcas triangulares que a su vez formaban un triángulo mayor. “La puerta de los tres triangulitos”, la llamaba mentalmente. Un detalle que no podía interesarle a nadie pero que sin embargo yo conocía perfectamente.
Arriba del gran escritorio con persiana que había en el “cuarto de costura” (un sitio en el que nadie nunca cosió pero que así se llamaba) había un enorme mapa del mundo: antiguo con anotaciones y dibujos de hombres y mujeres de diferentes etnias y una tipografía muy de la época. No era como esos planisferios con división política que nos pedían en el colegio, pero podían reconocerse los continentes, los mares y los océanos. Solía mirarlo fascinada con su color sepia sobre una tela, imaginando que se trataba de algún valioso objeto que había sido atesorado por mi familia por generaciones.
Encerrado en su taller en el monasterio de San Michele in Isola, en una muy pequeña isla entre Venecia y Murano, un monje se dedica pacientemente a dibujar un mapa. No se trata de un mapa cualquiera, sino de un proyecto ambicioso, tal vez el más ambicioso de su tiempo. Conociendo sus habilidades cartográficas, Fra Mauro, tal el nombre del monje, es comisionado por el rey Alfonso de Portugal para hacer un mapa del mundo tal como se lo conocía entonces.
Venecia, con su puerto que recibía exploradores de cada rincón del planeta, mercaderes, viajantes y piratas con cuentos e historias de sus travesías, se convertiría en una fuente inagotable de información para un cartógrafo, una suerte de paraíso en la Tierra. ¿Cómo era el clima de cada lugar? ¿Había piedras preciosas, oro, gemas, perlas negras? ¿Animales exóticos? ¿Monstruos marinos? ¿Serpientes de siete cabezas rondando la provincia de Malabar? ¿Trogloditas en el este africano? ¿Sirenas, tal vez? ¿Por qué no peces con espinas en sus lomos capaces de calar agujeros tan profundos que hundirían un barco? Por un poco de pan, alguna bebida o tal vez unas monedas, los viajantes respondían a todas las preguntas de Fra Mauro, y él podía regresar a su taller y completar los nombres de continentes, ciudades, mares y ríos. Por supuesto, también consultaría fuentes escritas como Il Milione - Los viajes de Marco Polo entre otros.
¿El resultado final? Un imponente mapa circular de dos metros y medio de diámetro con toda la información geográfica conocida en 1459 y con más de tres mil cartigli o anotaciones hechas en veneciano, a mano alzada, en tinta roja y azul, relatando historias y leyendas de cada rincón. Aparece por primera vez en un mapa occidental, por ejemplo, una referencia a Cipango o Japón, o la posibilidad de navegar alrededor de África (aún antes de que se hubiese llegado al cabo de Buena Esperanza). Pero también hay castillos legendarios, naufragios y peligros; todo del puño y letra de un hombre que jamás había salido de Venecia.
Así como era la costumbre en la antigua cartografía árabe a la que Fra Mauro estaba seguramente expuesto, su mapamundi tiene al sur en la parte superior y el ojo moderno deberá girarlo para ubicarse más cómodamente o encontrar la bota perfecta de Italia y, de ahí, ir reconstruyendo el resto.
Pasarían unas décadas para que se llegara a América y el mapamundi de Fra Mauro fue la última imagen de un mundo que estaría a punto de cambiar para siempre. También faltarían unos años para la Inquisición española. El monje fue libre de cualquier imposición religiosa y con actitud empírica relegó al Jardín del Edén a una caja fuera del mapa sin otorgarle una ubicación real dentro del globo. Tampoco ubicó al personaje apocalíptico Gog en las montañas del Cáucaso como marcaba la tradición, ya que ningún viajero (y entrevistó a muchos) pudo constatar su existencia. Hic sunt dracones, “Aquí hay dragones”, la expresión para marcar lo que era tierra desconocida, no aparece en el mapa de Fra Mauro. Él ha decidido referirse a esos lugares con un sobrio terra incognita. No habrá dragones pero hay relatos de marineros que perdiéndose en el Mar de la Oscuridad (nuestro océano Atlántico) “al acercarse la nave a la orilla para abastecerse según sus necesidades, vieron el huevo del llamado Pájaro Roc, que pone huevos tan grandes como una ánfora”.
Si de acabar con los mitos se trata, el asepiado mapa del mundo que aún cuelga sobre el escritorio de mi madre tiene un origen muy particular. Resultó ser una tela que ella y una amiga encontraron en la tienda de un vendedor de géneros en el centro porteño, hace más de 50 años. Compraron un retazo cada una y al llegar a casa lo tiñeron con té y lo colgaron en un enorme bastidor de madera. Ahí la historia del sepia. “Fue una buena idea”, se complace mi madre. Tampoco hay dragones en ese mapa, pero le agradezco igual haberme despertado las ganas de recorrer sus rincones con un dedo y viajar por el mundo real cuando puedo.
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