Fue creado en la Toscana, en 1537, a pedido de Cosme de Médici y después de muchos años de abandono hoy sorprende su historia
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Cada mañana mi abuela materna tomaba un vaso que contenía un limón exprimido diluido con un chorrito de agua tibia y apenas la punta de una cuchara de café de azúcar. Así hasta su muerte a los casi cien años. Si uno le preguntaba para qué lo hacía, la respuesta solía ser alguna vaguedad acerca de la limpieza y el bienestar del hígado. Mientras mi abuelo vivió fue el encargado de exprimir el limón, ponerle el chorrito de agua y llevárselo a la cama cada mañana, en uno de los pocos gestos de amor o cariño que podían verse entre ellos. No digo que no los tuvieran, pero no a la vista; si yo, como única nieta que pasó incontables días en su casa no los vi, a veces dudo que hayan existido.
Mi abuelo apoya el vaso con limón en la mesa de luz y mi abuela, aún en un largo camisón de algodón blanco, se lo toma de un trago, lista para comenzar el día. Después vendrá el café con tostadas de pan francés más algún mate. Pero antes, siempre, el limón.
Se dice que existe en Italia un jardín florentino que encierra, casi como el cofre de un tesoro, todos los cítricos del mundo. Puede ser una exageración, claro.
No es tan sencillo rastrear a los ancestros de los limones que consumimos hoy, ya que son un híbrido de las naranjas agrias y el citrus medica (cidro). Desconocidos en Europa debido a sus fríos inviernos, llegaron desde la India subtropical y la cálida Asia del sur a través de las rutas de la seda y las especias a las casas de la antigua Grecia y Roma, para luego desaparecer y ser olvidados casi como lo fue Pompeya.
Se necesitó del poderío y la riqueza de la familia Médici para traer al cidro y sus descendientes cítricos de vuelta a los jardines y a la mesa. Los oscuros castillos medievales eran cosa del pasado, las ventanas de los nuevos palacios mirarían a los jardines y a esos cítricos que, tras haber regresado a Europa como lujosos souvenirs de algún viaje exótico, hacían su reaparición.
Como heredero de la fortuna familiar y el título de gran duque de Toscana en 1537, Cosme de Médici se propuso la reconstrucción de Villa di Castello, una vieja residencia familiar al norte de Florencia.
Si bien siglos antes los papas habían comenzado el cultivo de jardines medicinales en el Vaticano, sería Médici el que los elevaría de una simple parcela terrosa a una obra de arte en sí misma, símbolo de estatus y poder. Para ello contrató al arquitecto Niccolò Tribolo y a un ingeniero, para desarrollar el sistema hidráulico de acueductos que llevaría agua a la villa y sus jardines.
Monjes, peregrinos y exploradores habían hecho llegar las primeras plantas y semillas. En una colina mirando al sur y con vistas a Florencia, la villa contaba con terrazas de árboles de naranjos y cidros en macetones de terracota que se protegían en invernaderos durante los meses más fríos. Una segunda terraza con esculturas, fuentes, grutas y laberintos de arbustos terminaba de hipnotizar al visitante.
Villa di Castello sería, entre otras cosas, el hogar y la inspiración de algunas de las piezas más emblemáticas del renacimiento como El nacimiento de Venus y La Primavera, de Sandro Botticelli. En esta última si uno levanta la mirada ve que las figuras se encuentran rodeadas de frutos y flores, por supuesto en un naranjal.
Orgulloso de su jardín, Médici contrató a Bartolomeo Bimbi, famoso maestro de la naturaleza muerta, para hacer un exhaustivo registro en tela de las frutas y las flores de los cítricos del jardín que, para ser exactos, sumaban ciento dieciséis variedades.
Pasaron los siglos, el jardín de Villa di Castello fue abandonado y quedó como en un sueño aletargado que algunos confundieron con el olvido. En 1980, Paolo Galeotti, un experto en cítricos y director de la Oficina de Parques y Jardines del Centro de Museos de Toscana decidió perderse en los jardines de Médici.
Para su enorme sorpresa, los arbustos y árboles que habían sobrevivido al paso del tiempo no eran otros que los descendientes de los cítricos de Cosme de Médici.
Entre los hallazgos llamados bizzarria algo entre caprichos y rarezas, el resultado de injertos y experimentos, se encuentran variedades muy raras desde cedros perfumados, limones rugosos, grandes pomelos y un árbol que produce tres frutas diferentes, hasta un limón que se asemeja a una mano humana, con unos tenebrosos dedos largos, que apropiadamente se llama Medica digitata. Hoy el jardín contiene más de 600 variedades. Es un enigma botánico lo que sucedió allí durante su reposo, pero una vez más, aun cuando se la creía muerta, la naturaleza encontró su camino.
Veo a mi abuelo agarrando uno de los limones de una ensaladera en la mesa de la cocina. Lo corta sobre la tabla e inmediatamente me invade el perfume de los aceites de su cáscara atravesada por un cuchillo. Me ayuda a exprimirlo haciendo fuerza con su mano sobre la mía, mientras lo hacemos girar y la pulpa cede.
El jugo cae en la base del exprimidor, y con cuidado lo vertemos en el vaso. Él se irá a agregarle agua tibia y esa media cucharadita de azúcar para llevárselo a mi abuela. Yo me huelo las manos perfumadas aún hoy y me quedaré una vida pensando en estas dulces, ácidas y a veces un poco amargas anécdotas familiares.
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