En el Caribe sur, de tradición holandesa, se destacan las extensas arenas de aguas turquesas, calmas y con temperatura ideal, las rocas que delinean el paisaje y la gastronomía
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El Jeep de casi tres metros de altura, tapizado de rayas naranjas y amarillas de tipo neón, adaptado para acomodar a diez personas en modo safari en la parte trasera, avanza como un tanque de guerra por las despejadas calles de Aruba. Son las ocho de mañana. “¡Aquí no verán ni un solo semáforo!”, grita el conductor, Donnie Díaz, arubiano, cuarenta y tantos años (no dice el número exacto), mientras bebe un sorbo de su bebida energética. Llega a una rotonda y, en vez de tomar una salida, se queda dando vueltas mientras toca repetidamente la bocina. “¡Aruba, arriba!”, repite con la intención de que nosotros, el grupo a su cargo, nos levantemos de nuestros asientos, asomemos el rostro hacia afuera e igualemos su entusiasmo con un grito.
Quizás lo decepcionamos, pero no se rinde y sube el volumen de su radio portátil y canta de memoria la letra de un estridente funk brasilero. En todo momento, Donnie tiene puesta una máscara de esnórquel. Claramente, Donnie ha afinado un ritual para sacar lo mejor de su día laboral.
Él y el resto de los arubianos que he conocido se jactan de trabajar en un paraíso. Valoran vivir rodeados de playas de postal, seguridad y gastronomía de lujo, pero la aparente fatiga que Donnie busca camuflar con sus arranques de euforia me sugiere algo más: en Aruba, los operadores turísticos no conocen la palabra descanso. Se desviven para satisfacer las exigentes demandas de sus visitantes.
Llegamos aquí para recorrer bellezas naturales y para descubrir si “la isla feliz” es en realidad feliz. Pronto descubriremos que los más felices –los que agradecen diariamente vivir aquí y que no se irían por nada del mundo– no son precisamente los arubianos, sino los colombianos y venezolanos que dejaron atrás ciudades plagadas de crimen y pobreza para llegar a un lugar donde pueden trabajar y caminar tranquilos de noche.
Pronto, dejamos atrás los hoteles, las pomposas tiendas de moda y vemos árboles espinosos, cactus, montañas. Empaqué por si acaso un par de zapatillas de escalada y una bolsa de magnesio tras ver un corto documental donde Chris Sharma, uno de los mejores escaladores de comienzos del siglo XXI, viajaba a Aruba en búsqueda de rocas desafiantes para escalar. Donnie frena el Jeep en un sitio alejado de la ciudad y vemos por primera vez montañas de un par de cientos de metros... y, alrededor, cientos de gruesos bloques de piedra de cuatro a cinco metros de altura que los escaladores llaman boulders.
La zona, que no cuenta con administración aparente, es de libre ingreso. Un sendero de piedras cuidadosamente marcado conduce a la cumbre de una roca que supera a todas las demás en altura. Debe tener poco más de diez metros. Un letrero advierte que cada uno sube las rocas bajo su propio riesgo, pero el camino es inofensivo. Pasamos debajo de rocas que dependen unas de otras para mantenerse erguidas. Agachamos la cabeza y adaptamos el cuerpo a las formaciones, hasta que logramos pasar. Desde arriba, en la cima, se abre un horizonte repleto de rocas calizas, dispuestas arbitrariamente en el caluroso suelo arubiano, extendiéndose tan lejos que el ojo humano no alcanza a ver el fin. Estas rocas, que serían codiciadas por cualquier escalador, se encuentran solas, nadie se sube a ellas, a pesar de que ningún cartel lo prohíbe.
Sus texturas no tienen vestigio de magnesio. Un guía arubiano me dirá después que Aruba no tiene gimnasios ni tiendas de escalada, que quieren tanto la naturaleza que no quieren estropear la roca (aunque el impacto del boulder es, francamente, mínimo). Como sea, me pongo las zapatillas de escalada, empolvo mis manos y busco una forma de escalar una roca que Sharma subió en su visita en 2016. Fallo estrepitosamente. No encuentro agarres donde quepan mis dedos y siento que cada movimiento demanda músculos que no tengo.
La roca, ubicada en la entrada del sitio, posee una estética solemne, como si un escultor hubiese tallado cada contorno hasta darle una forma misteriosamente abstracta. Practicar boulder en roca, aunque extravagante para la mayoría, debe ser una de las maneras más entretenidas de interactuar con este entorno. La roca se transforma en un ser vivo, en un desafío físico y mental que trastoca el paso del tiempo.
Donnie, sin embargo, aparece de pronto por mi espalda y me recuerda que debemos seguir el itinerario, pero le pido que me deje aquí, que volveré por mi cuenta al hotel. “Son tres horas a pie por la autopista para llegar al hotel”, advierte Donnie. “Conocer esta roca lo vale”, pienso. Unos minutos bajo el sol bastan para sentir un intenso dolor en la piel, como si la quemadura se formara casi instantáneamente en el rostro. Resisto apenas una hora de escalada hasta emprender mi largo regreso a pie (y me pregunto, mientras el sol me hace añicos, si valió la pena).
Emprendimiento innovador
Aruba es una pequeña isla caribeña que forma parte del Reino de los Países Bajos. Los arubianos dicen con algo de resignación que se recorre completa en una semana. Tiene sus propias leyes, su moneda oficial y su lengua, el papiamento, aunque se habla muchísimo inglés. Un recorrido rápido por la isla permite apreciar una vegetación no muy distinta de la que se encuentra en la zona central y norte de Chile: muchas plantas suculentas, adaptadas para absorber mayores cantidades de agua y evitar la evaporación (que, en Aruba, a causa de la alta presencia de sal en el aire, se produce con mayor rapidez).
Al principio, me parece una isla de jubilados norteamericanos de próspera situación económica que vienen para disfrutar de las playas de aguas tibias con un cocktail de vodka y ron que aquí llaman Aruba arriba. Tienen poco o nulo interés por la cultura propia de los arubianos, aunque, en su defensa, la isla feliz gira más bien en torno a las tiendas comerciales y al turismo que a la vida cultural.
La playa, desde luego, es la columna vertebral de la isla. Gracias a su perfecta temperatura (que refresca genuinamente del calor exterior), cientos de miles de turistas llegan todos los años y mantienen la economía a flote. La dependencia del exterior –el 98% de los productos son importados– se refleja en los altos precios. Esa vulnerabilidad llamó la atención de un técnico holandés llamado Frank Timmen, 58 años, que llegó a vivir a Aruba hace ocho años cuando su esposa consiguió un trabajo en la isla.
En ese entones no sabía nada de agricultura, pero vio una oportunidad. Construyó un pequeño invernadero y comenzó a cultivar decenas de variedades de lechugas hasta dar con las que se adaptaban mejor a las condiciones de la isla. El proceso es simple: las semillas pasan dos semanas brotando en esponjas, sin un gramo de tierra, para luego crecer con sus raíces suspendidas en corrientes de agua ricas en nutrientes. El perímetro del invernadero tiene una red que permite el paso del viento y a su vez impide el ingreso de mosquitos. La luz está cuidadosamente intervenida: mucha luz y las lechugas se queman; muy poca, y no crecen. “Hay que encontrar el porcentaje exacto”, explica Frank, que goza de un vibrante sentido del humor. Trabaja 16 horas diarias y lo disfruta. Al constatar el crecimiento de su obra, dice sonriendo: “Sé que solo soy una pequeña parte del menú, pero todos los chefs de acá me conocen, y me aprecian porque la lechuga importada demora tres días en llegar, y ahora pueden pedir lechuga fresca todos los días”. Frank entrega sus productos con raíces, lo que quiere decir que, si los chefs no las usan de inmediato, las lechugas seguirán frescas por semanas. Si los jóvenes arubianos siguen su camino y comienzan a generar sus productos –pienso–, tal vez a viajar a Aruba se vuelva más barato.
El paraíso del snorkeling
Es otro día. Donnie nos conduce por un pasadizo de rocas mojadas en una costa a la que solo se puede llegar en 4x4. Vamos descalzos. “Por ahí”, dice Donnie, “salten desde esa roca”. El oleaje se percibe, pero se esconde detrás de una fortaleza. La espuma marina serpentea por los recovecos, se abre paso y cae adentro de un pozón del tamaño de una cancha de fútbol. Cientos, tal vez miles de peces flotan y nadan y se pierden en el fondo oscuro, iluminando el océano de colores. Usando chaleco salvavidas y máscara de snorkeling, nos sumergimos y dejamos que nuestros cuerpos se suspendan en el agua. Donnie, alertado por mi interés en escalar casi cualquier estructura que se me presente en el camino, me pide que no me encarame por ninguna roca. “Las olas rompen con fuerza”, advierte.
El pozón está en constante agitación: las olas entran por diferentes direcciones y el agua se parece a la de una olla hirviendo. Sentimos el tiempo pasar con una rapidez lamentable. “Ya, ¡es hora de partir”, dice Donnie, convencido de que visitar más lugares equivale a una experiencia más satisfactoria. Pero nadie quiere irse. Alejados de la música de las radios, de los parlantes que a veces algunos turistas instalan en las playas, sentimos que hemos encontrado el lugar más solitario y a la vez más hermoso de la isla.
Cuevas con arte rupestre
El Parque Nacional Arikok es conocido por sus pinturas rupestres. Al ingresar, parece un sitio tenebroso, de rocas esqueléticas repletas de orificios. Se siente, al fondo, en la oscuridad, el aleteo de los murciélagos.
La roca es dura. Incluso los pedazos que parecieran deshacerse al apretarlos.
Las pinturas en las rocas tienen más de mil años de antigüedad. La cueva la utilizaban los pueblos originarios para hacer sus ceremonias, pero nunca fueron habitadas.
Los dibujos tienen una singularidad: están hechos de dos colores, rojo y blanco, a diferencia de la mayoría de los dibujos creados por los habitantes originarios del Caribe. Habitualmente los hacía un chamán, debido a su proximidad con el mundo espiritual. Bajo la influencia de alucinógenos, el chamán tenía visiones que luego representaba a través del arte rupestre. Huellas de manos, pescados, grillos, caparazones de tortugas.
Algunos se pueden dilucidar fácilmente; otros son como un rompecabezas sin solución. En los techos de la cueva pueden apreciar diferentes nombres de personas que han venido aquí desde 1800 en adelante. Algunos lograron penetrar hasta quinientos metros adentro de esta cueva.
En las cuevas domina el silencio, y por añadidura, la belleza.
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