Una cultura sexual desenfrenada no ha conducido necesariamente a un mejor sexo para todos o a mejores relaciones. En muchos casos, ha suscitado ser insensibles, desinteresados, lastimar a los demás y salir lastimados. Y en lugar de ser excitante, la sobrecarga sexual se ha vuelto aburrida.
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Tal vez percibas un malestar incómodo si hablas sobre sexo con personas jóvenes.
Casi la mitad de los adultos estadounidenses —y una mayoría de mujeres— dice que salir con alguien en una cita se ha vuelto mucho más difícil en los últimos diez años. Según el Centro de Investigaciones Pew, la mitad de los adultos solteros decidió dejar de buscar una relación o dejar de salir con otras personas. Los índices de actividad sexual, relaciones y matrimonio alcanzaron un nivel históricamente bajo, que no se había visto en 30 años, encabezado por los adultos jóvenes.
“No creo que las generaciones mayores se den cuenta de lo aterrador que es para la generación actual ir a citas”, escribió una joven en Twitter, un tuit que recibió alrededor de 18.000 me gusta. “Es un absoluto caos allá afuera”. Cuando entrevisté a decenas de personas para mi libro sobre sexo y relaciones, descubrí que las mujeres, en especial, hablaron de sus experiencias sexuales en términos viscerales: encuentros que terminaron en actos inesperados y alarmantes —como un estrangulamiento u otro tipo de violencia sexual inspirada en la pornografía— a los que no se resistieron ya fuera porque las tomó por sorpresa o por resignación. Después de todo, si el consentimiento está dado (y con frecuencia, lo está), no hay espacio para la protesta.
La vida amorosa siempre ha sido difícil. Pero ahora, entre las personas solteras heterosexuales en busca de pareja, el panorama general se ha vuelto menos juguetón y más depresivo, y se convierte, como lo denomina la escritora Asa Seresin, en un “heteropesimismo”, un sentimiento que “suele manifestarse como arrepentimiento, vergüenza y desesperanza sobre la experiencia heterosexual” (las relaciones, que están menos atadas a las dinámicas de los géneros masculino y femenino, pueden presentar menos problemas, pero tampoco son perfectas). Es una postura paliativa que los jóvenes utilizan para evitar el sentimiento de tristeza por su falta de control y decepción reiterada o reconocimiento pleno del horror omnipresente de una cultura sexual que no es compatible con su felicidad.
Este pesimismo llega en un momento en el que se podría esperar lo opuesto. Después de todo, se podría decir que estamos viviendo la era de oro de la libertad sexual. La edad promedio del primer matrimonio está aumentando; es más aceptable que nunca permanecer soltero o buscar una variedad de estilos de relaciones. La mayoría de las personas consideran que el sexo premarital es aceptable; las mujeres tienen varias opciones de métodos anticonceptivos a su disposición y, si tienen seguro médico, a veces incluso son gratis. La positividad sexual se incentiva en los círculos progresistas, en los que se celebra explorar la sexualidad y la inhibición se ve mal. Hemos traspasado las murallas de la represión y el muro de silencio que nos impedía expresar nuestra sexualidad se ha derrumbado casi por completo.
Se suponía que olvidarnos de las viejas reglas y sustituirlas por la norma del consentimiento nos daría la felicidad. En cambio, muchas personas se sienten algo… perdidas.
Cuando le pregunté por qué sucedía esto, la eticista y catedrática de la Universidad de Washington Fannie Bialek me explicó que “uno de los placeres más importantes de la intimidad sexual” es “sentir que tienes la posibilidad de lo inesperado. Pero no en exceso”.
Cualquier terapeuta diría que los límites son necesarios e importantes. Al definir lo que no se quiere ni se acepta, se deja espacio para todo lo demás. Y en nuestra prisa por liberarnos, quizá nos olvidamos de algo importante.
Bialek recurrió a la analogía de una cena para explicar algunas de las desventajas de nuestro panorama romántico actual. “En términos generales, sé lo que va a pasar cuando voy a una cena. Y cuando, en el transcurso de la conversación, sucede algo inesperado, resulta placentero, porque lo inesperado puede ser placentero. Pero lo inesperado está delimitado por una línea muy delgada”.
Y continuó: “Puedo interesarme en lo que alguien dice en lugar de preocuparme de que me vaya a apuñalar con el cuchillo de la mesa. No tener que preocuparme por todas esas situaciones radicales e inesperadas libera mi atención y la posibilidad de disfrutar”.
Sin embargo, en la actualidad, me dijo Bialek, muchos “experimentan interacciones mucho más inesperadas en un contexto sexual que en una cena”. Debido a nuestra falta de disposición a establecer un conjunto compartido de normas en el sexo más allá del consentimiento (y ni qué decir del hecho de que no hemos acabado de entender del todo ese requisito mínimo), nuestra cultura sexual actual puede sentirse dolorosamente descolocada.
Es fácil ver cómo una regulación social demasiado estricta causó daños en el pasado; por algo se dio la revolución sexual. Sin embargo, podemos reconocer los beneficios que hemos alcanzado (menos vergüenza, una mayor aceptación de las minorías sexuales, un reconocimiento del valor de la agencia sexual de las mujeres) y al mismo tiempo reconocer los problemas que persisten o que han empeorado. ¿Existen normas que podamos crear o reivindicar hoy que, de manera paradójica, hagan que nuestro panorama romántico sea más libre para todos?
Disfrutar de las cenas con amigos se basa en un conjunto claro de normas sociales: un entendimiento compartido y regulado por la comunidad de cómo esperamos que sea una reunión y cómo deben comportarse los asistentes. En el caso de los encuentros sexuales, establecer estas normas requerirá un debate acalorado y nuestra visión de lo que significa el sexo en nuestra sociedad debe corregirse entre todos.
Tendremos que elaborar argumentos sólidos sobre qué consideramos como una buena cultura sexual, pero también estar dispuestos a reconocer las formas en que ciertas definiciones pueden ser excluyentes y el modo en el que algunas normas han afectado para mal a las mujeres y a otras personas. Tendremos que estar abiertos a la negociación y a escuchar las voces que han sido excluidas de estas conversaciones. Y tendremos que sostener estos debates en público.
Aun así, es posible que haya que llegar a nuevos entendimientos. Tal vez el sexo casual sí es significativo, un acto distinto a todos los demás. Tal vez algunas prácticas inspiradas en la pornografía (como las que erotizan la degradación, la cosificación y el daño) no deban generalizarse. Tal vez tengamos una responsabilidad con los demás, no solo con nuestro propio deseo. Necesitamos normas más sustanciales que el simple: “cuando hay consentimiento entre dos adultos, todo lo que suceda es válido”.
Es hora de subir los estándares de lo que son los buenos encuentros sexuales y de responsabilizarnos y responsabilizar al otro de ello. El buen sexo (es decir, el ético) no consiste solo en tener consentimiento para poder hacer lo que queremos. El ideal al que podríamos aspirar es el de querer también el bien de nuestras parejas y abstenernos de mantener relaciones sexuales si no podemos o no estamos seguros de que sea bueno para la otra persona.
Esto podría conducir a menos sexo casual, al menos en el corto plazo. Pero, teniendo en cuenta que la situación actual es claramente insatisfactoria, tal vez no sea tan malo.
Una mañana helada de enero me reuní con unos estudiantes universitarios en un restaurante bullicioso en el Upper West Side de Manhattan. Una mujer de 21 años describió un encuentro en el que su cita le dijo que no quería tener sexo, para asombro de los amigos a los que les contó después.
“Nos sorprendió que alguien con la posibilidad de tener sexo se abstuviera de hacerlo para dar prioridad a conocer a alguien…”, dijo, aún sorprendida. “Fue muy lindo, pero eso no debería ser así…”. Su amiga la interrumpió: “No deberíamos tratarlo como si fuera un unicornio”.
“Cuando imagines algún placer”, escribió el filósofo estoico Epicteto a sus alumnos, “espera un poco y haz una pausa”. Tenemos que reivindicar esta pausa. Para quienes hemos crecido en la estela de la revolución sexual, esto puede sonar como un llamado a la represión. Pero no tiene por qué ser un rechazo a nuestra sexualidad o a nuestro deseo. Por el contrario, puede ser más liberador (y dar libertad) poder decir no o “ahora no”, sobre todo en una cultura que nos empuja a decir que sí, queramos o no. Aceptar la pausa puede darnos el espacio para detenernos y pensar, para decidir lo que no queremos y para dejar espacio a lo que sí queremos.
En cualquier otra situación común a la experiencia humana (comer, beber, hacer ejercicio, incluso revisar o escribir nuestros correos electrónicos) nos hemos dado cuenta de que los límites producen resultados más saludables. Es poco probable que el sexo y las relaciones sean excepciones a la regla. Una cultura sexual desenfrenada no ha conducido necesariamente a un mejor sexo para todos o a mejores relaciones. En muchos casos, ha suscitado ser insensibles, desinteresados, lastimar a los demás y salir lastimados. Y en lugar de ser excitante, la sobrecarga sexual se ha vuelto aburrida.
Las reglas pueden hacer que las cosas sean más emocionantes, más bellas, más abiertas a la posibilidad de algo mejor, aunque todavía no estemos allí.