Aunque suele estar mal visto expresar los sentimientos complejos sobre la maternidad, testimonios de madres que se animan a no seguir los mandatos
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“Ser madre me resulta tan natural como ser un astronauta”. Con esta provocadora frase inicia su libro La danza de la maternidad, la doctora en psicología norteamericana Harriet Lerner. Esta reconocida profesional, dedicada a acompañar a las mujeres a transitar la transformadora experiencia de convertirse en madres, cree que aún hoy en pleno siglo XXI la experiencia está envuelta en un halo de tanta idealización y romanticismo, alejada del barro de la cotidianidad que hace que las mamás se sienten solas y perdidas ante el tsunami de emociones contradictorias que emergen con la llegada de un recién nacido. “No se habla con la verdad y eso no ayuda a alcanzar una vida plena”, afirma. Está convencida de que, si hubiese una mirada realista y una auténtica valoración del rol materno, existiría una mayor protección económica para ellas, legislación más clara, acuerdos más equitativos dentro y fuera del hogar y objetivos laborales que acompañen con armonía los períodos más exigentes de la crianza.
Pero no solo este idealismo complica el escenario. Si no también, refieren los especialistas, la ausencia de espacios en las compañías y en los hogares para hablar, compartir, pedir ayuda, mostrar la propia vulnerabilidad y expresar con desahogo los sentimientos complejos y abrumadores que llegan inexorablemente de la mano de un hijo. “Es un momento de quiebre en la vida de toda mujer que necesita decirse, ser escuchada, acompañada y sostenida para encontrar y construir su propio camino con equilibrio”, insiste la licenciada en recursos humanos y coach de familia Teresita de Velazco Ledesma. “No ayudan las imágenes estereotipadas de lo que implica ser una buena madre”, señala. Por ejemplo: el seguir dando por supuesto que es responsabilidad prioritaria de la mujer criar a los hijos en la primera infancia y ser la que más resignará profesionalmente.
En términos de “clichés” ni hablar, sostiene Lerner, de los antimodelos, es decir las mujeres que la sociedad considera absolutamente no aptas para el puesto: madres pobres, solteras, lesbianas o profesionales superambiciosas.
Y agrega que le llama la atención el hecho de que cuando un hombre se convierte en padre, la pregunta automática que se le hace es: “¿Cuáles son tus próximos desafíos profesionales?”; mientras que, en el caso de la mujer, el primer interrogante que aparece es: “¿Cómo te vas a organizar para estar en tu casa y cumplir al mismo tiempo con tu trabajo?”. Por supuesto que en las treintañeras el poder en la toma de decisiones familiares-laborales asoma con mucha más equidad, pero esto no es una realidad concreta para quienes transitan los 40 y pico o 50.
Se habla sí de ecuanimidad pero en la práctica pareciera que no se cumple cabalmente con los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) que impulsa Naciones Unidas para proteger la igualdad de género. En la Argentina aún estamos lejos de un cambio de paradigma. “En la teoría, las organizaciones acuerdan cumplir con estos parámetros y hay grandes avances, pero no veo un compromiso de fondo que potencie a las profesionales/madres”, agrega Teresita.
Es cierto hay muchos más beneficios que resuelven cuestiones prácticas: horarios flexibles, home office, servicio de guardería o lactario, pero al mismo tiempo la vara de exigencias no merma con la llegada de los hijos ni existe un acompañamiento serio desde lo emocional (jefas mentoras), advierten los entendidos. “Se le permite a una empleada tomarse 6 meses de licencia, pero en la evaluación anual se le piden resultados como si hubiese estado presente los 12 meses. Son mensajes confusos y deshumanizantes”, sostiene Teresita.
Algo similar en orden a la sobreexigencia vivió Sabrina cuando quedó embarazada de su tercer hijo desempeñándose como gerente de administración en un banco. “La evaluación anual de mi jefe fue excelente pero el comité directivo decidió puntuarme arbitrariamente con un 2 sobre 5 para congelar mi sueldo y mi crecimiento, dando por descontado que con la llegada del bebe bajaría el ritmo de trabajo. Fue injusto”, cuenta.
El cambio como oportunidad
Justamente el haberse sentido muy sola y poco sostenida es lo que la llevó a Teresita a renunciar a una carrera de 10 años muy prometedora en una multinacional como responsable de recursos humanos. Y esta experiencia fue el puntapié para reencontrarse y plantearse cómo y dónde quería seguir trabajando. “Con tres niños de 6, 4 y 2 años me sentía muy exigida, mi puesto global requería que viajara el 25 por ciento del tiempo y no me animaba a plantear que no estaría disponible pasadas las seis pues me considerarían una vaga. Sentía que la corría siempre de atrás, que dependía ciento por ciento de que la chica que trabaja en casa no faltara y un día decidí cambiar”. Tardó cinco años en animarse a renunciar y armar su propio plan pues la corporación era su segunda familia y un lugar de pertenencia. Pero confió en su corazonada, se tiró a la pileta y abrió, con una socia, su propia consultora de recursos humanos y se embarcó a estudiar la carrera de coaching.
A partir de lo vivido, Teresita ideó un proyecto de maternity coaching para acompañar a otras mujeres a transitar con paz sus embarazos, licencias y reinserción a la oficina. “Para la madre puérpera que da de mamar y tiene las hormonas que le suben y le bajan, es difícil volver y separarse de su bebé”, dice. Su objetivo es abrir espacios de diálogos y reflexión. Animarlas a que se planteen preguntas necesarias: ¿qué tipo de madre y profesional quiero ser?, ¿qué quiero de mi trabajo?, ¿qué ayuda necesito en casa y en la oficina?, ¿qué me está costando y siento que no puedo? Y a partir de este profundo replanteo generar nuevos acuerdos con la pareja, los jefes y compañeros de trabajo, para que el combo funcione.
Para ella, sin duda, el cambio fue una oportunidad de crecimiento. “Me obligó a apoyarme en mi talento y no en el prestigio de una marca; a poner un precio a mi trabajo; a armar presupuestos y ordenarme económicamente y a mostrarles a mis hijos que se puede integrar la vida profesional, familiar y personal”.
Un requisito clave para lograr esta armonía, según Cora De Elizalde, psicóloga especializada en orientación a padres, es aprender a decir no. “Poner límites en el trabajo y fijar prioridades. Uno necesita desconectarse para conectarse con la familia”, señala. Un derecho que a Teresita le costó mucho defender.
Mandatos culturales
Dentro de las dificultades que enfrentan las mujeres madres, no todas están vinculadas con encontrar un equilibrio entre familia y trabajo. Hay muchas otras: la cuestión del dinero (¿es el momento adecuado?); las responsabilidades con los padres y la familia extendida que se suman a las propias; el vínculo y la intimidad con la pareja; la necesidad de reservar un tiempo personal para hacer ejercicio o pasar tiempo con amigos. “Es crucial reparar en el cuidado personal y en atender las propias necesidades físicas y emocionales; esto le da a la madre herramientas sólidas para afrontar los múltiples desafíos: adaptarse al cambio radical de vida, la nueva y demandante rutina y la falta de sueño”, señala Cora.
En la trastienda además, hay que enfrentarse a un sinfín de mandatos culturales y creencias que se vuelven propias. “Crecí con la idea de que podía y debía ser una alta ejecutiva y madre de tres al mismo tiempo. Que tenía que poder con todo porque al fin y al cabo se trata de aprovechar todas las oportunidades que te ofrece la vida”, explica Luz Pasman, madre de cuatro adolescentes.
Paula Escudero, en cambio, se animó a desafiar algunos imperativos sociales. Cuenta que al parir a su primer hijo desoyó las indicaciones médicas sobre la importancia de dar de mamar. “Intenté pero fue horroroso. Que la jeringa, que el sacaleche. Ya en el sanatorio le dije a la enfermera que le daría la mamadera y se escandalizó. Pero yo sabía que la lactancia no era para mí. Y preferí ser fiel a mí y bancarme que me miraran mal”, afirma.
A lo largo de su maternidad (tiene 2 niños de 12 y 8 años) muchas veces sorteó ojos inquisidoras de familiares o maestros de colegio. A ella eso no le movió la aguja. “Seguí el consejo de un sabio pediatra que me recalcó: ‘Confiá en tu intuición. Los de afuera son de palo’”.
“Es que la maternidad, –agrega el pediatra Eduardo Moreno Vivot–, es algo tan natural e instintivo que nadie como ellas saben lo que necesitan sus hijos. Son ellas las mejores pediatras”.
Paula dice haber educado a sus chicos con firmeza, soportando cuestionamientos a diestra y siniestra cuando osaba poner límites rotundos a los caprichos (ducha de agua fría o algún chirlo). “Hoy me siento orgullosa del resultado”, explica. Además de oponerse a lo que ella considera una “cultura permisiva” esta valiente mujer tuvo que lidiar con un drama: a sus 38 años, su marido murió de cáncer y se quedó sola sin apoyo. Sin una pizca de victimismo se arremangó y surfeó la ola lo mejor que pudo. “Fue un tiempo difícil; tuve que rearmarme económicamente y convertirme en mamá/papá. El primer año lo dediqué exclusivamente a ellos porque estaban mal, lloraban y tenían explosiones de ira”. Con la ayuda de su coach, Paula transitó su duelo y se animó a mostrarse vulnerable y triste delante de ellos, lo cual aflojó el ambiente. “Pude llorar con ellos; pedirles ayuda con la casa, explicarles que a veces me encontraba muy cansada y que no podía con todo y de a poco fueron apareciendo los acuerdos, los abrazos y los besos sanadores”.
Transcurridos ya tres años de la muerte de Hernán, hoy dice estar parada en otro lugar. Se permite salir con amigos y divertirse y delegar el cuidado de sus hijos a otras personas. Y lo mejor de todo: la pasa muy bien con sus niños. “Confieso que cuando eran chiquitos me aburría jugar a los autitos. Lo hacía pero me parecía un plomo. Hoy, en cambio, les compro los juegos que me divierten también a mí. Los disfruto”, se alegra.
Suficiente culpa por ahora
Luz, que ha trabajado desde sus 25 años intensamente como responsable de marketing en varias empresas, también reconoce que cuando sus hijos eran pequeños y llegaba a su casa a la tardecita se permitía disfrutarlos. “No me era pesado”. Trabajaba de sol a sol pero cuando abría la puerta se conectaba enseguida.
Hace varios años decidió dejar la gerencia regional de la empresa donde trabajaba entre otras cosas porque le implicaba estar fuera por viajes el 40 por ciento de su tiempo. Fue un quiebre y lo vivió como un fracaso. “Pensé que iba a poder con todo y no pude”, sostiene. Pero lo que la persigue hasta el día de hoy es la culpa por no haber estado más presente en la primera infancia de los tres mayores. “Probablemente aguanté más de lo necesario porque disfrutaba de lo que hacía pero me siento culpable. En los cargos de altísima dedicación algo se resiente. Intenté darles tiempo de calidad pero creo que hay una mínima cantidad de horas que debí estar y yo no estuve”, afirma con arrepentimiento. Aún hoy carga con esa mochila. Cada vez que alguno de sus hijos atraviesa alguna crisis, ella lo atribuye directamente a su ausencia esos primeros años de vida.
A veces la culpa lleva a las madres a obsesionarse con la pregunta: ¿qué está mal en mí?, sostiene Lerner. Y esta actitud nos mata. Lo saludable para ella, es corrernos de ese lugar para convertirnos en agentes de cambio de nuestra vida. Para ella resulta clave hacerse dos preguntas: ¿qué significa para mí ser una buena mamá? y ¿qué voces estoy escuchando que no me ayudan? “La culpa nunca es buena. Una madre hace lo mejor que puede y con la mejor intención. No existe la perfección y nuestros hijos no necesitan madres perfectas. Dejemos ir las exigencias”, enfatiza Cora con sensatez.
Y disfrutemos, en este día, de este camino único y sagrado que cada madre construye cada día con tanto empeño. No hay recetas colectivas. La clave está en ser fiel y coherente con uno. Bajar la vara, perdonarse y no desanimarse cuando fallamos. Y mucho menos compararnos con los estándares ideales que inconscientemente absorbemos de las redes sociales.
Porque el error como el amor son las dos caras inseparables de una misma moneda. Y eso, felizmente, nos vuelve humanas.
Aprender a soltar el control
Nos puede costar noches sin dormir, cansancio o estrés para lidiar con la casa, la comida, el trabajo, los pooles y las infinitas actividades extraescolares. O preocupación y angustia cuando vemos a un hijo triste. Pero la gratificación y el gozo de ser madre no se compara con las dificultades que acompaña la sagrada tarea de criar hijos confiados, seguros y felices.
“Es algo tan bello. Ser testigo de esas miradas llenas de amor que se dan entre un recién nacido y su mamá, de las caricias, de la voz suave y reconfortante, del contacto piel con piel es algo único”, cuenta el pediatra Eduardo Moreno Vivot.
Luz lo reafirma: “El amor hacia mis hijos es algo animal, biológico. Son lo más importante en mi vida”,.
A Paula le costó convertirse en madre y tener que resignar su tiempo e independencia; dice que aprendió a disfrutarlos a medida que pasó el tiempo. “Ser mamá es un viaje lleno de desafíos pero la satisfacción, el amor y la conexión que siento es indescriptible. Me llena de orgullo y alegría poder acompañarlos. Voy aprendiendo a su paso. Ellos son mis maestros, quienes me enseñan a enfrentar mis miedos, a trabajar mis limitaciones y sanar mis heridas para poder ayudarlos a ellos a sanar las suyas”.
Flexibilizarse
“Mi maternidad potenció mi generosidad como nunca hubiese imaginado y no solo por tener que ceder la última porción de torta”, se ríe Teresita. “Agudizó mi paciencia, mi capacidad de escucha, mi percepción para poder leerlos cuando no pueden decirte qué les pasa. Me llevó a flexibilizarme, a alejarme del lugar de juez para poder escucharlos, a respetar sus puntos de vista y a entender que ellos toman otras decisiones. Me desafían a soltar el control. Aprendí que no tengo la verdad de nada, que como mamá voy haciendo camino junto con ellos, que es válido cambiar de opinión. Soy más humilde, me animo a pedir perdón y a decir también no sé. A volver a empezar y abrazarlos cuando me siento perdida. Hasta el día de hoy me parece un milagro que haya tres personas en este mundo que me llamen mamá”.