En las minas de lapislázuli de Sar-e-Sang, en Afganistán, se extraían las piedras que luego eran molidas y procesadas para crear esta tonalidad
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Le comento a mi marido que voy a escribir acerca de la historia del azul.
“¡Bueno! El color más lindo del mundo”. Creo que dijo algo así o “el mejor color de todos”. Y siguió con sus asuntos sin dejarme sumar uno o dos detalles curiosos como para entusiasmarlo. Quería decirle, por ejemplo, que los antiguos griegos y romanos no tenían una palabra para el color azul y que de hecho se lo salteaban por completo cuando describían el arcoíris o que Homero sostenía que el mar azul era “rojo vino” y que el azul fue el último color en recibir su nombre en la lengua inglesa. Nada de eso pude contarle, él ya había hecho su juicio, junto a gran parte de la población mundial, en la que me incluyo, que eligió al azul, en alguna de sus variantes, como su color favorito.
De chica decidí que de todas mis bolitas de vidrio herencia de mis primos varones Gil, esas que estaban guardadas en un enorme frasco que en algún momento había tenido pepinos en salmuera, mi favorita era una que tenía en el centro un remolino azul. Si acercaba los ojos lo suficiente, podía perderme en alguna galaxia remota o navegar las aguas turbulentas de un mar en una tormenta. Era perfecta. Y eso que había cientos de bolitas.
De los cinco sabores de los caramelos Sugus, el número uno era el azul (por sabor y por color). Mientras pelaba el papel, desprendiendo uno de los dobleces en triángulo y llevándomelo a la boca, solía preguntarme por qué el azul identificaba al ananá. Me contestaba diciendo que quizás era porque el naranja y el amarillo estaban tomados por otras frutas o tal vez porque el mar rodeaba a las regiones tropicales de donde provenía el ananá. Como sea, una decisión perturbadora, aunque me parecía un acierto que el mejor sabor fuera azul.
En asuntos más trascendentes que una caja de caramelos, hubo un momento de la historia en el que el azul dividió clases: mientras los nobles y la realeza podían lucir sus galas de ese color, las clases bajas llevaban textiles sin tintura que se limitaban a los blancos sucios, marrones y algunos verdes. Pero no solo se trataba de las telas: el color azul obsesionó a grandes artistas. Por su elevado costo, llevó a algunos a caer en la bancarrota absoluta o hasta dejar obras inconclusas y a otros a crear azules tan únicos que llevarían nombre propio.
Tal vez la historia más fascinante se la lleve el azul de ultramar, un pigmento tan caro y difícil de conseguir que se reservaba para figuras de trascendencia en un cuadro, como el manto de la virgen o un detalle cuidadosamente elegido.
Según cuenta Kassia St. Clair en su libro Las vidas secretas del color, aun cuando el azul de ultramar lleva encerrado en su nombre al océano, sus orígenes están ligados a lo más profundo de la tierra, más precisamente, a las minas de lapislázuli de Sar-e-Sang, en Afganistán. Allí eran extraídas las piedras que luego serían molidas y procesadas hasta llegar a las pinceladas en telas y frescos renacentistas. Comerciantes italianos se encargarían de que las piedras semipreciosas recorriesen su largo camino a lomo de burro siguiendo la misma ruta de la seda hasta llegar a Siria, para luego terminar su viaje en barco a occidente, más precisamente a Venecia.
Era esta última parte de la travesía, que le daría el nombre de azul de ultramar al pigmento que se obtenía de la molienda de las rocas de lapislázuli. Era efectivamente el azul que llegaba desde “más allá del mar” y, por supuesto, este largo trayecto incidía en su costo.
Aquellos artistas más próximos a Venecia, como Tiziano, podían usarlo con cierta soltura. Otros, como Durero, lo utilizaban ocasionalmente, pero no sin antes quejarse por su alto precio. Filippino Lippi reservó parte de sus honorarios por la pintura de los frescos de Santa María Novella, en Florencia, para sus idas a Venecia a comprar el pigmento. El fanatismo no era un simple capricho, tenía sus fundamentos prácticos. Mientras que otros azules podían arrojar tintes verdosos, el azul de ultramar era un verdadero azul, noble y duradero.
Para el 1800 aún se estaba buscando un reemplazo más económico para azul de ultramar y la Sociedad Francesa para el Incentivo de la Industria Nacional llegó a pagar unos 6000 francos para quien diera con una fórmula para un azul sintético. Tarde o temprano llegaría de la mano de un químico francés. Esta versión, que llevó el nombre de azul de ultramar francés, podía ser hasta 2500 veces más económica que el pigmento original y rápidamente se convirtió en la más usada.
Los artistas, sin embargo, se quejaron: sostenían que se trataba de un color con una única dimensión, por tratarse de un producto con partículas idénticas que reflejaban la luz en forma pareja. El artista francés Yves Klein se empeñó entonces en desarrollar un color que en combinación con una resina, le daría al ultramarino sintético francés una calidad como la del original. En 1960 lo patentaría con su nombre: azul Klein.
Cobalto, de Prusia, cerúleo, índigo, cian, marino: todos azules. Recorro con la mirada de la memoria mi vieja valijita de témperas escolares en sus pomos metálicos y puedo ordenarlas casi como un arcoíris con muchas tonalidades para un mismo color y me pregunto cuántas historias habrá allí encerradas. Y casi como un desafío, o una promesa, agrego: ¿cuántas de ellas merecerán ser contadas?